El origen de todo se pierde en el tiempo. Todo estaba en el confín, en el límite entre la nada y el umbral. Esa masa pétrea que en un pronto milenario sería la isla de la Hispaniola o Santo Domingo, estaba sumergida. Los mares eran una masa de agua que se movía en un vaivén interminable y a la superficie llegaban los rayos del sol que venían de lo alto. Pero el tiempo va haciendo las cosas visibles. Se asomaron los altos picachos de la cordillera Central, de la sierra Martín García y otras formas que definirían las montañas. Esas formaciones se tratan de un complejo conjunto de unidades ígneas, metamórficas y sedimentarias generadas entre el periodo Jurásico y el Paleógeno (SGN, 2000).
Los valles y las llanuras se fueron formando, con rocas sedimentarias como las calizas de corales y las costeras (Matos, R. 1995). Y como si fuera una fascinación, ya teníamos las plantas, los animales y los Homo sapiens en la tierra. Entre ellas estaba la llanura de Azúa como le llamaron los primeros pobladores. Una llanura grande y ancha formada al pie de las estribaciones de la hoy cordillera Central, del lado sur. Las piedras rodaron desde las montañas y se volvieron redondas por la escarificación mecánica ocurrida en sus estructuras. Se presume que probablemente la llanura se formó por los grandes sedimentos que se desprendían de las montañas. Por eso, en toda la llanura aparecen piedras redondas en la superficie, e inmediatamente debajo, en la primera capa, grandes peñascos redondos que fueron alojados por la rodadura de largos milenios de peregrinación.
En el tiempo, se pierden los movimientos teutónicos que desviaron el curso de los ríos y los arroyos. Nos queda ver cómo se eleva al firmamento el pico Martín García en el macizo de la sierra neibana y, por este lado, la loma de los Güiros y las laderas bajas de loma del Curro Sur. Nacieron un día los ríos que los llamaron Yaque del Sur y sus afluentes: el Córvano, el Chivo, Guanábano y Caracol. También, los arroyos Las Lajas, los Güiros…, que sufrieron los temblores de la tierra, la catarsis del origen. Tomaron otros cauces y se descarrilaron por diferentes lugares, creando nuevos lechos. Los ríos corrían sempiternos, con una melodía de notas sinuosas, dibujando la solemnidad del día.
Seguro que las mañanas discurrían apacibles en las míticas montañas de Canta y Amainagua, y en todo el valle de Azua, el mar miraba los picos de la cordillera Central que parecían tetas que rozaban el cielo. A ratos se escuchaba el asombro de las aves en pleno vuelo, y en medio de sus melodías matutinas, anunciaban los milagros del sol al pintar de arcoíris el orbe. No había otro lugar en el planeta más apacible, donde la naturaleza expresaba su excelsa virginidad.
En el valle, las plantas habían reverdecido, los yagrumos crecían a la altura de los cielos, y la baitoa se presentaba erguida como si proclamara su cacicazgo desde lo alto. Se puede decir mucho de la caoba, del cedro y del pino, que poblaban las montañas y retenían las aguas en sus troncos para mojar la tierra las veinticuatro horas del día. No se podría omitir el árbol de peonía, con su semilla roja y negra, parecida a una piedra preciosa de esas que había en el viejo continente que, en estos lugares remotos, nadie conocía.
En esos tiempos, se jugaba batey con una pelota hecha de resina del caucho y fibras. Rebotaba en los cuerpos de los aborígenes y en cada contacto la emoción recorría un espacio vital de alegría e inocencia. En el juego, los taínos danzaban con la ternura del paisaje, con el verdor de la floresta y el canto de los pájaros en pleno estío. Por las noches, la vida se crecía en luna llena, a lo mejor los naboria la miraban con ese asombro que le iluminaba el sentido de mundos lejanos. Quizá por allá, se preparaba la fiesta de areito, donde se invocaría a Yucahuguama Maorocoti para pedir sanaciones y abundancia en las cosechas. Rogarían tal vez a Guabancex para que mandara lluvias en todo el valle porque había sequías y se perdían las cosechas.
Entre la pesca y la caza, la siembra y la cosecha, el mito y las leyendas, el naboria veía muchas lunas surcar el turey —como ellos les llamaban al cielo— con esa fuerza espiritual, salida de lo más recóndito de sus sentimientos.
Parecía que aquí pudo haber comenzado todo: los posibles primeros vestigios de pobladores en América, la huella del hombre sobre la naturaleza y el eslabón perdido del pasado milenario.
Ellos, todos desnudos, cargados de inocencia, como el agua que corre desde las norias, como el canto de las aves en las alturas de los árboles, saludando a una mañana recién nacida. Ellos mismos, con el alba prendida en el horizonte, los naborias, los que andaban en las canoas, atrapaban a los peces con las lanzas y los asaban al fuego para comerlos sin sal.
Y los antiguos pobladores dejaron sus huellas como testigos de su existencia en la llanura y las montañas, en horas aciagas. Ellos, con sus manos de artesanos, tomaron la cerámica y la convirtieron en maravilla; las piezas surgían con la imaginación primigenia de la vida y sus orígenes. Tomaron huesos, caracoles y lítica, donde cada latido primitivo se esparcía con un toque de tambor en todo el valle y retumbaba en los picachos, y nos hablaban de ellos con tanta propiedad…
Ellos, se metieron en las cavernas, a la cueva de los Indios y a la Tinaja, y plasmaron en los petroglifos todos sus mundos flotantes en su esencia primera, como si todo comenzara allí: los temores, el culto, la esperanza, las invocaciones, todo.
Los taínos dejaron en la isla Hispaniola o de Santo Domingo muestras de su arte rupestre. Lo hacían en cuevas, las cuales poseían un fuerte valor simbólico y mitológico. Tanto así que fray Ramón Pané relata en sus escritos y citado por cronistas e historiadores que los taínos habían provenido de una cueva, incluso cita el lugar donde estaba esa gruta. Refiere que en la isla había una provincia llamada Caonao donde existía una montaña llamada Canta y en ellas dos grutas: Cacibayagua y Amayauba.
La gente salió de Cacibayagua y se estableció en toda la isla. Ellos vivían en grutas, lo que nos indica el periodo histórico en el que se encontraban. El origen de esa leyenda debió provenir de miles de años atrás, antes de la llegada de los conquistadores españoles. Serían cazadores-recolectores. Vivían en grutas y, en el interior de las mismas, labraban figuras, entre ellas, caras antropomorfas. Ejemplo de este arte son Las caritas de los indios, ubicadas en el parque nacional isla Cabritos, frente al lago Enriquillo, antes de llegar a la Descubierta, provincia Independencia, en la hoy República Dominicana. Desde esas montañas, las caritas labradas como que miran al lago, ese espejo solar cuando amanece. Parece que los pobladores eligieron ese territorio estratégico para dominar el paisaje, que le servía de vigía y avistar cualquier embarcación que se acercara a la orilla. O quizá, era el lugar más cercano para comunicarse con sus dioses por medio de sus invocaciones.
En ese retablo de historias, mitos y leyendas, la voz de Azua retumba, con la emoción del origen.
Domingo 26 de enero de 2025
Publicación para Acento No. 135
Virgilio López Azuán en Acento.com.do