Cuando aprendes a reconocer la Poesía, cuando la sueñas y sabes conjurarla, la encontrarás en los sitios más inimaginables: la forma de una nube, la curva de unos labios, un verso memorable, el hilo lejano de una música, el temblor de un recuerdo…

Descubrirla y poder, incluso, respirarla, es una ley de vida para quienes apuestan por una humanidad más sensible, y por tanto, mejor.  Ese grado de humanización necesario, esa altura de espíritu, esa belleza agazapada en las cosas más altas y más nimias, esa pizca de sal en forma de empatía o de emoción que pone la poesía en nuestras vidas, es a veces lo que se necesita, lo único que se necesita, para resistir o redimirse, para sobrevivir y permanecer, para salvarlo todo…

Muchas cosas hermosas, todas poéticas, si es que nos sirve aquí tal redundancia, me ocurrieron en el año que acaba de partir. Una de ellas fue hallar a esta poesía que presentamos hoy, y a su brillante autora. No por gusto me han oído repetir por ahí que Berenice B. Navarro ha sido la revelación de este año para mí, en medio de una concurrencia reñida, porque, a decir verdad, Río de Oro Editores se ha vestido de gala con sus gratos hallazgos.

Pero la honda pulsión que el universo poético de Contracielo provocó en mí, tocó alguna cuerda sensible y acaso alguna reminiscencia de otra vida. A uno le gusta pensar —como todos los hombres que han mirado largamente a la luna, los que siguen planteándose y tratando de responder las inmensas preguntas de nuestra condición—, que antes ya estuvimos aquí o allá, como aedas, mecenas, escritores, pintores, ¡pero siempre artistas!, pues me parece que la repartición de dones, de ese daimon sagrado que nos convierte en criaturas creativas, no se pierde siquiera con la trasmigración.

En esta poesía habitan voces de otro tiempo, voces añejas, de almas viejas, como suele decirse, aunque ella, en su magno poema Alterum vero, lo dijo mejor:

Y me cuento entre aquellos que pueden sentir/el crujido de los viejos huesos del mundo,/y el final de la tierra, y el quejido del mar…/ Entre aquellos que pueden escuchar/ la infinita canción del universo, donde la sangre/ y su fruto de dolor son una nota breve/donde la vida no perece jamás.//[1]

En Contracielo vibra también el regusto de algo que añoro y amo, y que, a ratos, entre tanta avalancha sin sentido pretendiendo escalar, considero perdido en la poesía contemporánea; y es la visión antigua del poeta como profeta, como mediador del mensaje entre la divinidad y los simples mortales. En la antigüedad, cuando el mundo era joven, un poeta era un oráculo, y su palabra era tan poderosa que podía decidir una vida, frenar una batalla, evitar una guerra…

El peso y la fuerza del mensaje, con esos destellos del poder de antaño, podrán sentirlo las almas advertidas en al menos cuatro tremendos poemas de este libro: Alterum vero, El final, Vida, Prometeo encadenado y Wesfalia. Esa voz, poeta, hay que desencadenarla, esa es la veta en la que hay que cavar, porque es allí donde habita el vigoroso clamor de los ancestros,  la explosión de sentido y de luz que alumbrará los versos que escribas a futuro.

Hay una metafísica soberbia, concentrada en poquísimos textos, que como toda indagación que aspire al menos a rozar las esencias de todo lo que somos, genera nuevas interrogantes y muy pocas o ninguna respuesta ni certeza. Pero el valor radica exactamente ahí, en ese preguntar y horadar entre ideas y metáforas de alto numen, en testimoniar esos dolores, angustias, búsquedas y hallazgos personales que son también, universales, porque atañen con mucho a todo el género; corresponden a otros que también han mirado largamente a la luna, en siglos anteriores, y han escrito sus versos para dejar testimonio.

¿Es esa, pues, la vida? En un interrogatorio matador, que haría palidecer a algún inquisidor, la poeta se atreve a preguntarle de manera directa, escuchemos apenas un fragmento del poema Al final, Vida:

Cuando llegues al final, Vida,/¿qué historia contarás?/¿Qué moraleja te resumirá?/ (…) ¿quiénes permanecerán?/¿Quiénes habrán perseverado,/contra todo pronóstico y marea,/contra la tea inmisericorde?/Descansarás al fin apoyada en la tregua/sin lucha, como un paraguas viejo/lejos de la lluvia, como un perro/sin fuerzas apuntalando una pared./(…)/¿Pasarás inventario a las palabras/gastadas por el uso, repasadas/como cuentas de inútiles plegarias:/fe, esperanza, amor, dolor…/y las que no llegaron a estrenarse,/las que nunca rompieron el listón (…)?/¿Habrá un suspiro último, un estertor,/ roto ya para siempre el muelle,/el mecanismo; autómata privado/de compás (…) /Cuando llegues al final, Vida,/¿cuántas primaveras habrá/sembrado tu corazón,/tendida de bruces o de yaciente/rostro besado por la luna,/torre trunca o pirámide…?//[2]

 

