El barrio está desierto. El silencio que cubre momentáneamente la ciudad ha transformado la atmósfera de Villa Consuelo en una sucesión de casitas alineadas de forma errática sobre la sinuosidad de las calles estrechas. Todo parece que dormita bajo el sopor de las horas y el sol caribeño. Es la calma del Miércoles Santo que anticipa un sosiego mayor que deberá empezar a partir del jueves y que de seguro terminará en la madrugada del lunes, cuando los hogares y las gentes regresen a la normalidad.
Muchos de los vecinos han aprovechado estos días para ir al interior del país a visitar a los familiares que casi nunca vienen a la capital. Otros regresan a los pueblos de donde son oriundos tan solo para comprobar que su generación está muriendo y que quedan pocos sobrevivientes del grupo original que fundara la comunidad que abandonaran, para venir al Distrito Nacional a tratar de conseguir una mejor vida.
Los más jóvenes eligen algo más acorde a sus gustos contemporáneos y se encaminan a disfrutar del asueto. Como siempre, reciben el rechazo de los progenitores y la desaprobación de los adultos mayores, que se apegan al llamado de las iglesias y no transigen con el mandato de la tradición que ordena recogimiento espiritual y tranquilidad absoluta. Pero la juventud siempre ha sido rebelde y siempre lo será. Es su condición natural, su derecho irreductible, su prerrogativa única dada por el tiempo. Ser rebelde es su razón de ser por lo menos mientras dure esa locura divina que son los años mozos.
Son jóvenes para oponerse a todo, pues ya tendrán tiempo de sobra para arrepentirse. Por eso contra toda orden, se van sin remordimientos de culpa a zambullirse en las aguas de los balnearios en el extremo sur de la isla. Allí la juventud se rebela en su verdadera identidad de desafío a lo que le han impuesto como norma. Por eso se le ve en las comilonas y las bebentinas, con una energía que los embriaga, mientras los empuja a celebrar el amor con la novia de turno o a cortejar a la que será la próxima prometida. Dentro de un año exactamente reivindicarán el aniversario de la unión de ese día con otra parranda en las orillas del río que los acoja.
Cuza también hace una pausa durante esta semana y se dispone a celebrar el paso de la muerte a la vida, al igual que lo hacen los feligreses de la religión europea. Ha invitado a Cero-Uno a la celebración, pero él ha dicho que no quiere ir a ningún lado. Termina aceptando acompañarla, pero sin ningún entusiasmo, solo para complacerla, pero no tiene interés en lo que ella le ha contado que verá.
― ¿Hacia dónde vamos?, dice Albertico.
En sus palabras hay tanta indiferencia, como muestra de desgano y rechazo. Esa actitud no es nueva, siempre la ha tenido, pero la madre insiste cada cierto tiempo, aunque ahora su negativa le quita el deseo de responderle.
― Quiero que hoy me acompañe a visitar un batey que está próximo a un lugar llamado Guerra.
Cuza ha respondido con menos gozo que al principio, pues Albertico le ha desarmado las ganas de hacer el viaje.
Ella sabe que este recorrido puede ayudarlo a que conozca sus raíces. Fue ahí donde precisamente llegaron tiempo atrás, miles de haitianos a trabajar en el cultivo de la caña de azúcar y recuerda que un hermano de su padre laboró en la Central Ozama en un pasado remoto y ella misma siempre vuelve a los bateyes de San Luis, Los Llanos y San Pedro de Macorís, donde están asentados cientos de compañeros emigrantes y que cada año se juntan durante la fiesta de la cuaresma.
El minibús que sirvió de transporte solo llegó al cruce de los cuatro caminos dejándolos en la entrada del batey. Parecía una trocha y no un camino real hacia el poblado. Cero-Uno la seguía dos pasos detrás, esquivando con la mano izquierda que una hoja de la gramínea pasara cerca de la cara. Podría ser fatal, dada su condición de incapacidad, que las pelusas de la hoja se metiesen en su único ojo llevándolo a la ceguera total. Cuza va con ambas manos desbrozando el camino para evitar que eso ocurra. A veces ante la dicotomía del camino se detiene un momento a escuchar el instinto y los tambores aun lejanos, para no perder el rumbo correcto de la fiesta. Agudiza el oído, le dice que se calle un momento, luego retoma a la derecha el trillo más desandado que seguro es el que le llevará al batey que está después de la Caleta. Ella no está muy segura, quizás este año el gagá partirá de donde le dicen «Enjuagador», para luego pasar por «Hato Viejo» o la comunidad de La Joya. El año pasado solo estuvo en «Mata de Palma» por falta de tiempo para llegar al gagá de Andrés y se le hizo tarde para bailar en la comunidad bautizada bajo el nombre de «El Toro».
