“Cuando se va a hacer una ciudad, lo primero es procurarse un buen trozo de cielo”. (Pedro Mir, Tres leyendas de colores)
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“Agomar las aguas del cielo” (Canción anónima del siglo XIV)
Las plantas de nuestros pies sufren de la hinchazón porque en esta hora sombría nuestro único apoyo yace en los discos rotos de la extensa y firme columna vertebral de un cuerpo helado e infranqueable. Nou panse fa caldo qui.
Y a ritmo y son de las enormes ruedas del tren, las visiones hacen más llevadero nuestro largo y pesado trayecto.
“Después de convocar los cielos el fuego quemó las raíces largas y gruesas que conectaban a los muertos con los vivos. Y vimos reventar las membranas alrededor del vientre de la tierra.”
Afortunadamente para nosotras los guardias petisecos no dan pa na’ y por nada del mundo (de sus mundos) se percatan de las visiones ni de la presencia de la semilla debajo de nuestras lenguas.
“Y las aguas se convirtieron en lava: durante tres mil años/los pétalos de las flores/se secaron ante nuestros ojos.”
Nadie, absolutamente nadie se percata del timbre y los tonos transmitidos en este lugar transitorio.
“Y ainte de venil a ete mundo, ei cielo taba yermo como un papiro en blainco. Y bajo el dominio de los conquistidores, la jambre y la petilencia asolaron la tierra y ei cielo dejó de llovei fueite torriente de agua depue dei fuego.”
Pero nus podem escuchar las vozes de los fantasmas, los que callan en complicidad silenciosa.
“Estaba oscuro, no había ni una gotita de estrellas cuando nos dimos cuenta de que no podíamos protegernos de la guerra y de la muerte. Entonces nuestro fuego se transformó en las nubes de humo allá en lo alto como recordatorio a nuestros descendientes de los peligros de caminar en este mundo.”