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El maestro se nos esfuma. La clausura de la Cafetera, los cortes de sierra de la edad, los tsunamis periódicos del poeta Glaem Pearl anunciando, como el Coe, que el Maestro “no aparece”, todo presagia un irse lento, como el mejor helado del cosmos.
Frágil, así andamos con él. Mimetizados, cesterizados, acumulando sombras en la maleta como para que el viaje no sea tan pesado, así va la cosa.
Durante años el maestro Cesteros parecía tener la llave de apertura de la Calle El Conde. Los 500 años de la histórica vía eran sus años. Podías conversar con él sobre las damas primeras, aquellas de Nicolás de Ovando, o te podías saltar al barrio más de alharaca, su San Miguel natal, el gran mito urbano si es que leemos a Haim López-Penha y a Mario Emilio Pérez.
La Ciudad Colonial ha sido su taller por excelencia. Ya Carlos Goico lo había declarado en el mítico documental de Manolo Rodríguez: “No es lo mismo pintar en la Mella que en el Conde”. Con esta expresión, deudora evidente de lo más exquisito que se le pudo haber ocurrido al genio de Ludwig Wittgenstein, nos asomamos al abismos del sino de Cestero y a su logro digno de Guinnes: más de ochenta años contando los palos de luces, los adoquines, la pólvora, la sangre, el humo, el café, el sudor, el timing de algo siempre diluyéndose.
Desde su esquina, en el mostrador, aferrado a sus Secret Files que van en su carpeta, donde comparte recortes de viejas amantes con bocetos de Cher y Sigourney Weaver -sus otras dos amantes secretas, y por favor, no riegue la voz-, la figura evidentemente quijotesca del Maestro va mutando con sus personajes.
El viejo guerrero descansa y hasta parece flotar con la brisa que viene desde la Avenida del Puerto.
El Maestro se aferra a lo ya innecesario, a lo que se reniega, porque a veces los ojos se ponen como témpanos o la mano ya no puede trazar aquella línea recta elemental que aprendimos en la primera clase de Dibujo.
El Maestro se desmonta. Especularíamos que busca algo cuando en el fondo ya los dados han sido lanzados, habiendo perdido todos lo que al final no fue perdida tal, porque no supimos por dónde iba el juego. Así de absurdo el último paso, la próxima y última vez que nos acogerá la silla de plástico, el perro un chin fiel que se acostaba a sus pies como en un mosaico de Pompeya, esperando que el Etna no lo borrase del todo.
Cestero se nos va, y de la peor manera: llevándose al Santo Domingo más amado, al más sentido, ese de los amigos en las esquinas, como farolas, el de tirar cualquier frase para que Enriquillo Sánchez nos la devolviese con aquella imagen de alguien que doblaba por la 19 de Marzo con Les Champs-Élysées.
Siempre he pensado en un Cestero-columnario, junto al dórico, el corintio y el jónico. Cestero como soporte, amparo, en un ping pong constante de frases, sorbos de café, libando y sacándole filo a cualquier disparate hasta convertirlo en frase digna de la enciclopedia diderotiana. De ahí el concepto de “Cesteriana”: arte de asumir al Maestro José Cestero como una categoría espiritual, algo cercano a un altar en la Isla de Delfos de nuestros sueños. Cesterianos destacados han sido los fotógrafos Thimo Pimentel, Alberto Perdomo, Jaime Guerra, Maurice Sánchez, Alberto Álvarez, la autora Rita Indiana, el chorro de diletantes, paseantes, genios, funcionarios, culturosos, que seremos todos los que compartimos e insistimos en soltarle cualquier preocupación porque Nat King Cole ya no suena tan bien como antes, etc.
Aparte de la llave para abrir el Conde, también el Maestro tiene otra llave, maestra por cierto, para cerrarlo. Entre el hacha que va y viene, ¡que vaya y que venga y que no se detenga!
Celebramos al Maestro, así en mayúscula.
¡Cesteriamos!