Es posible postular que la tendencia al soliloquio constituye la base programática de un importante conjunto de proyectos de escritura poética surgidos en las últimas tres décadas como resultado de la desaparición del destinatario del campo comunicativo contemporáneo. Convertidos de esta suerte en enunciatarios ausentes, muchos poetas contemporáneos se ven empujados, casi siempre sin siquiera darse cuenta, a producir la arriesgada nivelación comunicativa con ese a quien Vallejo llamó, en su famoso “Himno a los voluntarios de la República”, «el analfabeto a quien escribo».
Semejante sacrificio debería haber implicado tanto el abandono de la pose pública de poeta como la obliteración de aquello a lo que Huidobro llamaba la «poética poesía de poético poeta» (Altazor, Canto III). En lugar de eso, sin embargo, lo que ha sucedido es todo lo contrario: el soliloquio ha terminado reemplazando al poema y en su charco monologal sucumben hoy sin saberlo millones de practicantes de esa banal manera de perder el tiempo que es la mímesis de la oralidad ajena (impostura o canibalismo).
Para decirlo de una vez: el soliloquio y el monólogo resultan de la adopción irrestricta e irreflexiva del lenguaje del otro como modalidad expresiva personal (desclasamiento o aculturación), y por esa vía, ambos son perfectamente incompatibles con cualquier posibilidad de construir un poema. Ya se manifieste como vacuidad sonora o como estropajosa pepla, el soliloquio se caracteriza por su manía de rebotar de manera incesante entre dos fronteras: la que le impone su adecuación absoluta a ese lenguaje del otro que le da sentido y las que se derivan de su incapacidad de desarmar o desmontar ese lenguaje del otro para hacerlo suyo imponiéndole nuevas reglas. No obstante, como lo sabe cualquier lector de Mario Benedetti o de Pablo Coelho, nada de esto sería realmente un problema si no fuera por la desaparición del destinatario poético: la posliteratura es eso que hoy se escribe para nadie o para todo el mundo, como si fuera por causa sui.
La actual situación no es el fruto de ningún azar: borrar al destinatario poético ha sido el sueño más perfecto del totalitarismo y hoy sus consecuencias son mil veces más desastrosas que los postulados estalinistas que pretendían convertir a los escritores en «ingenieros del alma humana»: un ejército de monologantes reduce hoy a simple cháchara todas las hablas poéticas en el nombre de la democracia, y cualquier intento de frenar ese proceso resulta automáticamente desarticulado. Con cada día que pasa, se va haciendo más difícil revertir el proceso que se inició en la década de 1990 con la desaparición gradual de las humanidades hasta su actual desaparición de nuestros centros de enseñanza.
La verdadera paradoja , sin embargo, es que hoy se le tema más al “elitismo” que a su enemigo natural, que es el populismo, pues, como me dijo una vez Maurice Penaud, uno de mis profesores en la Université de Tours, cuando uno ve que una vieja se va a caer, lo mejor que podemos hacer es darle una patada para que se caiga más rápido. Gauloiserie à part, no ignoro que lo que aquel ilustre profesor quiso decirme es que todo intento de oponerse a los procesos históricos siempre se salda en el fracaso. Sin embargo, el problema es que nunca se sabe a ciencia cierta quién le paga al chofer que conduce el “carro de la historia”, ni dónde aprendieron a manejar procesos históricos los expertos que a menudo pretenden decirnos por qué rutas se llega al porvenir.
Lo que sí debe quedar claro, no obstante, es que hablar solo no es lo mismo que hablar para nadie, y que hacer poesía es un acto que no guarda estrictamente ninguna relación con hablar o escribir. Entre un poema y un soliloquio, por ejemplo, la diferencia la marca, como lo señala Agamben, el imperativo que tiene la primera de «permanecer ilegible». En cambio, tanto el monólogo como el soliloquio son todavía hablas inteligibles, en virtud de que aquello que las determina es la interiorización pura y simple del destinatario y su confusión con el destinador, como quien se dice: “hablo para mí y lo que me digo me construye como hablante”.
