“Uno es dueño de lo que calla y esclavo de lo que habla". (Sigmund Freud)
Todas las mañanas el viejo preparaba las piedras para lanzarlas contra los gatos que maullaban sobre el techo de su casa. Dispuesto al último lanzamiento, notó que las agujas en su reloj de pulsera se detuvieron; controlar el tiempo era imprescindible. Al observar el reloj reconoció cinco figuritas en forma de gatos, creyó que estaba loco. Se dirigió hacia la nevera a tomar un poco de agua para calmarse, pero encontró allí dentro, dos gatos que se disponían a comer su salami artesanal.
Para salir de dudas, subió al ático, quería comprobar si los gatos seguían allí. Veinte siluetas confirmaron su sospecha. Sintió mareos e intentó bajar las escaleras, no pudo. Su mirada quedó clavada en las de los gatos, que reflejaban como espejos la imagen del viejo, a quien el mundo se le vino encima y el regreso hasta la escalera se le hizo eterno.
Escuchó la voz de su hija: “Papá, ya vámonos, se hace tarde”. Gatos, maullidos y tinnitus, desaparecieron.
De regreso a la cocina abrió otra vez la nevera. Observó un jarrón con agua y su salami algo roído. Su mente se desvaneció por uno segundos.
“¡Papá, ven!”, la voz sonó un tanto molesta; lo sacó de su trance.
Cerró el refrigerador convencido de que los gatos no se habían marchado. No se atrevió a compartir lo que había visto. Tuvo miedo. Recordó la conversación que su hermana y su hija tuvieron. Las escuchó decir que él estaba loco, por lo que hablarle de algo semejante, era un pase seguro al manicomio.
“Mi hija, ¿te has dado cuenta que todas las mañanas me pongo frente a la casa y les lanzo piedras a unos gatos que maúllan sobre el techo?”
“Claro papá y te peleo por ello. Te he dicho un millón de veces que no hay gatos ahí. Después que maté ese gato en la Autopista Duarte, te has quedado con la idea de que hay gatos aquí. Un día convulsionaste y antes de hacerlo, tus palabras fueron que miles de ojitos de gatos te asfixiaban. ¡Debes superarlo! Fue un accidente. ¡Ya basta por favor!”
“¿Cómo me puedes decir que esos gatos no existen? ¡Por Dios!, a veces cuando no encuentro piedras, les tiro tierra, pero termino ciego. Deberías subir al ático y verlos por ti misma. Créeme, por favor”.
Su hija no respondió, solo se dispuso a esperarlo en la puerta.
El viejo miró hacia la ventana, un tsunami de gatos se aproximaba. Empezó a temblar. Mientras veía llegar el tsunami, recordó a su esposa muerta, miró su piel colgante y a su hija que aun esperaba en la puerta.
“Vete sola”, esas fueron sus últimas palabras.