En 1949, el narrador y periodista dominicano residente en Nueva York Andrés Francisco Requena había publicado la novela Cementerio sin cruces, cuyo subtítulo indicaba de manera directa la intención crítica del libro: Novela del martirio de la República Dominicana bajo la rapaz tiranía de Trujillo. El inicio de su dedicatoria rezaba: “A los miles de dominicanos asesinados por Trujillo, y cuyas muertes tienen que ser cobradas, inexorablemente”. Esa denuncia y esa declaración de venganza no pasarían inadvertidas para el tirano y sus esbirros. El autor a lo mejor pagaría con su vida. Y así sucedió. La noche del 2 de octubre de 1952 Requena fue asesinado en un vecindario de Nueva York. Se trató del tercer dominicano eliminado por Trujillo en Nueva York, según Jesús de Galíndez… quien sería el cuarto.
En este mes de octubre se cumplen 70 años de ese crimen brutal que ensombrece desde entonces las labores literarias y del pensamiento de la República Dominicana. En este artículo se organiza un conjunto de informaciones en torno a su asesinato, con el objetivo de rastrear distintos aspectos relacionados con su muerte. Es una especie de puesta en conjunto de diversas informaciones relacionadas con este crimen. Ese rastreo está orientado por varias líneas que señalan que Requena escribió Cementerio sin cruces no solamente con intención estética, sino con una estrategia de denuncia política; que el autor en ningún momento obvió el peligro que le acarrearía la publicación de ese relato, y que las relaciones interpersonales jugaron un papel determinante en la celada mortal.
Cementerio sin cruces: una novela de denuncia política
Tras su publicación, la novela fue virtualmente cubierta por el silencio. Como era de esperarse, no fue difundida entre los lectores de la isla. En efecto, “En el régimen trujillista, tener en la casa cualquier tipo de publicación contra el régimen no sólo comportaba la muerte, sino la muerte moral, el desempleo, la exclusión de la escuela o la universidad y la vigilancia permanente” (Céspedes en Requena, 2001, p. 16). Tampoco aparece mucha información sobre el impacto en los lectores dominicanos residentes en Nueva York. Los tentáculos del sicariato trujillista se alargaban hasta el territorio norteamericano, por lo que las ciudades estadounidenses no imprimían ninguna seguridad entre los exiliados dominicanos. Posterior a su muerte, Juan Bosch y Jesús de Galíndez se referirán a ella desde el punto de vista del elemento político. En el caso de este último autor, resulta curioso que la referencia a la novela aparece en la traducción al inglés de la Era de Trujillo publicada por la revista Ibérica en 1956, pero no en la versión en español. En la traducción, De Galíndez (1956) dice: “The novel Cementerio sin Cruces (Cemetery without Crosses) by Andrés Requena is essentially accurate, but I cannot cite it as source material since it does not come from a first-hand witnees. The greatest strength of this book lies in the fact that the autor was murdered several months after its publication” (p. 14).
El New York Times de la época (Tailor slain here was Trujillo foe, 1952) publicó informaciones sobre Requena, tomadas de los papeles de descarga del Ejército. Informó de que era sastre y que vivió en Boston antes de incorporarse al Ejército el 28 de septiembre de 1944, donde sirvió en la unidad de la Policía Militar. Mientras se encontraba en servicio, adquirió la ciudadanía norteamericana. Fue descargado del Ejército el 6 de mayo de 1946.
En efecto, Requena había sido sastre. Nació en San Pedro de Macorís en 1908. En su juventud pasó parte de su vida en La Vega y en Santiago. Gutiérrez (2004), tras referirse a él como un autodidacto, resalta la humildad material en que se crio: “La precaria situación económica de sus progenitores lo obligaron desde niño a ganarse la vida como lustrador de zapatos, jinete, vendedor ambulante y sastre. Luego de mucho esfuerzo y lecturas constantes logró incursionar en el campo del periodismo y también hacerse escritor” (p. 405). Por una recomendación de Juan Bosch logró insertarse en el ámbito periodístico, como reportero del diario La Opinión. Y a finales de la década de 1930 se incorporó al servicio diplomático. En 1948, ya desvinculado del trujillismo, publicaría en Nueva York la revista política Patria.
