Esta obra de Juan León de Mera, publicada en Quito en 1879, se considera la primera novela ecuatoriana y adquiere relevancia como relato fundacional. Influida por el Romanticismo europeo, Cumandá nos instala en las tradiciones indígenas de la nación, que surge como República independiente en 1830, y cuyo conflictivo pasado se integra a la historia.
No es gratuito que la narrativa Hispanoamericana empiece su andadura con nombre de mujer, porque es precisamente la mujer quien favorece el mestizaje en su unión forzada o consentida con el otro. La mujer suele presentarse como guardiana de los valores de la sociedad que se pretende asentar, pensemos en Amalia; pero también puede ser trofeo o botín en las contiendas, como la propia Cumandá.
Al igual que en Atala, o en Yngermina, o la hija de Calamar, novelas a las que ya me he referido en esta serie de artículos, la obra ofrece una mirada antropológica sobre los pueblos indígenas, en el caso de Cumandá de los temibles jíbaros del Amazonas. La intención es reforzar el convencimiento de que la religión cristiana es necesaria para dirigir a los salvajes hacia la civilización. Si bien se exalta la pureza y la simplicidad originarias del indígena, el autor muestra también su crueldad, lo que justificaría sustraerlo del estado de barbarie. Pero contra ese proyecto, nos advierten, conspiran en el fondo los colonizadores blancos con los abusos cometidos debido a la codicia y la crueldad. Esto desata en los salvajes deseos de venganza de los que da cuenta la novela.
Juan León de Mera reconoce su deuda con Atala de Chateaubriand y, al igual que el autor francés, alimenta el mito del buen salvaje, estableciendo paralelismos entre los blancos y los indios. En el enfrentamiento cultural destaca un personaje femenino alrededor del cual gira la trama. ¿Pero cuál es el lugar de la mujer indígena y qué la diferencia de las hijas de la civilización? A esa pregunta responde el autor de Cumandá en distintos episodios.
La mujer que se considera indígena emerge con gracia, belleza, e inteligencia, en medio de la naturaleza, entre ríos caudalosos, cumbres, precipicios, valles e infinitos horizontes vegetales. Pertenece al pueblo de los temidos jíbaros, específicamente los tongana. Entre ellos, Cumandá se distingue por la blancura de su “tez de marfil”, rasgo que hace pensar en un posible mestizaje. Esto encierra un misterio que se desvelará al final de la narración, cuando se conozca su verdadera identidad.
En secreto, Cumandá es amiga de un joven blanco llamado Carlos Orozco, hijo de un misionero. Por sus conversaciones, sabemos que es cristiana por voluntad de la madre y, paradójicamente, en contra de la opinión del padre. Frente a algunas mujeres civilizadas, la protagonista posee cualidades que la naturaleza conserva en estado puro, como su fidelidad insobornable. Pero tales virtudes, nos aclara el narrador, no son suficientes por sí solas, pues deben moldearse y cultivarse para así combatir costumbres crueles y leyes que se consideran sagradas, como el que tras la muerte del marido la mujer deba ser sacrificada y enterrada con él.
¿Hasta qué punto una mujer blanca educada entre los indios puede ser aceptada? Es una pregunta que surge en este relato cuya trama encierra un misterio, pues Cumandá es, en realidad, una niña blanca rescatada del incendio provocado por los indios contra su padre, el misionero Orozco, lo que sería una muestra de su compasión. La protagonista es el resultado de un proceso de colonización a la inversa, atravesada como está, por los mandatos culturales del pueblo que la adopta y lo que queda en ella de la educación de sus verdaderos padres.
Cumandá, mujer sacrificada en este relato, plantea la posible redención del blanco y del indígena mediante la religión cristiana, que asume el dolor, el sacrificio y, también, el perdón y la aceptación del destino. Aunque el lector puede concluir que el sentido imprevisto de esta tragedia es evitar un mal mayor: la unión entre hermanos, como les hubiese ocurrido a Carlos y a Cumandá.