David Cronenberg, cineasta canadiense que ha demostrado estar obsesionado con la carne y que llevaba cerca de ocho años sin dirigir un largometraje (desde la regular Polvo de estrellas), comenzó a desarrollar Crímenes del futuro hace más de dos décadas, tras el estreno de eXistenZ (1999). Por lo que sé, su guión, inicialmente titulado Painkillers, exploraba el sector de las artes escénicas underground, desde la óptica de una sociedad distópica y aletargada en la que el dolor es una especie de fetiche clandestino al que la gente recurre sinuosamente para paliar sus miserias. El rodaje estaba previsto para comienzos de 2003. Sonaban muchos nombres para protagonizarla. Pero nunca llegó a materializarse porque, en ese entonces, Cronenberg descartó el proyecto, alegando que no tenía el más mínimo interés en continuarlo.

Tras haber visto Crimes of the Future, estrenada recientemente en algunas plataformas de streaming como Mubi, creo que Cronenberg finalmente la ha realizado para satisfacer la cuota de nostalgia que se remonta hasta sus orígenes formales como cirujano del body horror, donde la piel humana es la protagonista de unos personajes que se mueven frecuentemente por submundos lóbregos que están construidos por ambientes solitarios y atmosféricos, rememorando los semblantes de cintas como Telépatas, mentes destructorasCuerpos invadidosLa mosca y Crash.

 

La película sitúa la acción en una distopía de un futuro que parece una versión disyuntiva de los ochentas, donde la humanidad, como consecuencia del cambio climático y los avances científicos en biotecnología, ha experimentado alteraciones fisiológicas de origen desconocido y ha alcanzado un conjunto de técnicas capaz de transformar el cuerpo mediante máquinas que manufacturan órganos artificiales y sintéticos a partir de las funciones corpóreas inmediatas, llegando a suprimir el dolor físico y algunas enfermedades infecciosas a costa de efectos secundarios a nivel fisiológico. Su protagonista es Saul Tenser (Viggo Mortensen), un artista performativo que se ha hecho célebre con la ayuda de su compañera Caprice (Léa Seydoux), precisamente por realizar espectáculos en los que la metamorfosis de sus nuevos órganos y la búsqueda constante del placer prohibido de recuperar el dolor son el elemento de una vanguardia insólita para los sujetos que observan.

La premisa, en cuestión, no deja de parecerme original porque refleja las inquietudes estilísticas de Cronenberg como artesano del horror corporal que retorna a la zona segura de sus raíces. Pero a ratos tengo la sensación de que su narrativa manosea con redundancia los mismos conceptos y mantiene a los personajes suspendidos en la superficie como si fueran figuras de goma al servicio de un texto. No hay conflicto real que la impulse, ningún personaje de carne y hueso. Su transgresión no consigue meterse en mi piel o resultarme provocativa porque todas las escenas parecen repetir el patrón del diálogo sobre órganos cargados de doble significados, reduciendo la acción a las conversaciones banales.

Por la parte más aparente, elabora un comentario ecológico sobre el impacto del cambio climático, de una sociedad que se niega a escuchar las voces de advertencia y cuyo destino parece ser la condena de merendar lo que encuentren en un océano de chatarra y de óxido. Por la otra, asiste al principio de no duplicidad de la imagen para examinar, como parábola subterránea, la manera en que las tecnologías más actuales someten a la mujer y al hombre posmoderno a un amplio círculo vicioso de obsesiones por los físicos perfectos que, en cierta medida, solo sirven como instrumento quirúrgico para anestesiarlos de cualquier rastro de moralidad y sensibilidades, donde el mero símbolo del cuerpo anestesiado es ya un activo de dominio público en perpetua mutación, reducido a una etiqueta de identidad de masas disconformes que se rehúsan a aceptar las permutas corpóreas adquiridas como una norma culturalmente instituida a priori.

 

En pocas palabras, habla de los corolarios de los placeres artificiosos que convierten el cuerpo humano en un producto sintético que rechaza la naturaleza previamente establecida.

Esta ambigüedad del discurso está condicionada a una puesta en escena en la que Cronenberg nuevamente, se encierra en un universo hermético en el que abunda el erotismo, la turbiedad y un extraño aislamiento donde la investigación con las deformidades del cuerpo y los miembros extirpados le devuelven la consistencia tonal a su poética perdida del horror corporal. Construye la distopía con los materiales comunes del retrofuturismo, trazándola en los decorados como un mundo oscuro que parece encapsulado entre la tecnología análoga ochentera y las computadoras orgánicas de un futuro alternativo. Su encuadre está compuesto casi siempre de atmósferas grisáceas, maquillaje prostético y espacios claustrofóbicos que, a modo proxémico, describen la sordidez por la que caminan los personajes a plena luz de la noche y, a la vez, los desenfrenos más inmediatos como drogadictos del sufrimiento. Pero sus decisiones estéticas muchas veces solo consiguen que el conjunto se sienta ensamblado sin fuerza, blando, como un pedazo de plástico desechado que flota sobre el agua más sucia.
 

Ficha técnica
Título original: Crimes of the Future
Año: 2022
Duración: 1 hr 47 min
País: Canadá
Director: David Cronenberg
Guión: David Cronenberg
Música: Howard Shore
Fotografía: Douglas Koch
Reparto: Viggo Mortensen, Léa Seydoux, Kristen Stewart, Scott Speedman
Calificación: 5/10