Su producción literaria abarca los poemarios Romancero heroico al Generalísimo (1937) y Romances de Puerto Trujillo (1940), así como las novelas Los enemigos de la tierra (1936), Camino de fuego (1941) y Cementerio sin cruces (1949), esta última publicada por la Editorial Veracruz, de México. Este corpus incluye cuentos sueltos. Por supuesto, también contiene artículos periodísticos.
La crítica literaria no ha trabajado su obra de manera sistemática; a menudo, cuando se detiene en ella, la aborda desde presupuestos inestables. Joaquín Balaguer no lo menciona en su Historia de la Literatura Dominicana de 1956. En la presentación de una reedición estatal de Cementerio sin cruces, se hace la siguiente afirmación: “Requena no es un narrador de altos vuelos, pero escribe bien y, sobre todo, importa a los lectores dominicanos por lo que cuenta” (Deive en Requena, 2001, p. 10). Manuel Rueda considera que dicha novela está marcada por el exceso de patetismo, la inmediatez y la escasa elaboración, y que en sus páginas “se nota la prisa del autor por hacer pública su denuncia de la dictadura, deja al desnudo sus habilidades y carencias” (Rueda, 2020, p. 128).
Sin embargo, esta actitud de la crítica ante la obra de Requena parecería, como sugiere Gutiérrez (2001), una extensión del castigo trujillista. Se trata de una actitud posterior a su caída en desgracia. En un artículo publicado en la revista cubana Bohemia el 12 de octubre de 1952, Bosch (2012) permite inferir que no siempre su obra fue abordada de esa manera: “Los textos literarios dominicanos, y los de historia de la literatura nacional, mencionan hoy a Requena como el más hábil novelista que ha conocido el país en los últimos treinta años. Para lograr ese título trabajó mucho, leyó día y noche, estudió la técnica de la novela” (p. 243). El silencio sobre Cementerio sin cruces se extendió incluso más allá del tiempo de la dictadura. Todavía a finales de 1980, se hablaba de una fuerte censura acerca de la edición y posibles reediciones: “Aún hoy persiste un temor irracional alrededor del libro, cuya reedición alguien dificulta, tal vez el responsable de que estén desapareciendo los pocos ejemplares que existen en las bibliotecas públicas” (Rueda, 2020, p. 133).
No obstante, si en algo parecen estar de acuerdo los críticos de Requena, es en que dominaba la técnica de la novela. La crítica local, tan inclinada a validar la literatura a partir del andamiaje esteticista, parecería no comprender que en el discurso de Cementerio sin cruces existe una intención determinante: atacar al régimen de Trujillo. En una época en que la narrativa sobre dictaduras no maridaba con los juegos de lenguaje que asumiría a partir de la década de 1970, a ese hombre que sabía escribir novelas no le importó ninguna otra cosa al momento de poner mentalmente la primera mayúscula en ese texto. Y eso debería valer algo.
Por tratarse de novela política, la narración de Requena no puede ser considerada estrictamente desde el punto de vista estético. Para Bertrand de Muñoz (2001), quien considera la novela política como un subgénero de la novela ideológica, este tipo de relato tiene dos grandes escollos capitales: “su complejidad es grande pues utiliza dos registros, la política y la ficción” (p. 99). Y vaya que se trata de dos escollos grandísimos y, a menudo, tratados por separado. Así, Trujillo no la consideró ficción, sino política, y el resultado de esta recepción fue la condena del autor a la muerte. La crítica a menudo la concibe sobre los parámetros de la ficción, y el resultado en este caso ha sido la condena estética de Requena.
El novelista que sabía que lo iban a matar
Requena se la jugó a sabiendas de que esa novela lo colocaba en la mira asesina de Trujillo. En ningún momento se trató de un escritor que, fuera de la isla, se creyó libre de la brutalidad del tirano. No era un ingenuo. Conocía el terreno que pisaba. Sabía bien que el 28 de abril de 1936 Trujillo había hecho asesinar en el 87 Hamilton Place de Manhattan al exiliado Sergio Bencosme al momento de afeitarse… Y sabía más: en realidad, sabía que Sergio Bencosme había sido asesinato por error del gatillero Luis de la Fuente Rubirosa (Chichí) tras confundirlo con el político Ángel Morales… Realmente fue un “medio error”, pues al fin de cuentas Bencosme también era enemigo del trujillismo. Pero Morales pesaba más: fue de los primeros exiliados y había realizado ataques directos contra la esposa del sátrapa; sobre todo, fue la figura central en el documental “Exposé of Rafael Trujillo” de la The March of Time en 1936, posiblemente el primer audiovisual antitrujillista.
