En el Pedernales de 1952, un guardia raso, de poco menos de 30 años y “bien presentao”, escenificó un hecho que adquirió colores de leyenda. Manuel Emilio Báez (Milito), le llamaban. Había llegado al pueblo solo, sin familia, trasladado de otra dotación.

Decían que se sublevó y puso en ascuas a las Fuerzas Armadas completas y al mismísimo tirano Trujillo, tanto que ordenó el envío a la zona de fragatas y patanas de guardias para eliminarlo.

Le atribuían condiciones excepcionales de francotirador y conocimiento perfecto de cada trillo de la cordillera Baoruco.

Relataban que, entre el espesor de los pinos, bajo un frío que cortaba y lluvias torrenciales, se encontró con sus perseguidores y éstos se petrificaron. No podían tirarle, pese a que era blanco perfecto.

Y contaban que atemorizaba a la gente porque, de tan bravo, era capaz de bajar sin sigilo de la loma hasta una bodeguita de la Duarte arriba, para avituallarse de alimentos básicos y cigarros, como sucedió en el negocio de un exconvicto que se había mudado a Pedernales.

Hasta allí llegó de repente y ordenó: “Deme un cartón de túbanos”. El marchante accedió sin pestañar, temblando de miedo. Milito le pasó el dinero y, cuando se retiraba, llegaba una patrulla desprevenida, con los fusiles al hombro. Él la encañonó y se esfumó por el norte, buscando la loma.

Contaban que fragatas anclaron en el mar Caribe, frente al pueblo, y aviones sobrevolaban toda la zona, mientras la guardia se movilizaba por tierra buscándolo como aguja.

Rumoreaban que se trataba de un enemigo del régimen sanguinario de los Trujillo, poseído por algún bacá. Y hombre invencible que se alimentaba de los productos de los conucos de los campesinos del pueblo.

Al maizal y las hortalizas en el patio de Clemente, en la calle Juan López, iba por la madrugada a alimentarse de maíz nuevo y tomates.

COSTO DE LA IRA

Clemente, como testigo del hecho, describe la odisea, escena tras escena.

El raso convivía con una “mujer de la vida alegre” y la mudó por Los Coquitos, zona de lupanares en la periferia norte del pueblo. Ella tenía una compañera de servicio sexual como vecina.

A pocos días de la relación, ella le pidió a él una cama que necesitaba. Y el guardia accedió. Pronto regresaría por su mujer.

“Ella vivía en una casa de madera. Cuando él llegó, la vio por un reja, acostada con otro hombre, en la cama que le había regalao, y le dijo: no te apure que vengo ahora, esto se va arreglá. Y se fue a la fortaleza, que estaba frente a la cancha, y regresó con la carabina. La mujer ya le había contado a la amiga cuero, y esta corrió para la casa, y se encerraron y, cuando lo sintieron, se abrazaron. Él, entonces, al hallar la puerta cerrada, metió la punta de la carabina por la misma reja que la había acechado con el hombre, y las mató a las dos de un solo tiro. Y se alzó”.

Milito cogió el monte, entre la frontera de Anse -a- Pitre (Ansapito) y Pedernales. Y por allí lo atacaron. Entonces se subió al cañón del río.

“Por ahí se mantuvo, metido en un conuco de un viejo que le llamaban Nicolás Féliz, pero lo espantaron… Y se mantuvo dándole qué hacer a los militares, tirando tiros”, refiere Clemente.

Un guardia, el mejor amigo de Milito, un damero (de Las Damas, Duvergé), se integró para gestionar la entrega pacífica. Y, al encontrarse, más abajo del matadero, camino a Anse -a- Pitre, se produjo un breve diálogo que no generó confianza en el rebelado.

“Me lo dijo el mismo guardia, antes de morir. Se encontraron frente a frente, y el amigo le dijo: Te ando buscando, mi hermano, vámonos conmigo que a ti no va a pasar na, lo que tú matate fue un cuero. Y él le contestó: ¡No, retírate!”.

Milito se atrincheró detrás de un muro de tierra que había hecho un tractor al norte del matadero. El amigo lo hizo al otro lado, protegido por un peñón, en la carretera camino a la comuna haitiana, al oeste. Y comenzó el tiroteo.

El amigo sacó la cabeza y Milito “le dio un tiro en el mismo caballón de la nariz”, dejándolo moribundo. Y se movilizó rápido del sitio.

