Un cuadro no es una adivinanza ni una sentencia délfica, y no habría de sorprendernos que sus contempladores se pusieran de acuerdo sin demasiadas dificultades al intentar definir el sentido de la obra pictórica. (Gabriel Ferrater)
1946 es un año memorable para la creación artística de Gilberto Hernández Ortega, pues en esa fecha se organizó una muestra pictórica en la Galería Nacional de Bellas Artes que incluyó pinturas, dibujos y esculturas, y fue elogiada por renombrados pintores, críticos de arte, periodistas e intelectuales entre los que destacan: Antonio Fernández Spencer, Darío Suro, Manuel Valldeperes, Serrano Poncela y Jacinto Gimbernard.
Definir la obra de Gilberto Hernández Ortega resulta uno de los esfuerzos más difíciles por la concepción compositiva y el desarrollo de la arquitectura, así como también por el rigor de la escenografía de los símbolos, las formas, las imágenes y la aplicación de una gama de colores que forma parte de un episodio maravilloso.
Hacemos esta afirmación porque, como dice Gabriel Ferrater: “… el crítico no puede por menos de tomar por su cuenta las inquietudes de que el pintor parece haberse librado”. Y acota: “Nada más peligroso que creerse autorizado a prescindir de toda disciplina, sobre todo tratando con una bestia tan difícil de domar como es la técnica pictórica”. Agrega que “…un ligero adormecimiento de la sensibilidad, una leve fatiga del espíritu, pueden producir en cualquier momento una completa ruina. (Gabriel Ferrater, Sobre pintura, edición al cuidado de Juan Ferrater, Seix Barral, Biblioteca Breve, Barcelona, 1981, p. 46).
Hablando de la exposición pictórica de Gilberto Hernández Ortega, el filósofo, académico, historiador de la crítica de arte y literaria, Antonio Fernández Spencer, expresa, entre otros aspectos: “Es ahora, después de haber trabajado tesoneramente, realizando una labor ardua, en la búsqueda intensa de los contornos más definidos y característicos de su estilo personal, cuando se ha decidido a presentar la primera exposición de sus cuadros. Constará de cuarenta obras que habrán de mostrarnos la tónica predominante del artista ya realizado”. (La Opinión, 28 de noviembre, 1946).
Para ese entonces representaba uno de los valores destacados de la joven generación de artistas dominicanos. Gilberto Hernández Ortega nació en Santo Domingo el 21 de diciembre de 1923. Cuando comenzaba sus estudios en la Facultad de Ciencias Exactas de la Universidad de Santo Domingo, su vocación le animó a ingresar en la Escuela Nacional de Bellas Artes en el año 1942.
Al egresar de esta Escuela se convenció de que su quehacer artístico lo motivaba a seguir las huellas de sus maestros y tomó la decisión de entregarse por completo a la pintura y abandonar las aulas universitarias.
No hay duda de que su arte influyó decisivamente en la sociedad dominicana por su estilo inconfundible y por situarse en la vanguardia histórica del momento. A la exposición de 1946 siguió la segunda, enmarcada en el impresionismo, y donde hacía hincapié en su estilo y credo artístico. La contemporaneidad la asumió como un desafío de conceptos altos en que mezclaba instinto y razón que, con los años, lo catapultó como, si no el mejor, por lo menos, uno de los más importantes artistas plásticos.
En pocos pintores dominicanos se da el vuelo estético y la intensidad creadora como se manifestaba en Gilberto Hernández Ortega. Críticos fundamentales como Pedro René Contín Aybar, Carlos Curiel, Antonio Fernández Spencer, Manuel Valldeperes y otros, destacan los rasgos esenciales de su arte, el modo de incorporar elementos estéticos en una dimensión estética y humana sobrecogedora.
Se convirtió en un exégeta de la renovación del arte dominicano al unir “la teoría al acto creador”. “Explorador de los vastos dominios del subconsciente”. En ese contexto, “intentará conocer la otra cara profunda (del arte), más allá o más acá de la realidad”. (Cuadernos Hispanoamericanos, 546, diciembre 1995, p.149).
Hernández Ortega fue el gran líder de la generación del 50 del siglo pasado al plasmar el mundo interior y los valores fundantes de la creación estética y destacar los signos del romanticismo, de la configuración y todo atisbo de modernidad. En fin, tenía el talante de pintor cosmopolita aunque viviera en el Caribe. No hay duda de que fue uno de los pintores fundamentales del arte pictórico dominicano por la exposición dislocada con que configuraba las formas humanas y objetivara lo psicoespiritual del entendimiento del arte en su acto creador.
Otro dato importante respecto a su arte es la visualidad táctil y, por otro lado, la estructura arquitectónica donde se decide por los experimentos de la composición como una forma de crear una simbiosis entre los signos geométricos y la expresividad estética a través de un impresionismo de puro informalismo. Es así como Gilberto Hernández Ortega establece una síntesis de los símbolos y las formas inéditos. Por esa razón, su creatividad contiene una fuerza que conduce al descubrimiento de las cosas que atañen al hombre y la naturaleza. Es el pintor de los ámbitos desconocidos y las imágenes múltiples.
