En los últimos años hemos asistido, atónitos y conmovidos, al retorno de una nueva inquisición –o nueva sensibilidad–, que se expresa en la denominada “cultura de la cancelación”, en una guerra cultural, en la que no escapan la censura, las prohibiciones y las supresiones de conquistas centenarias, en materia de libertad de expresión y derechos individuales.  Se trata del advenimiento de una generación de jóvenes fundamentalistas, ignorantes del pasado y, por tanto, sin conciencia del presente, que pretenden instalar –o instaurar—el rechazo, el odio o el resentimiento contra las creaciones del espíritu intelectual, en nombre de un cambio de época y de un giro de los tiempos. Son, en cierto modo, los nuevos bárbaros, los nuevos Atila, que azotan –y asolan– el mundo civilizado, pero que no vienen de la selva, ni de la pobreza, ni del territorio rural, sino que provienen de las entrañas de las élites educadas y del seno de lo urbano, pero que actúan como si viviéramos aun en el salvajismo o en la barbarie.

En octubre de 2022, vimos a dos jóvenes activistas grabarse y lanzar sopa de tomate contra cuadros de pintura (en la National Gallery, de Londres, contra Los girasoles de Van Gogh y luego contra La joven de la perla de Vermeer en el museo Mauritshuis de La Haya; y otro grupo alemán, denominado “Última generación”, que lanzó puré de patatas contra un cuadro de Monet del museo Barberini de Postdam, en Berlín) para llamar la atención sobre el calentamiento global y el subsidio a los combustibles fósiles. Esos chicos y chicas pertenecen a Just Stop Oil, una organización que lleva a cabo protestas pacíficas y que practican la desobediencia civil. Una de ellas dijo: “Usamos estas acciones para llamar la atención de los medios porque necesitamos que la gente hable de esto ahora. Y sabemos que la resistencia civil funciona”. A estos jóvenes también se les han sumado, curiosamente, algunos científicos, que han radicalizado sus métodos de lucha contra los gobiernos para hacer valer sus exigencias y su grito de alarma. La causa podría ser justa, pero el método la desnaturaliza y, lejos de conquistar adeptos, consigue la repulsa unánime de sectores progresistas con conciencia de la historia. El dogma ha venido reemplazando el sentido común, y las poses radicales, a las más racionales, creándose un clima vertiginoso y peligroso de intolerancia, donde no está exento el mundo académico –lo cual es un peor signo.

La más reciente acción de censura de un giro del presente, lo constituye la tentativa de una editorial británica de reescribir la obra del autor infantil británico, de ascendencia noruega, Roald Dahl (1916-1990), autor de Matilda, Charlie y la fábrica de chocolate, El gran gigante bonachón, Las brujas, James y el melocotón gigante, El superzorro, Los cretinos, entre otras. Los editores ingleses alegan que, en algunas de sus obras infantiles, (por ejemplo, en Charlie y la fábrica de chocolate) hay contenidos ofensivos y discriminatorios, por lo que han borrado –o modificado—alusiones al género o a las figuras de los personajes con la finalidad de actualizarlos –o adecuarlos– al público moderno, es decir, a la nueva sensibilidad de los niños.  Esta decisión ha creado un revuelo y un malestar, que ha dividido a sus lectores, pues algunos lo aprueban y otros lo desaprueban. Dentro de quienes critican la decisión de la editorial está el célebre novelista Salman Rusdhie, quien dijo: “Roald Dahl no era un ángel, pero esto es una censura absurda”. En tanto que la empresa editorial respondió que “el proceso de revisión, en curso desde 2020, fue pequeña y cuidadosamente considerada”. Mientras que, Philip Pullman, autor de La materia oscura, dijo a la BBC Radio 4: “Sería mejor dejar que se desvanezcan los libros de Dahl que reescribirlos si se consideran ofensivos”. Desde esta reescritura, veremos que, en lugar de “gordo” (fat), leeremos “enorme” (enormous); Mrs. Twit, ya no será “fea y bestial” (ugly and beastly) sino “bestial”; “loco” y “desquiciado”, tampoco se usará, sino que serán usados otros eufemismos. Tampoco se dirá “noquearla al piso” (knock her flat), sino, antes bien, “darle una buena reprimenda”; ni se dirá “blanca como una sábana” (white as a sheet), sino, más bien, “tiesa como una estatua”. Asimismo, Matilde –la protagonista–, ya no leerá a Kipling ni a Conrad, por ser autores “imperialistas y supremacistas”, sino a Jane Austen y a Steinbeck. En un mundo –como el de hoy–, donde todo es ofensivo, tampoco los niños desarrollarán su carácter y autoestima, ni la resiliencia, para dar pie a la cultura de lo “políticamente correcto”.  Cabe destacar, que los cambios serán en las versiones inglesas, pues los editores en francés y español anunciaron que dejarán las versiones originales. Eliminar, censurar o reescribir, como un palimpsesto antiguo, todo lo alusivo a violencia o discriminación, supone también matar el espíritu de las historias y las ideas de una época. La iniciativa de esta editorial de modificaciones busca evitar “estereotipos negativos”, algunos inocuos y otros que incluyen cambios de palabras y oraciones, tales como sinónimos que no impliquen alteraciones sustanciales del significado original.

Dahl es un autor de textos infantiles, que sigue siendo muy leído en Reino Unido (“Netflix compró los derechos de sus obras en 2021”), y fue además muy polémico, cuyos comentarios antisemitas lo hicieron convertir en una “oveja negra”, hasta que su familia pidió disculpa de manera pública en 2020.