Para Bosch (2012), quien conoció bien a Requena desde su época de sastre, este escritor estaba al tanto del peligro que corría: “Cuando leí en uno de sus capítulos la descripción que hace de la vida privada del dictador —una escena en que aparece discutiendo con su esposa— ‘sentí’ que Requena estaba condenado a muerte. Él mismo era consciente de ello. Decía a menudo que ese capítulo le costaría la vida; pero afirmaba que moriría contento si su muerte ayudaba al derrocamiento del trujillato. Mucha gente le oyó esa frase, especialmente en el último año” (p. 243). En este tenor, cabe preguntarse hasta qué punto la asistencia a la cita en que terminaría asesinado fue en realidad un acto suicida. Al menos, así lo entiende Bosch (2012): “Yo conocía bien a Requena, y no dudo que al dirigirse a la calle Madison, Requena fuera pensando que iban a darle muerte” (p. 243).
De manera que el autor tenía consciencia del riesgo que corría al momento de publicar aquella novela. Pero no se paró ante el peligro. Tal vez de manera temeraria, no sólo se limitó a ser el muerto en vida que apocó a Trujillo en un capítulo del relato. También se convirtió en su crítico. Requena había renunciado al régimen en los primeros años de la década de 1940, cuando se exilió en Cuba tras dejar su puesto como diplomático en Chile, donde fungió como canciller y secretario de la legación. Había abandonado la embajada con documentos que probaban los amarres entre Trujillo y los nazis, los cuales entregó al servicio secreto norteamericano (Bosch, 2012).
El asunto Trujillo-Nazis se venía comentando desde la Segunda Guerra Mundial. Era un tema delicado. En 1939, la dictadura se había visto obligada a defenderse, difundiendo noticias de esta especie: “Comentando la ‘fantástica y ridícula información de origen portorriqueño’ suministrada por un importante diario de Nueva York, de que Trujillo había ofrecido a Hitler bases para submarinos en este país y el monopolio de la nafta, un alto funcionario del Gobierno dominicano declaró: ‘Esa noticia es procedente de especuladores políticos mentirosos, en interés de menguar ante la opinión sensata del gran pueblo norteamericano la espléndida impresión que durante su visita a esta república ha recibido la misión de buena voluntad congresional pro faro a Colón sobre el país, sus instituciones y su prometedor futuro’” (Funcionario del gobierno de Santo Domingo comenta, 1939, p. 3). Para Bosch (2012), el descubrimiento de las evidencias sobre este vínculo endemoniado fue lo que motivó que Requena rompiera las relaciones con la tiranía.
Al autor de Cementerio sin cruces no le importó morder la pobreza en el exilio. Cuando llegó a Nueva York, consiguió un humilde trabajo de sastre y luego estuvo por dos años en el ejército norteamericano. En aquel tiempo también hizo algo más: se vinculó al movimiento de exiliados antitrujillistas. En este rol, dirigió en Nueva York la revista Patria, desde la que atacaba abiertamente a la tiranía. Esta revista circuló gratuitamente desde 1948 en la comunidad del exilio. También era enviada a la República Dominicana, una acción que desafiaba al régimen. En Patria, Andrés Requena confrontaba de manera directa y personal a sujetos obscuros y brutales del régimen. Uno de ellos fue el mal recordado Félix Bernardino. Así, no solo tenía facturas pendientes con el tirano, sino también con algunos de sus más peligrosos secuaces. Sobre la cabeza de Requena gravitaba una guadaña, pero eso no lo detenía.