Por ello no es causal que poetas y escritores de la estatura intelectual de Freddy Miller, Franklin Mieses Burgos, Freddy Gatón Arce, Manuel Valerio, Manuel Valldeperes, Antonio Fernández Spencer, P. A. Reyes Vargas, Francisco Antonio Cruz y José Manuel Gómez Du-breil, entre otros, escribieran sobre la originalidad de Gilberto Hernández Ortega.
Por ejemplo, Franklin Mieses Burgos, expresa:
“Suscitando presencias luminosas; mundos de eternidad conturbados por la luz interior de un morir que se recata en la honda ternura del color; llevando hasta la esotérica jerarquía de lo mágico; de lo maravilloso sin anécdota inútil, ni intención pedagógica alguna, la dinámica augural de un entrañable acontecer que ocurre más allá de lo externo cotidiano, Gilberto Hernández Ortega –nuestro joven gran pintor– nuevamente nos conmueve y anima al situarnos dentro del clima poético y siempre misterioso de su orbe rigurosamente pictórico.
Sí, nos conmueve y nos anima, por su absoluta validez de oficio; por su maestría de honrado buceador de lo nuestro más hondo y de mayor carácter pictórico y humano. Porque es bueno que se sepa y se comprenda además, que en esta, su labor de ahora, expuesta en la Galería Nacional de Bellas Artes, nada es distraído ni va sobre esas superficies convencionales, sobre esos lienzos, vacuos, mediante los cuales, el halago de lo fácil soborna voluntades de escasa consistencia intelectual, o de ninguna verdadera sensibilidad artística. Así decimos, porque todo él y lo suyo más próximo por igual, sabemos está solo en lo atento, en lo preocupado y más profundo de la hora de siempre; en ese continuo y angustioso agonizar de vida irremediable, que diría Unamuno”.
Transitar los caminos artísticos de Gilberto Hernández Ortega es un acto singular que provoca un panorama novedoso en cuanto al desarrollo psicológico de sus personajes. Caminos de derroteros que provocan accidentes de sentimientos debido a la intención del artista de llegar a la culminación en cada obra, en cada mirada aunque el lienzo esté en blanco por tratarse de algo desconocido, inaudito, de llamada de atención porque la memoria se instala en ese vértigo imaginario, susurrante, y al descubrir Hernández Ortega lo que habita detrás del espacio que habrá de llenar con la magia más desproporciona, redescubre mundos que jamás imaginó.
Se trata de una visión celeste que, en el fondo, se convierte en pinceladas salvajes de donde brotan las disquisiciones más antagónicas y donde las formas devoran los misterios ocultos en el lienzo; es por esa razón que Hernández Ortega fue un pintor que domeñó la superioridad con el ímpetu de las incursiones estéticas a primera vista sorprendente, y en otros planos que son linternas que con su luz envuelven las consecuencias que padecen o celebran sus personajes a partir de un lenguaje estético penetrado de una metamorfosis irreverente.
En definitiva, Gilberto Hernández Ortega resume la cima del impresionismo y de la figuración por la solidez monumental de sus cuadros, cuyos motivos plásticos encierran preferentemente la exaltación de los mitos; sobre todo, un enorme vigor en sus composiciones ágiles y atractivas por el impulso que le confiere al dibujo, a los colores que dan esencia a toda la superficie del cuatro a partir de una imaginaria díscola y, a la vez, poética y pasional, que denota una narrativa óptica que seduce al espectador y que el artista la magnifica a partir de una creatividad desenfrenada.
Cualquier crítico de arte que trate de explicar el mundo artístico de Gilberto Hernández Ortega, por demás, mágico y fantasioso en su predominio estético y sus convenciones espirituales, cae en la trampa del influjo, porque este artista salta todas las normas estéticas y lingüísticas ya que él se refugiaba en una dialéctica metafísica del arte y allí se perdía para alcanzar la resonancia de lo verdaderamente creativo. Su simbolismo era la Vía Láctea de sus descubrimientos; por ello no se cansaba de innovar, de buscar lo impredecible de su arte y de esa manera sus ideas estéticas acusan una narrativa que muestra su excepcionalidad.
El despertar de su arte arranca emociones. Su intensa afición lo colocó en la cima más alta de la creación artística nacional. Gilberto Hernández Ortega fue, a mi modo de ver, un provocador en sus creaciones personalísimas; un retador beligerante de ilusiones, de metáforas represivas que le permitían a gusto pintar lo trágico, pero también la felicidad. Todo cuanto rodea su arte está impregnado de misterios y circunstancias alegóricas donde intenta explicar hasta qué punto el arte le sirvió para encontrarse con el mundo que había soñado desde la infancia. Con el tiempo, lo asimiló desde sus estados anímicos y la extraña sensación de que lo místico frecuentaba a menudo su taller.