La primera vez que visité territorio bajo las leyes de Estados Unidos casi cumplía 12 años.
Había sido escogido junto a dos compañeros (Randal y Fredito) para participar con la selección nacional que competiría en la Serie Latinoamericana y del Caribe de Pequeñas Ligas, en San Juan, Puerto Rico, tras resultar campeón bate y slugger jugando para el equipo Alúmina, del que era mánager, en el primer torneo de Pequeñas Ligas de Pedernales, patrocinado por la minera estadounidense Alcoa Exploration Company, regenteada por Patrick N. Hudson.
Jugar para el poderoso equipo ganador de la capital, Piratas de Vivo, fue una experiencia memorable. Y alucinante la isla caribeña, estado libre asociado, a la vista de un niño nacido y criado en una provincia de la frontera sudoeste dominicana. Corría el año 1973.
Regresaría a ese país vecino muchos años después. Sería un fin de semana del muy caluroso junio de 1999. Ya ejercía como reportajista y cronista de una carrera periodística que había comenzado en 1988 en el diario Hoy, y de una locución radiofónica iniciada a finales de los años 70 del siglo pasado en mi pueblo natal.
Pero la frustración comenzó temprano.
El viaje sería de placer. Mi hija mayor quería montar el avión luego de recibir la visa estadounidense por cinco años.
Extranjero, nosotros decidimos
Durante los 45 minutos de vuelo desde el aeropuerto internacional Las Américas, en Santo Domingo, hasta el Luis Muñoz Marín, en la capital puertorriqueña, mi cerebro recreó con viveza inusitada las imágenes de aquellos días vibrantes de los juegos contra países amigos, como Panamá, Curazao, México y Puerto Rico, y la admiración especial de las boricuas, que –en cada juego- gritaban: ¡Adelante, RD!
Sentía como el primer día el agasajo en el simbólico coliseo Roberto Clemente; la estada en el piso diez del hotel Tanama, más el impresionante bufet para jugadores e invitados, y, minutos después, las fotografías grandes al pie de las paredes del lobby expresando en primer plano nuestras caritas de asombro detrás de los platos rebozados de alimentos…
Todas las ilusiones cambiaron, minutos después, al pasar por uno de los controles de Inmigración USA en esa terminal.
Pasó mi hija; pasó la madre. Detrás de ellas, iba yo, orondo. La agente mira la pantalla de la computadora, escudriña el pasaporte, me observa de arriba abajo con desprecio. Su cara no me parece de buenos amigos. Repite la acción.
Y yo, al explotar, respiro hondo, miro lejos. Mascullo: ¡Qué maldita vaina! Me enteré por un buen samaritano que madre e hija ya esperaban por mí fuera del aeropuerto.
Había leído muchas veces que en Estados Unidos hay democracia y, por tanto, uno puede reclamar derechos conculcados.
En ese momento triste entendía que me conculcaban el derecho a saber el porqué del ultraje y la actitud de silencio.
Sin darme respuesta, muchos menos orientarme sobre el destino de la familia que viajaban conmigo, la oficial mandó a llamar a un mastodonte vestido de azul, que llegó en un santiamén y me ordenó: ¡Acompáñeme!
Él me llevó hasta una sala donde había hombres y mujeres viajantes en la misma condición. La constante era la indiferencia oficial.
Como periodista al fin, creyendo que tenía derechos garantizados, pregunté y pregunté a uno de los agentes que vigilaban el “cuartico”. Lo hice sin temor, advirtiéndole, incluso, que la familia y yo estábamos en disposición regresar de inmediato hacia Santo Domingo, “si buscan un avión, porque hemos venido a gastar dinero aquí”. Él dio la espalda y se marchó callado.
Una hora después apareció un agente flaco y largo, vestido con el mismo uniforme. Tenía mi pasaporte en la mano izquierda.
Pensé: ¿con cuál nueva vendrá si nunca he tirado una piedra a nadie, ni tengo problema con Justicia, y lo único que he hecho es estudiar, jugar béisbol, hacer radio y periodismo?
El tipo ordenó ponerme de pie. ¿Tienes tatuaje o alguna cicatriz? ¡Arremánguese la camisa!