El papel de las relaciones interpersonales en el asesinato de Requena
De manera que el novelista no solamente se la jugaba con Trujillo, sino también con los sicarios suyos que merodeaban por la ciudad. Para 1952, el cónsul general dominicano en Nueva York era el sanguinario Félix Bernardino. Resulta de utilidad echar un ojo a este obscuro personaje. Era parroquiano de El Seibo, se dice que boxeador, abogado aunque no de oficio, así como clarinetista, saxofonista, trompetista y pianista de mínimo talento. Sobre este particular, Crassweller (1966) informa lo siguiente: “In the early days he had played the piano and the clarinet in a house of prostitution on the east bank of the Ozama, a place in which brawls and gunplay were not un-familiar, and later he played in a band in New York” (p. 193). Este autor lo define también como inteligente y bien leído, pero poseedor de una pasión y violencia propias de un animal. No es extraño que se convirtiera en un asesino prácticamente de oficio que ofrecía sus servicios a la dictadura bajo la sombrilla ventajosa de los cargos diplomáticos. Como parte de su amplio prontuario criminal, se le achaca haber participado en el secuestro y desaparición del sindicalista Mauricio Báez en La Habana en 1950 y del de Jesús de Galíndez en 1956. Conde (2022) recuerda que también participó en el asesinato del presidente de Guatemala Carlos Castillo Armas, el que al parecer fue ordenado por Trujillo “por haberse negado el mandatario guatemalteco a concederle una distinción honorífica”.
Uno de los servicios que ofreció a la tiranía Félix Wenceslao Bernardino y Evangelista, alias Buchilai, fue la conformación de Los Jinetes del Este, banda establecida en 1959 con la que esparcía el terror por la región. Aquel no se trataba de un simple grupo de sujetos indeseables, sino de una estructura paramilitar. Un reporte de la CIA del 3 de mayo de 1961 recoge el informe de un disidente, en el que se afirma que el propio Trujillo “ordered four of his generals to tighten security and assigned Felix Bernardino, head of a paralimilitary peasant force in the eastern part of the country, to be vigilant along the coast” (Central Intelligence Agency, 2003, p. 9).
Detengámonos brevemente en un hecho que presenta la radiografía brutal de este asesino. En aquel caldo de cultivo, Buchilai se encargó del asesinato de los jóvenes Héctor Barón García y de los hermanos Héctor y Pedro Díaz. Las cosas sucedieron así. En una ocasión se encontraba Bernardino bebiendo en un bar de El Seibo. De pronto le cogió con que los tres jóvenes, recién llegados al lugar, no lo habían saludado con la debida reverencia. Entre el jefe de Los Jinetes del Este y sus secuaces les dieron una brutal paliza a los muchachos. No satisfechos con esta acción, más tarde se apersonaron en el hospital y terminaron de asesinarlos. Pero eso no fue todo: tomaron sus cadáveres y los arrastraron por el pueblo. Ante el escándalo de este hecho, la justicia tuvo que intervenir. Sin embargo, el acusado y sus socios fueron liberados tras un parecer de Trujillo, según el cual habían actuado de esa manera porque estaban borrachos.
Y esta no sería la única vez que Buchilai se liberaría de la justicia por ese caso. Tras la caída de la dictadura, en 1962 fue llevado nuevamente a los tribunales para ser juzgado por ese y otros hechos criminales. Cuatro años después, en 1966, durante el Gobierno Provisional del doctor Héctor García Godoy, la fiscalía solicitó el descargo de todas estas acusaciones.
Bosch (2012) informa de que el último número de la revista Patria había salido en agosto de 1952, correspondiente a los meses de junio y julio, y que a la muerte del director estaba en imprenta la edición correspondiente a los meses de agosto y septiembre. Ambas ediciones contenían ataques frontales contra el cónsul. De acuerdo con Bosch (2012), la revista publicada en agosto tenía una nota escrita por Requena en inglés, resaltada en un recuadro: “¿Sabía Ud. que Félix W. Bernardino, el llamado cónsul general del régimen de Trujillo en New York, antiguo músico y abrepuertas en una casa de prostitución, es gangster con un largo récord de asesinatos, entre los cuales tiene uno de primer grado en la República Dominicana?” (p. 246).
