¿En qué estado emocional trabajó el gran artista de la prehistoria en Altamira, España, que pintó bisontes, toros, cabras y otros animales, resulta difícil de establecer veinte mil años después, con unos matices de un rojo llamativo y una fuerza expresiva y movimiento no menos asombroso?

De esta pintura rupestre increíblemente realista diría Picasso: “después de Altamira, todo es decadente” para significar el grado de pureza, la certidumbre y la  gran calidad artística prevaleciente en las figuras que trascienden la temporalidad. (La historicidad y la ciencia y el razonamiento sistemático como tal son acontecimientos recientes. Pero la mente humana tiene millones de años, recordémoslo. De ahí que haya un pasado asombroso y que no todo pretérito  sea “primitivo” por ser antiguo, el arte por ejemplo. Lo de Altamira, dada la modernidad de sus trazos, parece haber sido hecho ayer.

Al mismo tiempo, muestran la trascendencia del arte por encima de las creencias religiosas, las posiciones políticas, las fluctuaciones históricas, los cambios en las lenguas y la idea misma del arte.

Hay que tomar en cuenta que Altamira sucede decenas de miles de años antes del lenguaje moderno o pre moderno. El habla era todavía casi de gruñidos.

Pero este artista, lleno de estupefacción por la grandeza y complejidad de la naturaleza, sabía bien, con sentido racional, lo que gestaba con su obra realizada en medio de la oscuridad de una caverna, alumbrado y solo, con algún leño encendido, vibrante de creatividad como un pequeño dios solitario, un pantocrátor inigualable. Y bien, toca ahora intentar lo imprevisible, lo que da pie al inicio del presente escrito: el posible estadio de ánimo del creador de Altamira.

Era posiblemente un chamán, poseso, bajo estado de algún estimulante que le permitiera a su mente abrirse a la creación, en plena libertad sin una élite crítica de por medio que le hiciera reparos sobre posibles fallos creativos, líneas “erradas” u otras necedades adicionales propias de creadores fracasados.

No era propiamente un “artista”, sino un invocante de las fuerzas naturales para que le dieran a su clan una buena cacería, un buen parto de las criaturas que le rodeaban, que deben haber sido muchas dado que le inspiraban completamente.

Era el lazo comunicante, el mediador  entre el orden previsible y el invisible, el de este mundo y el del “otro,” lo cual indica que no era un ser común sino alguien al que se debía respeto, un gran respeto, como lo que sería un oficiante, un sacerdote verdadero que no buscaba sino lo trascendente frente a lo efímero y falible del mundo.(Por cierto que nuestro Yoryi Morel realizó unas obras, como réplica, en cuevas del municipio dominicano de Altamira, cuya ubicación exacta nos resulta desconocida. De ellas hay fotografías, realizadas por el artista Natalio (Apeco) Puras Penzo).