Hace cuatro años leí un hermoso poema de Efraím Castillo, titulado “Hijos del bolero”. Es un texto exquisito, donde el autor hace una evocación del más universalizado de los géneros musicales nacidos en estas tierras tropicales de América: el bolero. Desconozco la data del texto, ni a cuál obra pertenece, si es que no se trata de un poema inédito, pues lo recibí en una interacción por WhatsApp con el autor.
Cual Jeremías moderno, el poeta Efraím Castillo nos hace evocar en este poema el reino perdido de la bolerística, que llenó de melancólicas expresiones toda una época, entre las primeras décadas del siglo XX hasta su declive a partir de los años sesenta de esa centuria.
En los siguientes párrafos paso a comentar, muy someramente, este poema, el cual me impresionó por su temática y también por su belleza estilística.
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En el poema “Hijos del bolero” están cifrados los rasgos distintivos de ese ritmo del Trópico que nació entre palmeras antillanas y turbulencias del mar Caribe. Desde el principio, en el poema se citan los instrumentos que le confieren identidad a ese género musical: maracas, bongó, guitarras… (“arrastro un ritmo de lamentos / donde el bongó y las maracas / resuenan como artilugios…). Instrumentos que sincretizan y fusionan expresiones rítmicas españolas con otras de origen caribeño-africanas.
Hay en el poema una asociación entre añoranza y bolero, sugerido en la segunda estrofa: “No puedo negarlo, amada mía, / junto al recodo del amanecer / acuden como fantasmas / los recuerdos de las noches, / con las ventanas abiertas / esperando los trinos, / las congojas y los efluvios”). Y entre la añoranza y la noche, que es el refugio de los bohemios. El enunciador del discurso lírico evoca las noches de serenata: "las noches, con las ventanas abiertas esperando los trinos, las congojas y los efluvios".
En su definición (o descripción) del bolero, el yo lírico relaciona esa forma musical con elementos naturales (marítimos, como las olas y la espuma), que denotan movimiento de ascenso y descenso; agitación y reposo, flujo y reflujo. Una combinación que podría tener su equivalencia en la dualidad amor/ desamor, tan propia del bolero. También hay referencias a lirios y rosas y a crepúsculos y auroras, elementos profundamente vinculados al romanticismo bolerístico como la alegría del amor que llega y la tristeza del amor que parte, los dos polos opuestos en que se sustenta la mayoría de las letras del bolero.
El emisor del discurso lírico se considera "un hijo desamparado" del bolero. Y he ahí la nostalgia por una época en que ese ritmo "mimoso e insomne" colmaba de amor y desamor, de tristeza evocadora y de aliento enamorado los corazones de los muchachos y muchachas.
Hoy dependemos menos de la radio para escuchar nuestra música favorita. Disponemos de otros medios más expeditos para seleccionar, según nuestros gustos, la música que deseamos escuchar. Los nostálgicos de aquella efervescencia de bolero y bohemia ahora disponen de esas nuevas opciones. Pero hubo un tiempo en que el acceso a un determinado estilo musical dependía de la vigencia que mantenía en los medios tradicionales, como la radio y la televisión. Y ahí fue donde el bolero fue perdiendo sus primeras batallas para dar paso a otras modalidades musicales.
El corpus bolerístico se fue haciendo viejo y la camada de intérpretes de la etapa clásica no tuvo continuidad en las nuevas generaciones de intérpretes. Con los Leo Marini, Toña la Negra, Felipe Pirela, Lucho Gatica, Olga Guillot, Vicentico Valdez, Agustín Lara, Roberto Ledesma, Daniel Santos, Miltinho, María Luisa Landín, Antonio Machín, y grupos como Los Panchos, Los Condes, Hermanos Arriagada, tuvo dicho ritmo una irradiación irrepetible. Luego, la balada pop y la eclosión de otros cantos y bailes caribeños irían llenando el espacio dejado por esas figuras que representaron una época de oro.
Hay en el poema de Castillo una evocación de figuras legendarias del bolero, verdaderos íconos, como los mencionados más arriba. Las voces de estos cantantes marcaron una época donde el romanticismo florecía como las rosas y los geranios en los balcones enamorados. Es el espacio que cubre la rememoración del bardo. La Edad de Oro del sentimiento, amoroso o de cualquier otra índole, actualmente está en crisis, asediado por los signos que marcan nuestro tiempo, el pragmatismo y la ambición por los bienes materiales. Estos amenazan con destruir lo más preciado de nuestra condición humana: la capacidad de emocionarnos con las cosas sencillas, que son las que llegan al hondo cielo del alma, como diría tan espléndidamente Antonio Machado.