Bosch (2012) señala que el asesinato de Requena tenía las características de los crímenes trujillistas, así como que “Doce horas después de haber sido asesinado, los teletipos de toda América zumbaban dando los pormenores de su sangriento fin” (p. 237). El autor de La Mañosa se refiere a partes noticiosas como esta, que salió publicada en un periódico arubiano cuatro días después del crimen:
El asesinato de Andrés Requena despertó el interés de importantes círculos norteamericanos. El 28 de febrero de 1957, el congresista Charles Orlando Porter se refirió al asesinato del autor de Cementerio sin cruces como un ejemplo de las persecuciones trujillistas en los Estados Unidos. En una parte de su investigación titulada “The Andres Requena Case”, informa: “In 1952 Andres Requena, a journalist and writer of an exposé on the Trujillo regime, was decoyed to a New York tenement and shot dead. Prior to his murder, the FBI had been notified by a Dominican that Requena was a marked man. The informant said that Felix Bernardino, then Dominican consul-general in New York, had offered him money to find two Italians to assassinate Andres Requena and Nicolas Silfa, leader of the Dominican Revolutionary Party in New York, at $5,000 a head. In spite of this prior warning, Requena met death, and the New York police never found his murderer. Immediately after the murder, Bernardino, the Dominican consul, was transferred to Venezuela, a safe distance from the inquiry” (The Gerry Murphy case, 1957, p. 2817). [En 1952, Andrés Requena, periodista y escritor expositor sobre el régimen de Trujillo, fue atraído a una vivienda de Nueva York y asesinado a tiros. Antes de su asesinato, un dominicano había notificado al FBI que Requena era un hombre marcado. El informante dijo que Félix Bernardino, entonces cónsul general dominicano en Nueva York, le había ofrecido dinero para encontrar a dos italianos que asesinaran a Andrés Requena y Nicolás Silfa, líder del Partido Revolucionario Dominicano en Nueva York, a $5,000 por cabeza. A pesar de esta advertencia previa, Requena encontró la muerte y la policía de Nueva York nunca encontró a su asesino. Inmediatamente después del asesinato, Bernardino, el cónsul dominicano, fue trasladado a Venezuela, a una distancia segura de la investigación”].
La embajada de Estados Unidos en la República Dominicana también mostró preocupación por el asunto, según se lee en el informe secreto de 1954 “The Ambassador in the Dominican Republic (Pheiffer) to the Deparment of State” (1983): “In the meantime, we had become concerned about (…) evidence pointing to the implication of Dominican Consul General Bernardino in the Requena murder” (p. 948)”. En febrero de 1957, este asesinato sería citado como uno de los puntos que la embajada norteamericana tuvo en consideración para pedir una fuerte reacción política de los Estados Unidos hacia la República Dominicana: “We have patiently borne up under the following record of not only Dominican interference in U.S. life but also conduct below the level of recognized civilized nations, certainly not much above that of the communists: a. Murders of anti-Trujillo Dominicans such as Bencosme and Requena in New York City by Dominican agents” (Memorandum From the Officer in Charge of Dominican Republic Affairs (Fromer) to the Acting Assistant Secretary of State for Inter-American Affairs (Rubottom), 1987, p. 903).
Este crimen reavivó las protestas de los exiliados dominicanos en Nueva York. Los medios de prensa pusieron el índice sobre el gobierno dominicano. De hecho, se llegó a compararlo con el asesinato de Carlo Tresca, un periodista italiano opuesto al gobierno de Benito Mussolini, tiroteado en la Quinta Ave. el 11 de enero de 1943 por venganza política. En noviembre de 1952, semanas después de la liquidación de Requena, Trujillo visitó los Estados Unidos, donde permaneció cuatro meses. Esta presencia, sin dudas planificada con suficiente tiempo, puede arrojar una idea sobre la determinación final de eliminar al periodista. No cuesta mucho imaginar los artículos de Patria con motivos de la presencia del Jefe en Nueva York. Durante su estadía “tuvo lugar un enfrentamiento personal entre el dictador, y un grupo de exiliados dirigidos por el señor Nicolás Silfa, quienes solían seguirle por todos los lugares donde se desplazaba, portando un ataúd, como protesta simbólica, contra los crímenes que se le atribuían” (Font Bernard, 2004).
Ese ataúd, creado por Nicolás Silfa, cumplió tuvo un fuerte impacto propagandístico. “Sometimes when I go out with Silfa and we are not going to a demonstration, I kid him: ‘You forgot the coffiin.’ He may well have left the coffin behind, but not what the coffin symbolizes” (Peck, 1957, p. 8). Este investigador, quien apoyaba el movimiento antitrujillista, resalta que la esposa y el pequeño hijo de Silfa, de siete años, también participaban en los piquetes. En las imágenes de las protestas, se pueden ver familias levantando pancartas.