En otro orden temático, Contracielo es, también, un poemario de amor. ¿Cómo podría faltar un tema así, de tanta majestad, en una poesía así? De lo minimalista a lo prolijo hay para suspirar y para éxtasis: El poema XXIV, La insoportable brevedad de las palabras, nos dice, solamente: Quisiera resumir, diciendo: Te amo.[3] Y en el XIX, titulado Advertencia, leemos:  

Qué temeroso estarías de mí/si te mostrara cuánto te amo,/si desgajara verso a verso la canción de ti/que me ha dictado el alma./Te abismaría la profundidad de lo que siento,/y envuelto en vértigo, te echarías atrás/hasta negarme y desconocerme,/hasta alcanzar el crecido torrente/de mi profunda vena rota.[4]/

Y entonces…, llegamos a Westfalia…, el texto que cierra este cuaderno y que es también su punto álgido, allí donde se concentra la mayor dosis de poesía. En uno de mis dictámenes para el libro, ya me había asombrado, y advierto que no soy fácil de asombrar, por esta pieza. Entonces, escribí: “Wesfalia es un poema impresionante. El nivel de las asociaciones y las imágenes es increíble”. No tengo que decir que sigo sosteniendo tal afirmación, y que anhelo que Berenice B. Navarro siga haciendo, como muy bien lo dice en otro de sus poemas, esta milagro, que las palabras hagan su magia, como siempre la hacen, que este sortilegio asociativo de elementos dispersos que jamás soñaron encontrarse y que se imbrican para formar una imagen o una idea increada hasta el segundo en que nace en el poema, y que traspasa el alma y los sentidos con su belleza, no le sea esquiva jamás, que podamos hacer y decir lo que nos dé la gana, con las palabras y los instrumentos que nos dé la gana, y que al mismo tiempo estemos hablando del amor, de la fascinación, del hambre de nuestro corazón, y que solo unos pocos elegidos puedan entender todo, vean y sientan lo que no está a la vista, pero que hace posible y plena la realidad, y completa la vida y la embellece de una manera única. Que Wesfalia, y cualquier otro sitio que escojamos en la imaginación, pueda ser uno de los nombres secretos de la pasión, de la ternura, y de la siembra de la fe y la esperanza en el alma ecuménica del hombre.

He hablado, como ven,  profusamente, del contenido del libro, pero no quiero dejar de mencionar un elemento externo, para que vean conmigo cómo todo se concatena y fluye para conjurar la poesía. Se trata de la cubierta. Quiero decirles que hubo otras.  Se diseñaron fiel, cariñosamente, para el libro, que entonces se llamaba “Las cadencias del fuego”; en una señoreaban las llamas y, en otra, había cadenas. No sospechábamos entonces que la plenitud física de este Contracielo habitaba en la perdida foto Soledad azul, de Ángel A. Miceli Calderón, foto que apareció de pronto, en el momento exacto, para que no quedaran dudas de qué lado se pusieron las musas: se trata, se nos dice en el propio Wesfalia, de un ave silenciosa/y desvelada subida al atril de una rama sola,/ anonadada en el misterio de la luz,/orbitando la redondez, dejando que la luna /resbale por las plumas, el pico, las patas…,/como agua que no puede mojarla,/ /pero la moja./[5]

Como ven, la avecilla posada en una rama, contra el profundo azul de un día que muere, y una menguante luna iluminando el mundo, ilustraba de modo magistral todo lo que nacía, y nace, de este libro. Que apareciera a tiempo, y pudiéramos usarla, fue una de las formas que usó la felicidad, y la poesía, para trazarnos, una vez más, la ruta.

Para la nota de contracubierta, movido por estas mismas emociones, escribí:

Fulgor, cadencia, cielo, vibración de universo nos trae esta poesía; extraño viaje por la armazón milenaria del mundo, y por la humana psiquis, cosmos que se entrelazan convocando elementos que, al fundirse bajo la magia azul de la palabra, crean una belleza inexplicable y honda, una sensación poética que no viene del aquí ni el ahora, sino de las esencias que nos vieron volvernos, de irracionales, a seres semejantes a dioses. El verbo y el amor, dos catalizadores de milagros, cruzan por estos versos como la cierva blanca de las mitologías por su valle dorado. Prometeo torna a darnos el fuego, a sabiendas de que aguardan por él la cadena y el águila, y el poeta vuelve a ser mediador entre lo humano y lo divino, el que porta el mensaje y puede escuchar, prístino, el crujido de los huesos del mundo. Él sirve, como todos, a esa dama de excelsa majestad, la gran poesía. Ante ella nos debemos postrar.[6]

Felicidades, pues, a Berenice Baldera Navarro, por este Contracielo, felicidades a Río de Oro Editores, la editorial que tengo el honor de presidir, por ayudar a que naciera. Sigamos saludables de amistad y de poesía, nos va en ello la vida.

[1] Berenice B. Navarro, Alterum Vero, en poemario Contracielo, Río de Oro Editores, Santo Domingo, 2022, p. 45.

[2] pp. 36-39.

[3] p. 46.

[4] p. 41.

[5] Westfalia, en ob. cit. pp. 57-58.

[6] Rafael J. Rodríguez Pérez, nota de contracubierta de ob. cit.