Después de la censura a Dahl le tocó el turno a Ian Fleming, el autor de James Bond, cuyas obras serán también reescritas para modificar algunas referencias racistas y misóginas, que resulten ofensivas a las nuevas sensibilidades, y para adecuarse a un “lenguaje más inclusivo” para las nuevas generaciones de lectores. Con los libros de Dahl, ante las presiones de indignación de no pocos intelectuales, la editorial reculó y seguirá editando sus obras originales sin cambios. Estos temas vuelven a poner sobre el candelero del debate mediático de: si se debe modernizar o actualizar una obra para no herir susceptibilidades o si se deja intacta. Habría que esperar como vendrán las nuevas ediciones de Fleming y de Dahl. ¡Vendrán pues las lecturas comparadas! Y acaso se multipliquen los lectores curiosos o morbosos, que las leerán para confirmar las amenazas de censura.

Para abril de 2023, se esperan los cambios de Casino Royale u Octopussy, en ocasión del 70 aniversario de la saga de Fleming, donde habrá el siguiente aviso: “Este libro fue escrito en una época en que los términos y actitudes que los lectores modernos ahora podrían considerar ofensivos eran comunes. Se han realizado una serie de actualizaciones en esta edición, manteniéndose lo más cerca posible del texto original y el periodo en el que se desarrolla”.

¿Es necesario podar los libros infantiles para blindarlos de estereotipos? ¿Quién tiene la última decisión? ¿Se impondrá esta norma con todos los libros en el futuro, de reescribir las obras de autores fallecidos, a fin de adecuar sus textos a la realidad de una nueva época? ¿Se mantendrá la misma política de censura para los libros digitales o en versión Kindle, sin la autorización previa del autor o de los herederos? ¿Podrá Amazon modificar sus versiones sin previa advertencia a quienes pagaron por la versión eléctrica? Este malestar cultural en el mundo editorial no es nuevo, sin embargo, en los últimos tiempos, se está convirtiendo en una norma. No olvidemos la propuesta de mutilación de palabras de “insultos a los afroamericanos” en las obras de Mark Twain o el retiro de los programas de lectura de las escuelas de Texas, Florida y Luisiana de Matar a un ruiseñor de Harper Lee o El gran Gatsby de Scott Fitzgerald. O la propuesta, hace unos años, de un grupo de feministas, en España, de censurar la novela Lolita de Nabokov, de los planes de las escuelas, por su lenguaje libidinoso, procaz, y por el alto sentido erótico de su trama narrativa, en una relación entre un hombre muy maduro y una adolescente.

Sabemos, que retirar libros de bibliotecas o suprimir palabras no impide que los leamos, sino al contrario: la censura hace que se lean aún más y con más fervor, pues al ser humano le fascina lo prohibido. Es una tarea difícil y casi imposible en el mundo de hoy, tan conectado –e interconectado– y de redes sociales. Más fácil es sugerir que maestros y alumnos hagan lecturas acompañadas, con discusiones y diálogos en torno a algunas frases, palabras y temas inadecuados para lograr una lectura contextualizada y comparativa del pasado y el presente. Mejor es incentivar la formación del pensamiento crítico, como herramienta que permite analizar cualquier tipo de libros, pero sin censura previa. El bullying, la violencia o el acoso sexual o la apariencia física no se eliminan, en las relaciones humanas, reescribiendo o tachando obras literarias de autores clásicos, antiguos o modernos; ni tampoco es la forma como se evitan los estereotipos sociales. Borrando de los libros las palabras feo, gordo, flaco o negro no se logra nada si los niños las escuchan en la televisión, en la radio, en su entorno escolar y en las redes sociales. Tampoco suprimiéndolas en los libros se logra que sean mejores ciudadanos o personas.

La literatura no solo nos muestra el lado bello y luminoso del mundo, sino también el lado cruel, siniestro y patético de la vida. Los autores –infantiles o para adultos—usan historias y anécdotas que convierten en tramas narrativas para construir sus ficciones, sus parábolas y sus metáforas sobre los asuntos humanos, y la literatura infantil no está exenta de estos juegos de la imaginación y la fantasía. La literatura que trasciende, permanece y universaliza es aquella que trasciende lo meramente didáctico, donde suele, a menudo, encasillarse. Una literatura, una tradición literaria, se universaliza, en razón del talento individual de los escritores, lo que hace que trascienda –y sobreviva—lo temporal, sin tener que podar y mutilar frases, cada cierta época, movida por una circunstancia, o por aspectos de su naturaleza esencial, como lo son sus palabras. Si hay libros que trascienden el tiempo y se hacen clásicos es porque las generaciones de lectores no agotan sus sentidos, y, por tanto, son textos que no envejecen. En cambio, hay libros que envejecen rápido, y por eso dejan de imprimirse o reeditarse. Pero si el libro lleva centenares, y hasta miles de años reimprimiéndose, es por alguna razón, y por eso los seguimos leyendo. Es así que, son los lectores los que deciden –adultos, jóvenes o chicos–, en el presente o en el pasado –y que desborda las modas de épocas–, los gustos editoriales o la llamada “corrección política”, que quieren imponer una moral de la lectura y una “superstición ética del lector” –como dijo Borges–, en nombre de un cambio de los tiempos y de un “lenguaje inclusivo”.