(Escrito por el poeta y ensayista Juan Freddy Armando)
Todo lo que existe es, de alguna manera y en algún grado, una esponja que absorbe del ambiente que lo rodea, con el que interactúa y se transforma y lo transforma. Del mismo modo, los seres humanos -y más los poetas- captan y hacen suyos los elementos creativos que los circundan. De aquí que las letras de nuestro poeta estén tamizadas por estos elementos que constituyen inevitablemente su modus vivendi cotidiano.
Carlos Sánchez no deja de sentirse dominicano en su escribir y ser (ama el sancocho y el mangú, bachata y merengue), pero sus años de residencia en Estados Unidos, y especialmente en una ciudad, una lengua y una literatura que lo envuelven como un enjambre de inevitable presencia –Nueva york, el inglés y su poesía- de alguna manera lo absorben en cuerpo y espíritu.
Los poemas de la primera parte de este libro suyo tienen la fuerza literaria que les da haber bebido de ese rico movimiento creativo anglo-norteamericano llamado imaginismo, que considera el poema como una pequeña historia en la que simbólicamente el poeta se expresa, a la manera de parábolas, fábulas o mitos, que nos enseñó la poesía de la India, y que los ingleses aprehendieron y la transformaron de historias pacíficas y sublimes del Oriente a las dramáticas y góticas del Occidente. Es la enseñanza que la poesía inglesa a su vez dio a la de los Estados Unidos.
Después de Whitman (emulado por Carl Sandburg) y Pound (maestro de Amy Lowell), los dos grandes estremecedores que fundaron la poética norteamericana, vinieron Robert Frost, William Carlos Williams, Wallace Stevens, Archivald MacLeish, quienes le dieron su impronta personal en una especie de renacimiento que los semejó a los viejos orígenes indúes.
Después, la grandísima y genial Emily Dickinson la volvió sobriamente seca, filosófica y ácida. Cruda y suicida la volvieron Sylvia Plath y Anne Sexton, versiones en Norteamérica de lo que en Sudamérica fueron Alejandra Pizarnik y Alfonsina Storni.
La poesía de Carlos Sánchez abreva en todos ellos, pero sobre todo en Frost y Williams, muy especialmente en la primera parte de este libro. Mientras en la segunda, los poemas se vuelven más dialogadores, más conversacionales, más cercanos a Benedetti, quien lo practica en forma sutil, o Galeano, en el cual el diálogo es más dramático, social y denunciante, además de contener mayores experimentos verbales y atrevimientos formales y semánticos.
Por otra parte, aunque en mucho menor proporción, en alguno que otro poema puede el autor mostrar ciertos atisbos de barroquismo, pero es cuantitativa y cualitativamente muy secundario dentro de su estilo.
Esta poesía acusa similitudes, aunque a su propio estilo personal, con lo que fue ese valioso y revolucionaria forma llamada imaginismo anglonorteamericano antes mencionado.
La excelente poeta Amy Lowell –quien lidereó el movimiento junto al genio Ezra Loomis Pound- en su prefacio a la primera de las tres antologías tituladas “Imagist Poets (1915-17)”, escribió que “el imaginismo es una poética que abandona las convencionales formas materiales y de versificación, libre de elegir cualquier tema, crear su propio ritmo y utilizar el lenguaje común. La imagen del poema, en ese sentido, era una representación (descripción) sensorial de la experiencia vivida”.
Saludo esta incursión de Carlos Sánchez en la práctica de la poesía, con estos textos, que han sido en su vida como unos metales preciosos o tesoros subacuáticos que fue acumulando poco a poco en las profundidades del mar de su inconciente. En este libro, como un buzo que se lanza a esas abisales honduras y extrae para sus lectores estas perlas que, unas con más y otras con menos brillo, califican para adornar el gusto de los lectores que disfrutamos el placer de leer poemas