Los antiguos griegos y romanos calendarizaron el tiempo apoyados en influencias tan lejanas como la babilónica y la egipcia, cuyos avances tenían como base la religión y la astronomía. En el caso de los griegos se dio la combinación de la interpretación de los ciclos mensuales de la Luna, y de los movimientos de traslación y rotación de la Tierra con respecto al Sol, dando paso a calendarios lunisolares como el argoliano, el ático, el civil, el corintio, el cretense, y los de otras regiones. De los romanos, vale citar los calendarios solares de Rómulo, Numa Pompilio y del emperador Julio César, quien estableció un calendario que iniciaba en marzo, con 12 meses y 365 días. Su vigencia se extendió hasta 1582, cuando el papa Gregorio XIII, en procura de que “el año civil se aproximara más al calendario solar”, y de que la celebración del Año Nuevo coincidiera con el inicio de las gestiones oficiales relevantes, estableció el 1 de enero como la fecha de inicio de cada año.

La difusión de esta iniciativa, conocida como el calendario gregoriano, impuso en América la celebración del Año Nuevo en la fecha referida. En sus inicios contó con el apoyo del rey Felipe II gracias a su conexión con el Papa. Desde hace casi cuatro siglos y medio, aunque con el eclipse ocasional de guerras, hambrunas y pandemias, asistimos a la convocatoria familiar de las fiestas de espera del nuevo año. Siempre nos acompañan las tradiciones más variadas y el deseo de alejar las penas, renovar el amor por los demás y atesorar la prosperidad, sin que se quede la lista con orientación no individual. Todo un mundo simbólico, en el que estelarizan el agua, el fuego, los colores con sentido variado, maletas, campanadas y alimentos, viste esas y otras aspiraciones. Afortunadamente, estas se fortalecen al saber que podemos tener diferentes tradiciones, pero siempre con los mismos sueños, aquellos que propugnan por la justicia sin paños y la equidad sin límites.