El sonido cadencioso parece que se agranda en lo que la distancia a medida que esta se va aminorando. El repique de los tambores batá cruza los cañaverales para agigantarse en la imaginación de Cero-Uno, que no esconde una sonrisa tímida que aflora ante el sonido que lo empieza a embriagar. La melodía creciente del Yom invita a Cuza a remenear la cintura, pero es solo un ensayo para lo que vendrá. La catarsis es otra cuando esté más cerca de las maracas, cuando su sangre y tambor percutan a dúo dentro de su cuerpo, cuando el fotuto agregue su mágico sonido al frente de los danzantes y todo desemboque en el ritmo y en la cadencia de las caderas que se culipandean entre sudor y baile.
Una circunferencia multicolor ocupa el parquecito de Hato Viejo. Un enjambre de niños bailando con entera libertad precede el centro de la ceremonia que ya ha comenzado. Cuza hala con vehemencia a un Cero-Uno que mira hacia todos lados como buscando algo que está dentro de él pero que no tenía certeza de que eso fuera así. El único ojo agrandado del muchacho contrasta con la vista hacia adentro de Cuza que, al oír la música, se deja ir en la melodía, para regresar a su infancia, y volver a ver cómo su madre la llevaba al Batey Central, durante la Semana Santa, y le mostraba con un movimiento de cintura y de hombros, cómo se ejecuta el baile que era el gozo del cuerpo y el alma del rito.
Tres danzantes se mueven siguiendo la bitácora de la música que los emborracha con el ritmo. Con la mano izquierda sujetan la trompeta de bambú adornada con cintas verdes, rojas y amarillas. Con la mano derecha marcan el compás como si fuera un metrónomo, golpeando con un pedazo delgado de caña la corteza del bambú que amplifica un sonido gutural como si fuera un ronquido. De la cintura de los tres, cuelgan ristras de pañuelos de muchos colores, que van regalando durante el trayecto a quienes se sienten identificados con el ritual.
Las mujeres de mayor edad llevan con sobriedad la danza y el canto. Están vestidas de blanco y cubren la cabeza con pañoletas amarillas y negras. Las adolescentes se mueven con mayor erotismo y sus contorsiones atraen a los muchachos de su edad, para emparentarse en un baile que quizás culmine en amorío. Un anciano con una corona hecha de cartulina y polvo brillante lleva un bastón que le sirve de batuta de mando. Cuando él levanta el báculo, la música se detiene, escuchan con reverencia algo que él dice a las divinidades y al bajar el sostén, se reinicia la música en el mismo tono en que fue detenida. La cofradía que organizó la fiesta parece que tiene una petición especial por alguna persona de poca edad. El color amarillo es predominante y eso ocurre cuando se pide por la salud de un niño o de un recién nacido. La majestuosidad religiosa va a la par con la celebración carnavalesca. Es un mundo dual donde se le pide al santo con una promesa de adoración y se regocija la carne con el remeneo de los cuerpos y el clerén recién destilado que aligera las mentes para el paroxismo y aclara las gargantas que entonan los himnos que aderezan la comparsa.
Las personas que no participan de la celebración se asoman a las ventanas frontales de las casas para no perderse el momento preciso cuando el gagá sale del batey. Algunos lamentan que no pueden seguirlo, mientras observan la multitud que atraviesa la trocha y se adentra en el sendero de caliche que va hacia el otro pueblo que colinda. Al frente va comandado por el jefe espiritual. Le dicen el Rey o el Dueño. A su lado serpentea la Reina que baila permanentemente. Es una mujer muy joven, se mueve con gracia y la secundan los músicos y una docena de miembros, llamados creyentes y danzantes. Cero-Uno ve la fiesta como si se tratara de su vida. Los ejecutantes de los instrumentos hablan en castellano correcto y solo algunos de los bailarines han dicho alguna expresión en creole. Quizás la fiesta vino de allá, piensa. A lo mejor es hija de los haitianos que vinieron desde los inicios de la industria azucarera, pero nacida en los bateyes dominicanos del sur y del este. Imagina que, como le ocurre a él mismo, el gagá es de allá y de aquí al mismo tiempo. Y que poco importa el origen ante la magnitud de la alegría que se desborda en el rito del tambor y de la danza.
Mira a Cuza que está bailando con una alegría que no le conocía. La mira con asombro al notar que tiene amarrada al cuello media docena de pañuelos que le han dado los músicos que la han visto venir al batey, año tras año, durante la última década.
Se le acerca para bailar con ella tratando de imitar el paso que ella mantiene a pesar de que ya no es joven. Parecen dos chiquillos que han descubierto un nuevo juego, le acaricia el pelo con un gesto amoroso y le dice con una frase jubilosa:
―Gracias vieja por traerme, usted sabe que yo no quería venir, pero la verdad es que es maravilloso estar aquí.
Cuza lo abraza con una ternura inefable y mientras lo besa le dice al oído, sin dejar de bailar:
― ¡Byenveni nan kay gason.
Lo aprieta contra el pecho, donde el orgullo y la felicidad aceleran el ritmo del corazón. Le sonríe con dulzura y susurra en un español pausado: Bienvenido a casa.