El nombre del escritor chileno Enrique Lafourcade (1927-2019) le es familiar a los dominicanos. Su novela “La fiesta del rey Acab” (1959) fue la primera en retratar sarcásticamente la figura de Rafael L. Trujillo Molina, el “Doctor Carrillo”.
En 1988 los restos de Pedro Henríquez Ureña y los de su madre, Salomé Ureña, fueron sacados de la Iglesia de las Mercedes y trasladados al Panteón Nacional. El acto fue convertido por el gobierno del Dr. Joaquín Balaguer en toda una celebración internacional. Enrique Lafourcade estuvo en el grupo. Tal vez para comprobar lo que su fantasía ya le había dictado en los años 50 sobre este país tropical, el chileno se tiró con toda intensidad a cuantos espacios pudo para ver qué pasaba con esta media isla y el recuerdo de su hijo más internacional, el hijo de Salomé.
El 13 de noviembre de 1988 el periódico chileno El Mercurio recogió una hilarante y trepidante crónica de Enrique Lafourcade con un título como para despistar: “Loor y memoria de Pedro Henríquez Ureña”.
La reproducimos para recuperar ese pulso de las buenas crónicas, para recordar todo ese andamiaje barroco, ridículo, ostentoso, cursi, autoritario, que todavía nos timbra, per secula seculorum.
Obsesionados en nuestra misantropía por ver cómo nos ven, a esta crónica del chileno de seguro que no le pediremos más realismo y sarcasmo del que contiene.
Durante mis viajes a Chile desde principio de los noventa siempre quise conocer a Nicanor Parra y a Enrique Lafourcade. El primero me despachó mandándome a decir con su secretaria que una entrevista con él “costaba 5 mil dólares”. El segundo ni siquiera me contestó, porque sólo andaba por su patio perdido dentro del espíritu fatal de aquel alemán llamado Alzheimer.
En el 2013 Funglode lanzó una edición de “La fiesta del rey Acab”. Ahora tenemos otra tinta de la rica pluma de este cronista, narrador y ensayista chileno que tanta atención nos prestara.
Loor y memoria de Pedro Henríquez Ureña
Enrique Lafourcade
¡Ah, La Hispaniola! Colón cree que anda por Xipango. En su “diario” —extractado por Fray Bartolomé de Las Casas— la describe:
“Es tierra toda muy alta… Por la tierra dentro muy grandes valles, y campiñas, y montañas altíssimas, todo a semejanza de Castilla… Un río no muy grande… viene por unas vegas y campiñas, que era maravilla ver su hermosura…” (7 de diciembre de 1492.)
“La Isla Española… la más hermosa cosa del mundo…” (11 de diciembre.)
“Estaban todos los árboles verdes y llenos de fruta, y las yerbas todas floridas y muy altas, los caminos muy anchos y buenos; los ayres eran como en abril en Castilla; cantaba el ruyseñor… Era la mayor dulzura del mundo. Las noches cantaban algunos paxaritos suavemente; los grillos y ranas se oían muchas…” (13 de diciembre.)
Colón caía en éxtasis. Ruiseñores jamás ha habido en las Indias. Ya empieza el mito. Recordemos que unos sesenta años después don Pedro de Valdivia, en el extremo sur, le escribiría a Carlos V, una cartita de recomendación sobre Chile. Pero no vio sirenas, ni dra-gones, ni ruiseñores…
Colón: “hay montañas altíssimas que parecen llegar al cielo…” (21 de diciembre.)
“En el mundo creo no hay mejor gente ni mejor tierra. Ellos aman a sus próximos como a sí mismos, y tienen una habla la más dulce del mundo, y mansa, y siempre con risa.” (25 de diciembre.)
Para allá fuimos. Sólo que el tiempo. El 15 de febrero de 1493, Colón repite sus ponderaciones en carta a Santángel y Sánchez:
“La Española es maravilla; las sierras y las montañas, y las vegas y las campiñas, y las tierras tan fermosas y gruessas para plantar y sembrar…”
Los indios llamaban a su isla Haití. Bosques impenetrables. Frescuras, ríos con aguas limpias.