Dispuesto a cualquier cosa, le respondí: ¿Le parece a usted?
Volvió a preguntar: ¿Mide como seis pies de estatura?
Le contesté: “Creo”.
Me entregó el documento. E irónico, advirtió:
“Mire, señor, váyase, pero sepa que aquí, para nosotros, todo el que llega extranjero hasta que decidamos lo contrario. Estamos buscando a un dominicano que tiene sus mismas características”.
Y, sin disculpas, se marchó.
Durante dos días y medio conocí gente buena de aquella isla. Vi por primera los enrejados de negocios y viviendas, ahora de moda en RD; me contaron que eran para protegerse de la delincuencia. Supe por primera vez de los enfrentamientos descarnados, a tiro limpio, desde los frentes de los edificios, entre pandillas dirigidas por narcos. Sufrí la escena de los camiones-celda (perreras) estacionados en esquinas estratégicas del Barrio Obrero (el de los dominicanos), con las puertas abiertas de par en par. Me aseguraron que era para tirar inmigrantes indocumentados y deportarlos sin compasión. Y que eso era rutinario.
El otro viaje
Antes, entre diciembre 1993 y enero 1994 yo había estado en Japón cumpliendo con unos estudios intensivos de actualización resultado de un concurso hecho por la embajada de aquel país en RD.
Eran los días de la “guerrita” por la primacía de la televisión de alta definición. Estaba activo el pulso para que Japón usara vehículos americanos, los grandes, a cambio de USA permitir en su suelo su nueva tecnología televisual.
Al regreso del archipiélago asiático, otra escena azarosa me ocurrió en Inmigración del aeropuerto internacional John F. Kennedy (JFK), en Nueva York.
Había sobrevivido a temperaturas sin precedentes de 20 grados Celsius bajo cero. Por la nevada, en Japón y NY, se había retrasado el vuelo de regreso. Limpiaban la pista de aterrizaje, pero la naturaleza seguía manifestándose con fuerza. El frío seguía a mil.
Mi piel estaba quemada; a ratos sangraba en las piernas; mas, regresaba feliz en el jumbo de Japan Airlines, pese a que 14 horas a 34 mil pies de altura obligan pensar a cualquiera sobre lo volátil de la vida. El sol dominicano me esperaba.
De camino, el capitán de la tripulación anunció posible desvío hacia el Airport Newark. Luego, confirmó que había pista disponible en JFK. Y así fue. Aterrizaje sobre la pista resbalosa, sin mayores complicaciones.
Minutos después, cámara al hombro, estaba ya a cinco metros de la inspectora de Inmigración, en la fila, cuando, a mi derecha, de un grupo de hombres sentados en butacas, dos gritaron casi al unísono: ¡Dale, dominicano, una foto! Aún no sé cómo determinaron la nacionalidad.
El solo mirarles bastó para que la dama impetuosa ordenara a un agente sacarme de la fila. Él obedeció, raudo. Me quitó el pasaporte y me llevó al famoso “cuartico”.
El vuelo de enlace para Santo Domingo por American Airlines saldría en minutos. Apenas daba tiempo para el chequeo, si fluía rápido. No le importó. Ante mi queja, advirtió: “Tengo la facultad para anularle la visa ahora mismo, aunque un cónsul le haya dado mil años”.
Impotente, hube de apelar a ejecutivos de la línea aérea de Japón para el reclamo. Yo era becario y ellos habían coordinado viaje.
Cuando llegó la solución, era tarde. El avión había partido. Vinieron las excusas. Hubo oferta de mandar el equipaje vía Puerto Plata y yo esperar la eventualidad de que se quedara algún pasajero desmotivado por la nevada activa.
Las pistas del JKF lucían plateadas a las 11 de la noche de aquel día. Los obreros removían la nieve. El desencanto, mezclado con el hastío del viaje, me arruinaba la existencia.
He vuelto otras veces al gran país de Norteamérica para cumplir agendas académicas. Me he convencido del supra poder que poseen los agentes de Inmigración y la determinación para el cumplimiento de las leyes migratorias. Su celo es extremo. Más si se trata de mulatos caribeños.