Como se ha dicho, aparte de la persecución del Estado, una compleja red de relaciones interpersonales jugó un papel importante en las circunstancias de la muerte del novelista. De cierta forma, la suerte de Requena estaba marcada a nivel macro, con la acción de los cuerpos de seguridad del Estado dominicano, y a nivel micro, debido a desavenencias con personajes del régimen. En torno al novelista se cernían un cerco abierto y otro cerrado.
El norteamericano Wenzell Brown era compañero de Requena en las luchas antitrujillistas en Estados Unidos. Se trataba de un hombre comprometido con la causa dominicana; tras el asesinato del escritor, llegó a presidir el Requena Memorial Committee, un grupo originalmente integrado por cinco personas, cuyo objetivo era prevenir otros asesinatos entre los exiliados en New York. Brown (1956) publicó un comentario sobre las circunstancias del crimen contra el autor de Cementerio sin cruces: “Two weeks before Andres Requena died, he telephoned me and gave me the name of a consular oficial who had threatened him with death. I was convinced of his danger. The sister of this same man once shrieked a me, “If Trujillo doesn’t kill you, my brother will”. I urged Requena to go the police. He was reluctant to do so as he was trying to arrange for his mother to come to America from the Dominican Republic. He was holding up the release of a newspaper story about Trujillo until he believed her safe” (p. 104).
El oficial consular que amenazó de muerte a Requena era Félix Bernardino. En efecto, el escritor había publicado días antes en Patria que este cónsul había amenazado con dispararle bajo cualquier palo de luz de Nueva York (Bendiner, 1957). La mujer de la amenaza de muerte a la que se refiere Brown era Minerva Bernardino, hermana de Buchilai. Aquí se reconfirma una información del conocimiento común de los exiliados de la época: Requena había acordado con el cónsul dejar de editar la revista Patria a cambio de que le permitieran a su hermana y a su madre, doña Mercedes, salir de la República Dominicana hacia los Estados Unidos. Para muchos era conocido que este acuerdo solamente se mantendría hasta la llegada de los familiares; de hecho, para esos días se sabía que el siguiente número de Patria estaba lista para la imprenta. Esta negociación supone un peligroso acercamiento de Requena a uno de los asesinos más temibles del trujillismo. Sin dudas se trató de un acto temerario impulsado por el vínculo familiar. Al parecer, no era nada extraño en un hombre descrito por Bosch (2012) como melancólico e impulsivo de palabra.
Así que el día de su muerte, el escritor y periodista cayó en el doble círculo de una celada en la que predominó el vínculo interpersonal. Según Brown (1956), la noche del jueves 2 de octubre de 1952, a las 9:15, Requena recibió una llamada telefónica. Peck (1957) dijo que aparentemente se le había dicho que su madre acababa de llegar y se encontraba en un apartamento en el Lower East Side. De Galíndez (1956b) cuenta que dijo a su esposa “Voy a ver la gente que tú sabes”. Salió rápidamente de su apartamento de la 601 West de la 110 Street. Andaba, describe el Brooklyn Eagle, bien vestido. También lucía bien peinado, como si realmente saliera a una cita muy especial. Luego fue visto cerca de la casa de Félix Bernardino. Un poco después de las 10:00 p. m. el taxista Sol Tozitsky, del Bronx, lo recogió cerca de allí, en la esquina de la Sexta Avenida y calle 57, y lo condujo al 243 de Madison Street, una zona entonces deprimida cerca del muelle. De acuerdo con De Galíndez (1956a), iba acompañado de otro hombre del que jamás se volvió a tener noticia.
Al bajar del auto, Requena le insistió al taxista que lo esperara, que regresaría en cinco minutos. Al parecer guiándose por una dirección escrita en un papel, se acercó a una edificación casi en ruinas y buscó el apellido “López”. El apellido no apareció en el listado de inquilinos. Requena quedó colocado en un contraluz. De pronto una sombra se movió en la escalera y le hizo dos disparos mortales -de tres a cinco, según la prensa- con una pistola .38, que impactaron en el pecho y la nuca. El disparo mortal fue uno que recibió en el pecho.
