(Texto del escrito José Acosta)
Los primeros versos del poema “Silueta”, que rezan: “Existe una silueta detrás de la ventana/ con los ojos precisos/ para mirar al mundo”, nos revelan que el hablante lírico del poemario Ciudad interior, de Carlos Sánchez, es un ser dedicado a la contemplación, que descubre que las hojas secas del otoño “son los vestidos desechados de los árboles”, y que, de manera filosófica, nos muestra que la abeja, por “su perfecto amor a las formas hexagonales”, “no puede avanzar hacia el hectágono”.
En Ciudad interior las palabras son ellas y lo que cantan, significado y significante. Cuando el hablante lírico escribe “arcilla”, de pronto esta palabra puede ser una casa de ladrillos o una tinaja rota, y el bronce es bronce y a la vez una escultura o una estatua en el parque. Aquí las palabras se abren y florecen, se alumbran a sí mismas y se revelan para que el lector las vislumbre.
La ciudad, las sombras, el miedo, ese miedo que hace aullar a los perros en la noche, ese miedo de metal que es el tren que nos distrae de lo vivo para ver lo muerto, la prisa que nos impide nombrar las cosas con certeza porque al nombrarlas cambian, las calles como serpientes, las fotos mudas…, son elementos clave en este poemario.
El hablante lírico nos muestra la ciudad desde su quietud, desde su interior; nos pasea por sus trenes, por su miedo, por sus estaciones y parques, y nos revela que más allá de lo que se ve existe algo innombrable, más tierno y a la vez más poderoso, que solo podemos alumbrar con las palabras.