Hoy, eriales, tierras baldías. En el Haití negro la pobreza, la imprevisión de sus gobernantes preocupados sólo de llenar sus faltriqueras, han transformado estos paraísos en ásperas lla-nuras donde no crecen ni las yucas. Se fueron los árboles. En Santo Domingo, la parte mayor de La Hispaniola, la erosión avanza. Ya apenas se siembra. Ríos contaminados. No se reemplazan los bosques.
Los dominicanos siguen con su habla, la más dulce del mundo. Y con su suave risa. Pero…
Llegan los negros
El indiano era manso. El conquistador trae mastines de Castilla, caballos, espadas, armaduras. El indio tomaba las espadas por el filo, cortándose. Reía. Lo encadenaban. Reía. Le mutilaban manos, lengua, pies. Reía. Hacia 1519 un cacique aborigen rebautizado como Enriquillo, se alza. Es el primer Espartaco de las Indias. La rebelión cuesta a La Hispaniola —según la llama Pedro Mártir— casi todos sus indios. En 1533 —catorce años de lucha en selvas y montañas— Carlos V hace justicia. El propio Fray Bartolomé de Las Casas penetra por las inexpugnables sierras de Bahoruco con la carta del Emperador. Habrá razón para ellos. Y paz. Carlos V lo llama Don Enrique. Con los poquísimos aborígenes que han escapado al holocausto se establece en Boyá. Indios libres. ¿Libres?
Haití-La Española-Santo Domingo ha quedado sin mano de obra, para ingenios azucareros, plantaciones de tabaco, de algodón. ¿Solución? ¡Negros africanos! Serán mejores esclavos.
Hoy, en la isla, mulatos y negros forman la mayor!» étnica absoluta. Me paseo por la ciudad. Creo estar en Angola. Miro un colegio de niñas, ochocientas muchachas que juegan en enormes patios. Todas mulatas o negras. El África toma posesión de La Española. La ha violado.
Siglos después Manuel de Jesús Galván recoge la historia de Enriquillo para escribir su novela homónima, tardó diez años. Se publica en 1882. Muchos eruditos la consideran la primera gran leyenda novelada de nuestra literatura hispanoamericana.
Convocados por Pedro Henríquez Ureña
La llamada la hizo el Presidente Joaquín Balaguer: que acompañáramos el traslado de las cenizas de Pedro Henríquez Ureña y su madre, la educadora y poeta Salomé Ureña, desde el camposanto hasta el Panteón Nacional.
Extraños invitados. Imaginé la felicidad de este don Pedro si por ejemplo, en el cortejo hubiesen formado Jorge Luis Borges, Alfonso Reyes, Enrique Díez-Canedo, Ernesto Sábato. Este último si pudo haber llegado.
De todos modos acudieron algunos notables. Como Eugenio Puciarelli, tal vez el último gran filósofo hispanoamericano de rango intelectual. Pálido como la yuca, alto, sin cuerpo, parecía un monje zurbaranesco errante. Delicado metafísico, cortés hasta el silencio. Junto a él, en la delegación argentina, el profesor y ensayista Emilio Carilla y los profesores y periodistas Jorge Calvetti Delfín Leocadio Garasa y Horacio Núñez-West.
México envió al gran novelista Fernando Benítez, y al notable escritor y periodista Paco Ignacio Taibo Primero, extraña réplica hedonística de Carlos Fuentes.
Hasta se le parecía en el físico. Colombia se hizo representar por Juan Guillermo Cano, Jorge Robledo y Manuel Briceño, periodistas y maestros
más o menos desconocidos. Por Ecuador llegaron Edmundo Ribadeneira, escritor y ex-director de la Casa de la Cultura, y dos novelistas jóvenes Iván Eguez y Agustín Cuesta. De Uruguay, Rubén Loza Aguerrebere, notable narrador. La delegación de Miami —tal cual si fuera un país— la integraron Luis Mario, Magda González, Luis Ángel Casas, Noemí de Casas y Hernán Henríquez. El profesor José Ferrer Canales, por Puerto Rico. De Venezuela, la muy encantadora e inteligente ensayista Stefanía Mosca, acompañada por Denzil Romero y Manuel Bermúdez. De Brasil un extraño matrimonio formado por Ledo y Leda Ivo. ¿Quién de los dos, el cisne? De Chile, quien escribe y el poeta Raúl Mellado.