Los guardias se alborotaron. Fue cuando mandaron barcos y aviones, mientras intensificaban la búsqueda por tierra. Pero nadie daba con él. Muchos creían que poseía poderes otorgados por brujos de la frontera para pasar inadvertido entre la gente y escabullirse de cualquier trampa.

Milito no se rendía. La confrontación parecía interminable. Su impacto no se limitaba ya a la provincia. En el municipio Duvergé, provincia Independencia, al otro lado de la cordillera, se rumoreó que él bajaba hacia allá por Puerto Escondido, y todo el mundo cerró sus puertas.

Una reclusa que cumplía una condena a 30 años en la cárcel del pueblo, le mandó a decir al capitán Almánzar, comandante del Ejército en la provincia, que tenía la solución a la zozobra colectiva, a cambio de la libertad. Y el oficial corrió para escuchar la propuesta.

Expresó ella: “Si me suelta, se lo hago vení a morí a la misma fortaleza”.

Él: -Hágalo, y la suelto

Atraído por ella, Milito cruzó la frontera y llegó hasta el conuco de Nestor, donde había un tupido sembradío de cañas. Y oculto allí, se pasó un día masticando tallos de la gramínea, a la espera del momento oportuno.

“Se la pasaba de boca del río a Paso Sena. Y de Paso Sena a la boca del río. Y de noche llegaba hasta aquí, hasta el patio de Clemente Pérez, en la Juan López, donde había mucho maíz sembrado y una hortaliza, y comía maíz nuevo y tomates”.

Al desplazarse, Milito olvidó el único cargador que portaba. Y se quedó con un tiro en recámara. Y así avanzó decidido.

“Entonces, cogió rigola pa abajo, rigolón abajo, pa abajo, pa abajo, por ahí, por donde ahora está Inespre. Todavía se ve la zanja. Y allí estaba el centinela número 3, que lo alcanzó a ver, y lo dejó acercarse…Cuando Milito lo vio, le disparó el único tiro y no le dio. El centinela le tiró y lo hirió de muerte cuando se agarraba con una mano de un poste de una empalizá de alambre de púa pa brincar y cruzar… Ya se había movido la Marina de Guerra, la aviación, todo el mundo. Es más, Trujillo taba loco con ese hombre, la gente no dormía.”

“Yo sentí el tiro por la mañana. Él no murió seguido. Fui de los primeros jóvenes que llegaron al cuartel. Y lo jallé sentao en el patio del cuartel, con el mondogo en un lao, to afuera, y, como él me conocía, porque yo lo había recortado el cabello tres o cuatro veces, como a otros guardias, me dijo: “Clemente, ¡qué desgracia! Y ahí murió”.

Clemente sabía con precisión milimétrica dónde habían enterrado a Milito en el cementerio viejo. Pero al mover la cerca de púa, confiesa que ha perdido el rumbo.

“Si la hubieran dejao, yo te hubiera llevado y te hubiera dicho el sitio exacto donde están los huesos. Esta es la historia de un solo hombre…Todo por un cuero y una cama”.

Clemente cuenta que el capitán Heredia, jefe de la compañía del Ejército en Pedernales, sentía gran cariño por ese guardia que, para algunos, venía de familia seibana. Tanto que convidó a Pedro Mella a un recorrido a pie, desde la boca del río Pedernales, en el mar Caribe, hasta lo alto del Baoruco, en Loma de Casurdo, llamándole a voz en cuello y silbándole.

A medida que avanzaban, agobiados por el caminar entre piedras, laderas y espinas, bajo un sol ardiente, Mella sólo le advertía a Heredia: “Ese hombre ta sublevao, ese hombre ta sublevao”.

Y el capitán le contestaba: “No, si él me oye, él responde. No me tira, no me tira”.

Según Clemente, cuando Milito cayó herido, musitó: “Yo oí y vi al capitán, y no le quise responder”.

Con la caída del guardia sublevado, terminaba una semana y media de zozobra. El pueblo retomó su sueño. El mercado recobró vida. Y volvía a recibir clientes el colmadito de la Duarte arriba, propiedad de un exconvicto que se había mudado a Pedernales.

Todavía Clemente se asombra de la reacción de un hombre que no registraba “ni una rayita” de inconducta en su trabajo militar y, sin embargo, mató a dos mujeres y al mejor amigo que tenía en la guardia. Ninguna familia llegó al pueblo para el funeral.