De aquellos domingos, aquellas tardes dominicales en que Félix y yo nos reuníamos con Norberto a tomar cerveza, ya solo queda el recuerdo, apenas un recuerdo vaporoso. Norberto jugaba con sus hijas Ruth y Malva, bromeaba con su esposa, ponía música, hablábamos y tomábamos cerveza. Molinaza vivía en el cuarto piso y asistía a las reuniones. Pero Norberto se iría pronto para Boston y nunca más regresaría por mucho tiempo al país.
A veces, siempre en domingo, venía a buscarnos en horas de la mañana en su flamante LADA para salir a patrullar. Es decir, patrullar en el el sentido que Norberto confería al término. Recorrer la ciudad, que era un encanto, ir de aquí para allá sin rumbo fijo. Coger la carretera del sur en dirección al puente Lucas Díaz. Comprar pescado fresco, chillo fresco, a unos cuantos pesos la libra. El menú de la tarde. Quizás pescado con coco y cerveza fría, bien fría. Una caja de veinticuatro cervezas pequeñas a doce pesos la caja.
Lo que pretendo ahora es decir algo o decir todo de Norberto con palabras de Norberto. Decir quizás Norberto con la voz de Norberto. Todavía en esa época —y creo que para toda la vida— Norberto seguía siendo el mismo que hablaba a veces de un tiempo que no conoció, un tiempo en que la caña, los millones y su provincia de nombre indígena, de salobre y húmedo apellido, tenían música propia y desde los más remotos lugares llegaban los danzantes.
Era el muchacho que soñaba con aquellas muchachas más o menos etéreas a las que había sentido llegar con su lento acopio de luz. Muchachas cargadas de alegrías que quiso compartir y no pudo porque ignoraba quizás la brevedad de esos seres en su tiempo. No podía dar más que amor, la limpia timidez que desde niño lo acompañaba. ¿Qué otra cosa podía dar, en el fondo, un triste muchacho sin paz que no fuera su heredada calma y su duro silencio de batey en tiempo muerto?
¿Sería alguna de esas muchachas la colegiala del amor breve que no supo buscar a tiempo? Aquella que no olvida, de la que no puede olvidar el rastro de las manos, las huellas de la boca, el níveo paisaje de los senos obstinados, desafiantes.
¿Cómo podría olvidar la fibra de esos dedos, si a cada paso se las sugiere esta yedra indomable en el pálido recuerdo que permuta su verdor por la sangre reseca de los ladrillos? Un recuerdo que sigue adherido a la memoria, como la sombra al cuerpo, como el vaivén a la ola.
Bebíamos cerveza a raudales en aquellas tardes de domingo. Norberto hablaba, sonreía, Félix contaba historias de su estadía en Cuba. De la vez que una novia lo sorprendió a Norberto, embelesado, mirándole el trasero a una estudiante mientras formaba fila para entrar al comedor universitario. El desenlace casi fatal. El golpe inesperado detrás de la oreja. La cara de yo no fui. Qué culpa tengo… Se le habían ido los ojos detrás de la agraciada, la culpa era de los ojos que tienen vida propia.
Lo cierto es que, a pesar de todo, aún no se ha escrito la historia de su congoja. Su viejo dolor unido al nuestro. Nació en el ingenio azucarero y pasó la infancia sin libros, sin bicicleta, persiguiendo la poesía que a su vez lo perseguía a él, la poesía de los días, de la vida, de la dura infancia que tuvo y solo pudo plasmar en difusos colores de lápices ajenos. Todo entonces le era ajeno, con excepción de la poesía que lo invadió. Los niños de su entorno nunca tuvieron tiempo para asir entre sus dedos los múltiples colores de las mariposas o atar en la mirada los paisajes del archipiélago. Conocer el canto húmedo de los ríos.
Los frutos de su ingenio, en el amplio sentido del término, son agridulces, tiernos, amargamente tiernos. Pero Norberto no se quedó como tantos otros atrapado por el raíl ondulante y frío. Siempre recordaría, sin embargo, se llevaría en la sangre el polvoriento barrio de la provincia aldeana cayéndose sin ruido. El decrépito barrio cayéndose sin ruido.
Después partió para Boston, de donde no regresaría. Se quedó allí ejerciendo la docencia y la poesía. Pero su signo fue siempre el desarraigo. Así, sin perro ni residencia fija, en el débil rumor de los días en que sobrevivió al peso de sí mismo, anclado en ese otro que lo empujaba a ramonear el árbol del tiempo. Quizás el tiempo en los deliciosos zaguanes de Ciudad Nueva o del Vedado, allí donde se perciben restos de diálogos a medias, conversaciones truncas o por elaborar, risas no acontecidas, planes por establecer, el presentimiento de un atardecer que asoma su húmedo y frío hocico, con pronóstico de nieve, por las breves aceras de Beechwood Road donde divagaba alguna vez, desandando en el pensamiento los restos de la tarde… Desandando en el pensamiento los restos de la tarde.
Siempre se negaría a volver la mirada, destruir sus tambores, impugnar a sus dioses, ignorar sus colores. Si a su memoria erigieran monumento alguno, preferiría que fuera dolmen al amor que profesó, no obelisco a la desidia o al desamor.
Ya ni siquiera recuerdo bien el lugar de aquellas tardes, el apartamento de aquel edificio en que Félix y yo y Molinaza nos reuníamos con Norberto a tomar cerveza los domingos.
Norberto lo sabía, lo dijo a tiempo, sabía que más temprano que tarde, en la memoria, habría de asumir la forma pura de un soberano temblor, se recompondría en las agotadas provincias de la memoria. Más temprano que tarde, lo palpable que era, ineluctablemente se tornaría memoria, mentida espuma en vaivén, simple recuerdo, aunque a pesar de todo seguirían importándole los callejones, el maíz tierno, un buen trago, un paseo por Juan Dolio… Un paseo por Juan Dolio, por ejemplo.
Pasó una eternidad, un breve destello. Uno a uno han silenciado los perros. Una a una se le han apagado las lámparas, amargas lámparas que rodearon su fructífera existencia. Levantan vuelo sus humildes palabras, pero ya no le alcanzan las sales del viento. Ya no le alcanzan los continuos dolores que aquí permanecen. Ahora Norberto ha descendido. Ahora se escapa…