Faltaron. Sobraron. ¿Qué asesores intelectuales tuvo el Presidente Balaguer? Henríquez Ureña mereció esta compañía, pero acaso debieron haber estado ocho o diez nombres de primer rango.
Atendidos como si fuéramos embajadores, fuimos alojados en uno de los ocho grandes hoteles de Santo Domingo, auténticas fortalezas de lujo para turistas norteamericanos, el “Concord-Dominique” a catorce kilómetros del centro de la ciudad. En este “ghetto” nos instalaron principescamente, dejándonos en algún sentido “abandonados”.
Ni prensa ni televisión acudieron. El segundo día recién supimos del programa. Merengues, guarachas, rumbas, en los salones del hotel. Unos “Panchos” ad-hoc nos asaltaban, en todo instante, con viejos boleros. El filósofo Puciarelli pasaba como levitando entre los turistas, que corrían de las piscinas al casino, donde un gran letrero decía: “Se prohíbe entrar con armas de fuego”. Prostitutas adolescentes —negritas, mulatas— esperaban a toda hora. —Oye amol, ¡llévame hasta tu pieza! ¡Págame lo que quieras, amol! —me pedía una en forma insistente. ¿Qué edad tendría?
Santo Domingo es el paraíso de la droga, los gay, el Sida. Fuimos advertidos, incluso nuestro delicado Blaise Pascal Puciarelli. —¡Nada con prostitutas, por favor! Los hoteles y algunos clubes privados monopolizan el turismo, la principal fuente de entradas del país. Balaguer se acaba de oponer a un proyecto del Congreso para institucionalizar el juego en las calles, con máquinas tragamonedas. Nos aseguran que la “mafia” de Miami controla todo.
Voy al Palacio
Una parte de la delegación acude al enorme Palacio construido por los Trujillos. Nos detiene la guardia. Negrazos con metralletas por todas partes. Media hora esperando. Pasamos. Nuevamente detenidos. Identificación. La guardia nada sabe de intelectuales invitados. Menos, de Pedro Henríquez Ureña. Otra media hora. Seguimos. Se multiplican coroneles, generales y negros armados hasta los dientes. Como si fuéramos a ver a Rafael Leónidas Trujillo. Finalmente, en el Salón de las Cariátides.
Aquí va mi imagen del sitio. Ochenta metros de largo por veinticinco de ancho. En este rectángulo las señoras. Se trata de dos mujeres desnudas, con una suerte de toalla que les cubre la pelvis, sin piernas. Una, con la mano izquierda en la nuca y la derecha sobre el corazón, por encima de su pecho. La segunda sujeta púdica la toalla con la siniestra y posa la diestra en medio de sus dos pechos. Ambas, inclinadas hacia el gran salón, pegadas a los muros. La primera, peinado “casual”, estilo huracán “Joan” —que anda cerca— y la segunda, peinado de peluquería, con bucles que se enrollan en coqueto orden. Ojos como ranuras en el rostro. Mármol. Pechos grandes al aire. Caderas redondas, brazos “mórbidos”, hombros “ebúrneos”. Senos lechosos que parecen desmentir la muerte de estas mutiladas. Pero no son dos. Son dos arquetipos que se reiteran idénticas a lo largo y ancho del salón. En total, cuarenta y cuatro cariátides de albas y enormes pechugas, sobre plintos de casi dos metros de altura. “Del más puro estilo barraco (sic)” —me aseguró uno de los asesores del Presidente. En el salón hay unos cuarenta espejos que las multiplican, intercalados entre la chascona y la peinada.
Sobre sus cabezas, unos como bonetes, como metopas color crema y celeste. Y el gran balcón art-nouveau de caoba, volado, dando vueltas por todo el enorme recinto.
En el medio, el Presidente Balaguer. Autoridades. Alguien habla sobre Henríquez Ureña. Se trata de una clase magistral. Cada cierto tiempo declara que todo lo que está diciendo sobre el gran don Pedro ya fue dicho y mucho mejor por el Presidente Balaguer. Este oye sin decir pío. El acto culmina con una poetisa de traje de seda rojo y negro, delicada, blanca, casi bonita, quien recita con un enorme vozarrón ciertos olvidables versos, estremeciéndose emocionada, envuelta en una suerte de nube de polvos de arroz.