El taxista llamó a la policía. Los primeros en llegar fueron los agentes de la estación Clinton Street. La pistola, con varias balas, fue encontrada en un patio cercano que conectaba con la Henry Street, por la que probablemente el asesino escapó. En los bolsillos del cadáver encontraron un papel con una petición y diez dólares.
El velatorio tuvo lugar el 6 de octubre en la capilla Columbus Circle localizada en la calle West Sixtieth 43. El servicio religioso estuvo a cargo del reverendo asistente de pastor Leandro Mayoral. Asistieron 50 personas, una cantidad sin dudas notoria si se tiene en cuenta que el evento era vigilado por la dictadura. Entre los dolientes se encontraba Nicolás Silfa. Silva relató a la prensa que el 7 de diciembre pasado había informado al FBI que Trujillo pagó 5,000 dólares por la cabeza de Requena, así como otros 5,000 por la suya; dijo que el FBI no actuó al considerar que ese caso era de la incumbencia de la policía. El denunciante no contactó el cuartel policial. La razón por la que no lo hizo, aunque razonablemente política, no dejó de ser inquietante: “I did not want the police to prevent the assassin from doing his job because in this way the rottenness of the Trujillo regime would be disclosed” (50 attend funeral of Trujillo enemy, 1952, p. 60). [No quise que la policía impidiera que el sicario hiciera su trabajo, ya que de esa manera se destaparía la podredumbre del régimen de Trujillo].
De todos modos, la Policía de Nueva York parece que no hizo lo suficiente para resolver el crimen, al que comenzó a investigar sobre la pista de que se podía tratarse de un asesinato político (Editor foe of dictador slain here, 1952). Para realizar la investigación fueron asignados 25 agentes. Bosch (2012) señaló que los investigadores carecieron hasta del sentido común elemental para no descartar de la lista de sospechosos al antitrujillista Juan M. Díaz, a quien Requena, en el papelito que se le encontró en los bolsillos, pedía que se le avisara en caso de que le sucediera algo: “tal vez para que su cadáver pudiera ser usado, sin pérdida de un minuto, como un estandarte contra la tiranía” (p. 243).
La reacción oficial del trujillismo fue torpe. Intentaron enlodar moralmente la imagen de Requena. Mientras que por un lado afirmaban no tener vínculos con la víctima, por otro lo señalaban como un informante del Servicio de Inteligencia Militar dominicano. El mismo Bernardino, sindicado desde el principio como el responsable, declaraba ante la prensa que el gobierno había perdonado a Requena, mientras que, por otro lado, se contradecía al afirmar que el escritor intentaba manchar el régimen dominicano. Incluso trató de demandar a la revista Look, medio en que Wenzell Brown había publicado la información de Requena sobre las amenazas de muerte del cónsul.
En medio de este panorama, The New York Times publicó el 5 de octubre que el caso se encontraba estancado (Requena assassin still sought, 1952). Observando todo en perspectiva, no es descabellado imaginar algún estorbo en la investigación, debido a que Trujillo contaba con apoyo en diversas instituciones del gobierno norteamericano, posiblemente a través de sus socios de la mafia. De hecho, hay un detalle inquietante en una conocida fotografía de prensa, reproducida por la revista ¡Ahora! en 1962, en la que aparece el cadáver de Requena tirado en el piso: los policías lucen relajados; algunos, incluso, sonreídos.
En un informe ante el Senado, el senador de Arizona Paul Fannin recoge un artículo de Sandy Smith, titulado “Mobster in the marketplace: money, muscle, murder”, en el que se afirma que el asesinato fue organizado directamente por el italiano Bayonne Joe o Joe Z’s, alias de Joe Zicarelli, aliado de la Cosa Nostra y amigo personal de Trujillo: “One of his little favors for Trujillo: the 1952 execution of Andres Requena, an anti-Trujillo exile. Zicarelli gunmen shot Requena in Manhattan” (p. 15705). Zicarelli operaba desde New Jersey y pertenecía a la jerarquía de la familia Bonnano. El hecho de que este mafioso orquestara el crimen del novelista, pone en entredicho la información dada por los exiliados de la época, sobre que Trujillo había ofrecido 5,000 dólares por la cabeza de Requena. Sucede que los trabajos de Bayonne Joe no eran tan baratos. En este informe del Senado se comenta que en la década de los cincuenta un plan del gobierno venezolano para asesinar a Rómulo Betancourt se había ido a pique porque el mafioso exigía la suma de 600,000 dólares. En todo caso, si la suma originalmente ofrecida era los cinco mil, es probable que el pago final terminara por ser una cantidad mucho mayor. Una de las principales fuentes de ingreso de Joe Z’s era el negocio de las aerolíneas. También se le achaca el haber organizado el secuestro de Jesús de Galíndez en 1956, a quien colocó en un avión de Miami que aterrizó en Santo Domingo.