Es precisamente por eso que en nuestra época resulta absolutamente indispensable saber diferenciar un poema de aquello que no es más que la cháchara del ausente. Hacer un poema no es, ni siquiera en su forma más pulverizada, lo mismo que hablar. Siga usted confundiendo el spoken word con una forma domesticada de delirio y llámelo “poesía”, si así quiere, pero no olvide que el auténtico poema solamente puede expresarse en ese idioma de las furias en el que una vez nos habló el poeta Adrián Javier, y que, precisamente por eso, ni se confunde con un monólogo, ni constituye un soliloquio en ninguna de sus formas.
Como suele suceder, la principal debilidad del soliloquio constituye su particular labilidad: por un lado, no todo aquello que se puede escribir resulta necesariamente legible, y por el otro, todo lo que se puede entender está condenado a disolverse en la irremediable prosa del mundo. Hablar para nadie, en cambio, es otra cosa: es hablar sin mercaderes oportunos ni mediadores oportunistas entre lo dicho y quien lo dice. El resultado es un decir que no se agota en lo dicho, como en aquella definición de la poesía que proponía Manuel del Cabral:
Poesía: agua tan pura que casi
no se ve en el vaso de agua.
Del otro lado está el mundo.
De este lado, casi nada…
Ahora bien, ¿de qué se habla cuando se dice que alguien habla para nadie y corta toda relación posible con la cháchara del ausente? ¿Es posible hablar para alguien en una época en la que todos los poderes que intervienen en el formateo de los discursos sociales (económico, político, religioso, jurídico, académico-educativo, etc.) están orientados a la colectivización más radical, que es aquella que consiste en borrar toda huella de individualidad con el único propósito de fijar patrones de consumo estandarizados? ¿Y qué tipo de perturbaciones producirá la incursión de las tecnologías de inteligencia artificial en la producción de textos a los que nuestras actuales sociedades cada vez más iletradas no tardarán en confundir con la auténtica literatura?
Cualquier intento de responder a estas preguntas está obligado a pasar por la comprensión previa de un hecho irrefutable: las nuevas reglas de juego que impuso la globalización de los mercados contribuyeron a sacar de madre las aguas del viejo charco donde antes Narciso se ahogaba cada noche tratando de tocar su propio reflejo. Súbitamente, el planeta ha quedado literalmente invadido por una horda de seres monologantes cuyos discursos se proyectan de manera incesante en toda suerte de pantallas y monitores.
De ese modo, como en la vieja canción de Simon & Garfunkel, hoy todos hablamos sin decir nada, y oímos, pero no escuchamos. Y a medida que se desmonta a pasos acelerados el mito romántico de la educación como plataforma liberadora, cada vez hay más personas que confunden saber leer con el hecho de saber deletrear o decodificar, y por vía de consecuencia, cada día que pasa son más las personas que no entienden aquello que leen.
Como si fuera poco, todo esto viene ocurriendo en la misma época en que los medios se ven cada vez más saturados por una proliferación de mensajes que atiborran de ruidos el campo comunicativo, y poco a poco, como lo postulaba Dênis de Moraes en 2018, nos vamos acostumbrando a movernos como signos sociales en cadenas de consumo globales (De Moraes, D., 2018).
Hasta prueba en contrario, la reflexión dominicana relativa al modo de existencia social de las obras literarias en la época del márquetin no ha superado el nivel del resumen de contenido, o lo que viene a ser lo mismo, el estatuto de impostura. No podía ser de otro modo en un país en donde se entiende como “normal” que, como ha escrito recientemente Santiago Castro Ventura, el libro dominicano naufrague «en el voraz océano de los impuestos» (Castro Ventura, 2023) como cualquier mercancía que no sea un kilo de cocaína o de cualquier otra droga estupefaciente de esas que se venden a precios altísimos sin que, al menos en la Dominicana, a nadie en su sano juicio se le ocurra pedir que sus productores, sus procesadores o sus consumidores paguen impuestos por ello.