El “kitsch” más desenfrenado. Atmósfera melancólica, de veladas culturales de los tiempos de Rubén Darío.
La ciudad y la vida
En las tardes se corta la luz. El agua potable no tiene presión; en la calle Ahumada de Santo Domingo —calle del Conde—, los negocios colocan motorcitos eléctricos unidos a las cañerías matrices y sale barrosa, insalubre. Un galón de agua limpia vale siete pesos dominicanos. Un galón de bencina, cuatro.
Otro caos: la recolección de basuras. Los vecinos pudientes contratan camiones para irlas a dejar a los barrios pobres. La movilización colectiva está formada por viejísimos autobuses, taxis astrosos donde meten gente por las ventanas, y el “motoconcho”, motocicletas de pequeña cilindradas que por 50 centavos o un peso llevan pasajeros. Dos o tres, apiñados atrás. En las esquinas las “motoconcho” detienen el tráfico. Cientos de accidentes. Yo pensaba en nuestro suntuoso “metro”.
En Santo Domingo los civiles son o licenciados o poetas. La casta de los militares se asocia a los grandes negocios de la oligarquía poético-licenciada (y a veces licenciosa). Mulatos y blancos. Por la incontrolable frontera con Haití pasan y pasan negros que advierten el Paraíso en Santo Domingo. El dominicano cree que está en Miami y sueña con la diáspora.
Un mercado inolvidable
Astroso, desastroso. Lleno de raíces secretas para “males de mujer” como la “mamajuana”. Venden el “Vicho de Carey”, la “chinola” (variedad de naranja), el “tayote”, para ensaladas, la “yautía” —especie de papa. El “auyama” o zapallo gigante. La “jagua” para jugos, la pulpa del tamarindo se mezcla con la “piedra rayo” talismán. Y los “detentes” como el “zamo” y el “mate” (para proteger a los niños). El “mofongo” es una variedad de plátano. Asado y con chicharrones de cerdo forma parte de la comida criolla. Como el chivito, las patitas de cerdo con vinagre de pifia. Coral negro, ámbar. Compro botellitas con aguas brujas (“agua de los enamorados”, “agua del traidor”, “agua para que vuelva a mí”, “agua de la muerte”). Vienen de Haití. No se beben. Con estas aguas se hacen unos signos sobre el cuerpo del amado o el ene-migo (representado por un muñeco). Gallos astrosos, de pelea. Pollos violáceos. Carne envuelta en moscas. Negros enfermos, tuberculosos, con gangrenas o lepras, nos asaltan. Abacial, Leibniz Puciarelli avanza por este sueño, intocado.
Vamos a un Club de Fantasilandia, “La Romana”, con un pueblo medieval de piedra y un anfiteatro de circo grecolatino inaugurado por Frank Sinatra. A ochenta kilómetros de distancia. Vamos al Country Club, más exclusivo que el Paraíso. ¡Ah Hispaniola!
¡Y qué dulce el habla de sus dominicanos! Y qué limpios sus ojos, a pesar de todo.
Le reprocharon a Balaguer, en una de sus campañas, que era ciego: “Yo no vengo al Palacio a ensartar agujas”. El Presidente ofreció “las tres calientes” (fue su slogan). De hecho, el pobrecito dominicano no tiene ni una de estas comidas. El Paraíso que viera Colón ya parece un infierno.
Ya viene el cortejo
Avanzamos desde el templo de La Merced hacia el Panteón. Soldados, marinos, vestidos con desechos del ejército norteamericano. Un batallón luce guerreras de grueso paño azul con trochas doradas. Parecen franceses de Napoleón III. Todos, negros o casi. Treinta y cuatro grados. Ciento por ciento de humedad. La ciudad en las calles. En las esquinas, los colegios. Las niñitas que recitan. En una cureña, la urna con las cenizas de Pedro. En la otra, el polvo funeral de su madre, Salomé Ureña. Ella le escribió, de niño, un poema. En ese colegio, en esa esquina, la negrita alza la voz al aire; es un lorito, pero ¡qué melancolía tiene todo esto!;
Así es mi Pedro: generoso y bueno,
todo lo grande le merece culto…
El cuerpo diplomático, los eclesiásticos, los “intelectuales” no nos movemos. Perdemos medio litro de agua:
Cuando sacude su infantil cabeza
el pensamiento que le infunde brío
estalla en bendiciones mi terneza
y digo al porvenir: ¡te lo confío!