El yo poético se define como "un navegante perdido entre un diluvio de ritmos", aludiendo a la enorme profusión de ritmos que brotan del Caribe. O quizás no sólo del Caribe, sino de todas partes, pues el mundo se ha vuelto tan pequeño (la aldea global que profetizara Marshall McLuhan) que se ha llevado de encuentro los localismos para instalarnos en un universalismo absoluto. Es evidente que el bolero no ha muerto del todo, pero su vívida presencia de otros días languidece, acosado por el furor de otras formas musicales "modernas" que promueven otro tipo de valores (antivalores, en algunos casos) donde los más puros sentimientos ceden su espacio a las emociones pasajeras y al predominio de los instintos. Y el sujeto poético (el propio poeta) se niega a hacer concesiones a esas otras expresiones musicales que intentan usurpar el espacio destinado al bolero. Por eso afirma "soy un apátrida de melodías nacientes", esos ritmos que la modernidad bombardea usando los nuevos implementos tecnológicos. El sujeto lírico (o el poeta, que en este caso son equivalentes) rechaza esos nuevos brotes musicales, que le reafirman la condición de orfandad y le hacen evocar "los sueños del ayer, donde germinan confesiones pasionales".
La nostalgia, que se funda en la filosofía de “cualquier tiempo pasado fue mejor”, impregna el poema de principio a fin. Es la evocación apasionada de lo que antes fue gloria y hoy es olvido o indiferencia. Como el mismo amor, que llega con toque de trompeta anunciatorio y se marcha precedido de un aura de silencio y frialdad.
“Hijo del bolero” es un poema estructurado en tres partes, explícitamente delimitadas por numeración, aunque en el aspecto temático se trata de un texto homogéneo. Su lectura permite percibir que fue escrito con profunda emoción, como todo aquello que escribimos cuando la nostalgia nos embarga el corazón. Hay en él una sensibilidad y un sentimentalismo equiparable al contenido de los mejores boleros. Aparte de sus extraordinarios méritos intrínsecos, es un texto muy recomendable para los amantes del bolero, entre los que me incluyo, y para los nostálgicos de un romanticismo que hoy para muchos podría parecer anacrónico, pero que hace unas décadas era parte consustancial de las relaciones entre parejas y, sobre todo, era un estilo de vida.
“Hijos del bolero” está lleno de alusiones, construcciones metafóricas, interesantes paralelismos… Llaman la atención sus abundantes repeticiones anafóricas, muy apropiadas a su carácter vehemente. Dichas anáforas operan a modo de martillo que golpea insistente sobre la idea que uniforma el texto: el sentido de pérdida y de evocación nostálgica de otra época, dominada en términos musicales por la pasión y el sentimiento.
Al terminar de leer el poema de Castillo, me invadió la memoria la melodía y las letras de aquel viejo bolero que inmortalizó Roberto Ledesma, y del que el célebre grupo español Mocedades hizo una bellísima versión “¿Dónde estás corazón?”:
“¿Dónde estás corazón?
No oigo tu palpitar.
Es tan grande el dolor
que no puedo llorar.
Yo quisiera llorar
y no tengo más llanto.
La quería yo tanto y se fue
para nunca volver.
¿Se ha ido el bolero “para nunca volver”, como dice la canción? No nos lo parece. En este Caribe heterogéneo y multi (multirracial, multicultural, multilingüe) siempre habrá cabida para la diversidad. Y dentro de esa diversidad está en constante interacción la música: bolero, rumba, son, merengue, bachata, plena… (omito deliberadamente ciertos ruidos urbanos). El bolero siempre ocupará un espacio intransferible dentro de la conformación de la identidad caribeña.
Además, siguiendo la lógica poética de Bécquer (“Podrá no haber poetas, pero siempre / habrá poesía”) concluimos diciendo que, aunque enmudezcan las guitarras, el bongó y las maracas, y ya no haya quien entone una hermosa composición que responda a ese ritmo, mientras haya un poeta que lo evoque en sus versos, habrá bolero.
Invito a los lectores a no conformarse con estas apreciaciones, un tanto epidérmicas, de “Hijo del bolero”, de Efraím Castillo, sino a ir a la fuente misma, a leer el poema y disfrutarlo en toda su extensión y a hacer su propia valoración. A los asiduos visitantes del templo donde ofician las sagradas musas, seguramente no les defraudará.
Patricio García Polanco en Acento.com.do