Está claro que la muerte de Andrés Requena fue ordenada por Trujillo y que, en New York, Félix Bernardino se encargó que ponerla en ejecución. A partir de ese punto no se poseen informaciones precisas sobre los detalles del asesinato. Block (1994) manejó cuatro teorías sobre la ejecución del crimen, de acuerdo con las informaciones que fueron aflorando. La primera fue la que se le suministró al FBI seis semanas después del hecho, según la cual el gatillero había sido Ramón Enrique Gallardo, un antiguo oficial del Ejército dominicano que había entrado a los Estados Unidos con pasaporte diplomático bajo las órdenes de Bernardino. La segunda, surgida posteriormente, habla de tres pistoleros norteamericanos por encargo de Bernardino, uno de los cuales era un teniente detective de la policía neoyorquina. La tercera señala que el mismo Bernardino se había encargado personalmente de la ejecución. La cuarta teoría indica que el asesinato fue cometido por miembros de la mafia que trabajaron para el sucesor de Bernardino en el consulado.
En todos los escenarios, el consulado dominicano juega un papel protagónico. En mi parecer, la orden del asesinato de Andrés Requena fue emitida o apoyada por Trujillo. La tarea le fue encomendada a Bernardino, quien la asumió de muy buen agrado y con premura debido a la próxima visita del Jefe a los Estados Unidos. Sin embargo, a juzgar por la amistad y vínculos de cooperación que, de acuerdo con el senador Fannin, existían entre el tirano y Joe Zicarelli, no era necesario que, para tener incidencia en funcionarios del gobierno norteamericano, se creara una sociedad con instituciones tan complejas como la policía: bastaba con establecer las conexiones de trabajo con la Cosa Nostra neoyorquina. De manera que Trujillo pudo contratar los servicios de su socio Zicarelli, quien ya contaba con una asociación de malhechores con influencias en la policía de la ciudad. La idea de la participación de la mafia también es comentada en el informe del congresista Porter, cuando habla de dos matones italianos. Esto no excluye la intermediación de Félix Bernardino u otros funcionarios del consulado. En cuanto a la figura de Ramón Enrique Gallardo, pudo haber estado o no en el equipo de pistoleros; no obstante, resulta poco entendible que actuara solo, ya que la operación requeriría de un conocimiento del vecindario para escapar de la escena del crimen.
En suma, este es uno de los tantos crímenes sin resolver que se esconde en la memoria de Nueva York. A manera de recordatorio y homenaje, el escritor puertorriqueño Enrique A. Laguerre, en su novela también antitrujillista El laberinto (1959) recrea en su personaje Adrián Martín el asesinato de Requena: “De pronto, observó que alguien bajaba. Y que otros dos hombres salían de debajo de la escalera. No pudo evitar converger con los tres en el mismo sitio. En seguida, como rayos, dos, tres tiros. Luego, una breve pausa, profunda como un sumidero. Desplomóse quien bajaba la escalera, sin un grito, sin una queja” (Laguerre, 1964, p. 11). La deuda de los lectores, críticos y escritores dominicanos todavía está pendiente. Como un breve gesto literario, recientemente el dominicano José Ceballos lo evoca en una minificción que inicia: “Andrés Requena murió cuando no lo esperaba la muerte. Esta le llegó del cielo en forma de fuego. Le golpeó con rabia sin dar tiempo al aviso, al dolor y a los quejidos” (Ceballos, 2021, p. 33). Deberá llegar el tiempo en que la crítica literaria revisite la obra Cementerio sin cruces desde una visión holística, sostenida en la suma de criterios que caracterizan a la novela política e ideológica. En lo que eso sucede, los lectores estamos en el deber literario, moral y hasta solidario de leerla. Esto nos permitirá mantenernos en la tarea de ir armando cada vez más el interesante muñeco de la literatura dominicana.
Referencia
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