Sigue el cortejo. La escena se reitera cada cuadra. Las maestras dirigen coros: “¡Adelante! ¡Adelante!” Las niñitas recitan al unísono.
Doña Salomé Ureña es una suerte de Gabriela Mistral de Puerto Rico. En el Panteón, carros blindados, soldados con metralletas en los techos. Adentro, una soporífera clase magistral. Balaguer, sus ministros, sus cien generales. Los “tonton macoutes” exactos como en una novela de Graham Greene, nos vigilan amenazantes. Henri Bergson Puciarelli tiene uno casi encima de él, con enormes pistolones que le asoman de los sudados sobacos.
Otro instante: el “desvelizamiento”. Coros de niñitas sacan un velo de una placa de bronce puesta en la casa donde vivió doña Salomé. Es la noche pegajosa del trópico. La sensación de trasplante se acentúa. Siglo XIX. Darío. Martí. Pedro Henríquez Ureña llegó a Madrid a ver a su gran amigo Alfonso Reyes con el abrigo de José Martí. Alguien lo descubrió, regalándoselo; Pedro Henríquez solía andar descalzo en su “piso” de Madrid. Alfonso Reyes, pulcro, se lo reprochó. “No sabía que el pie era tabú.” Pedro Henríquez escribirá esa formidable obra “Las corriente literarias en la América Hispana” o los “Seis ensayos en busca de nuestra expresión”. Rompió la caricatura que hacen del intelectual de los trópicos. Austero, preciso, erudito, modesto. Pasó por Chile allá por los años 30. Formó hombres de pensamiento. Jorge Luis Borges, en prólogo de sus obras completas, indica:
“Evidentemente, maestro no es quien enseña hechos aislados o quien se aplica a la tarea mnemónica de aprenderlos y repetirlos, ya que en tal caso una enciclopedia sería mejor maestro que un hombre”.
En Nueva York, en México, en Cuba, en Buenos Aires, dejó memoria. Alfonso Reyes evocaba a este amigo que era capaz de atravesar todo Buenos Aires, de noche, cargado de libros, para ayudar a uno de sus estudiantes. Honrado en Harvard, fue perseguido en Argentina. Ernesto Sábato, su alumno en la Universidad de La Plata, recuerda que “esa mezquindad que inevitablemente manifiestan los mediocres ante un ser de jerarquía acompañó toda la vida a H. Ureña, hasta el punto de que jamás llegó a ser profesor titular de ninguna de las facultades de letras”.
Pero ya lo habían descubierto Victoria Ocampo, Borges, Bioy Casares. Su hermano Max recuerda su muerte. Siempre creí yo (lo imaginé) que lo habían hallado muerto en el tren, con un libro abierto en las manos. Fue en mayo de 1946. Iba a su cátedra. Llegó tarde a la estación, el tren ya estaba saliendo. Corrió con sus libros. Logró subir. El corazón. Como Martí, creía que América era una “magna patria”. Como Alfonso Reyes, pensaba que “no basta vivir para la educación, hay que sufrir por la educación”.
Borges creó “El sueño de Pedro Henríquez Ureña”. El sueño le habló al dominicano. Discutían con Borges en una esquina de la calle Córdoba unos versos de un anónimo sevillano: “Oh muerte, ven callada / como sueles venir en la saeta”. Y unas horas más tarde, para cumplir este sueño, silencioso, abrazado a su maletín con las tareas de sus alumnos.. .
Muchas cosas vi en Santo Domingo. Puciarelli me aseguró que había dos metafísicas. La segunda, sin referencias físicas. ¿A cuál de ellas pertenece este espíritu, que llega hoy como un aire suave?