Particularmente, le temo a las altas expectativas. Son, por lo general, una receta casi infalible para la decepción. Me sucede con todo: las películas, los libros, la gente. Mientras más grandes las expectativas, mayores las posibilidades de que el asunto no las llene. De hecho, tengo esta íntima teoría de que son ilógicas. Es decir, ¿no es ilógico esperar que cierta cosa sea “mejor” que otra anterior, o “tan buena” como tal o cual, solo porque fueron creadas por la misma persona?

Si usted, amigo lector, es como la mayoría, debe estar pensando que mi teoría no es muy lúcida: ¡Claro que si alguien escribe un buen libro es lógico esperar que el próximo sea mejor o, al menos, igual de bueno, que el primero! Bien, cada cabeza es un mundo y en este mundo mío, al menos en teoría, prefiero creer que un libro posterior no debe ser mejor que el anterior… solo diferente. (¿Qué es “ser mejor”?).

Pero, vamos, que la práctica es otra cosa y ni yo me salvo de crearme expectativas de algo basado en algo anterior. Por eso llegué hasta Bestezuelas con el corazón acelerao y los dedos cruzados: habiendo leído y disfrutado Caléndula y Aquí hubo una mujer, pues era difícil no temer que Kianny N. Antigua no pudiera emular o superar dichas obras. Es que son dos obras excelentes. En buen dominicano: “¡dos malditas piezas!”.

Los tres primeros cuentos me dijeron: esta es Kianny en lo suyo, en su elemento, pero también es Kianny con toque experimental, muy interesante e inteligente, Kianny con un “way” periodístico, metida en “lo social” de una forma más directa que de costumbre. Chulos, pero no “alta-expectativa-Kianny” todavía.

[Imagínese aquí mi breve exasperación, la asfixia del admirador]

Entonces llegó “Expulsados del paraíso”. (Me sonrío. Me siento sonreír con alivio). Y este huele a otra cosa. Ya este cuento es preámbulo de lo que se aproxima, de lo que es capaz una mujer que posee las herramientas vitales para la literatura. Como lector/hombre siento un desgarro. Una cachetada. Este es un cuento de amor len-ta-men-te-jo-dién-do-se. Este es un cuento para mentarle la mai a los hombres y gritarles a las mujeres: “¡Abre los ojos, estúpida, quiérete!”.

Me brinco uno para llegar a, tal vez, solo tal vez, mi favorito (es difícil elegir uno, lo juro. Podría ser el segundo, tal vez. ¡Diablo!): “Activados e ilustres”. La denuncia de nuestra clase. Me río porque así he bautizado este cuento de dos eruditos, conocedores, escritores, ricos de letras y libros, superiores, que se sientan en un colmadón a filosofar, con aquellos aires, con aquellas ínfulas, con aquella insufrible arrogancia del que no entiende del todo que el conocimiento sin aplicación útil deja el mismo beneficio que (esta frase es de Dante) “la espuma en la ola o el humo en el viento”. Y ahí se les sienta fulano, que no se ha leído un libro entero en su vida entera, que no sabe quién es Vallejo, que se ríe como un loco y mira a los escritores con respeto, aunque estos lo “quieran aquerosiar”. El final, pues, es la lección. ¡Qué familiar toda esta sutil dramaturgia! Kianny conoce bien, y lo demuestra, las menudas miserias de su entorno. Yo, no exento de pecado, me quedé asintiendo, como si viera en un espejo la versión más vanidosa de mí. Otra cachetada.

“La literatura no tiene dueño, Miguel. Toda ella se deja pertenecer a quien se atreva a abrir el libro”. (“Activados e ilustres”, pág. 47).

Sigo leyendo y sonriendo. Llego a ”Ópera prima” y asiento más de lo que quisiera. Es que vi a todas las escritoras y escritores que conozco. Es que todos hemos vivido una versión de este episodio. Todos hemos salido ilesos. Sí, ilesos, porque, a pesar de las vicisitudes y los evidentes fracasos, ¿no seguimos aquí? ¿No seguimos escribiendo? Es un agrado saber que existe esta capacidad de describir con fluidez y frescura algo tan intangible como la “rara inocencia” de un adulto. Esta frase la entenderán cuando lean este cuento.

Aquí llegamos más o menos a la mitad del libro y me parece imposible que, entre dieciocho cuentos, diez, no tres o cuatro, ¡diez! Puedan barajarse el puesto muy personal de “mejor”. De aquí en adelante, e incluyendo a “Activados e ilustres”, todo es crema y nata, todo es “léete esta vaina, papá”, todo es “¡Diablo, qué maldito cuento!”.

“Timberland”, “Ratas”, “Con un nudo en la garganta”, “Desde que empecé”, “Mamá”, “Y hubo autopistas al sur”, “Detrás de la cortina” van desfilando, van como en una pasarela literaria de alta costura narrativa (Kiavenchy, Antigucci), todo con sabor insular/aquí-allá-esco, todo con sensación de barrio, de sala, de aposento, de sexo temprano y tardío, y delicioso y vedado, de utópico y terriblemente forzado; todo con una precisión vocabularia que asombra: “A los rayos del sol les dio trabajo transgredir la arboleda que rodeaba la terraza” (“Como la primera vez”, pág.77), con el difícil dominio del humor, con el necesario uso del lenguaje cotidiano que colorea los personajes, con rítmico experimento y, a la vez, conocida ejecución técnica, pero, además, con un acertado auto-permiso poético que tanto deslumbra como enternece:

“así que era cosa de sus manos sol, que el mundo saliera para el resto de nosotros”. (“Mamá”, pág. 89).

En cada uno de estos cuentos, la autora logra lo que yo podría considerar la esencia del contar: la conexión entre el lector y lo que lee. Quienes leemos nos hemos encontrado con ejemplos (muchos) de ficción corta que cumplen con los requisitos del buen narrar, cuyos escritores han comprendido, aprendido, y utilizado las técnicas y teorías necesarias para la construcción de un buen cuento. Sin embargo, aun cuando nos damos cuenta de la calidad de dicha lectura, se nos hace difícil, por no decir imposible, conectar con ella. No nos identificamos con lo leído porque la literatura es mucho más que seguir reglas técnicas y teorías, mucho más que emular y “llevarse de los que saben”, más que leer clásicos y citarlos cuarenta veces en cada conversación. La literatura requiere en un alto porcentaje la capacidad que tiene Kianny de humanizar los personajes, de “aterrizarlos”, de mostrarlos tal y como son, para que el lector, al leerlos, los vea. Leer el personaje y sus circunstancias no es suficiente para alcanzar la vital conexión que hace de un cuento una experiencia literaria extraordinaria. Hace falta ‘ver’ al personaje, ‘vivir’ con él o ella sus experiencias, ‘mirar a través de sus ojos’ las complicaciones y/o conflictos que enfrenta; e incluso ‘saberse’ jodido cuando los dioses de la narrativa deciden, por encima de quien escribe, que el personaje (y el lector) se va a joder. Esta capacidad puede que no tenga nombre propio, pero Kianny Antigua la posee. A lo mejor la podemos incluir dentro del espectro vasto de ‘talento’. Lo cierto es que mientras leía “Con un nudo en la garganta”, por ejemplo, esa mujer era yo: y volví a escuchar cada letra de Niebla de riachuelo, y me devolví al barrio, pero también a Nueva York, a las expectativas de los de aquí y los de allá, al incesante taladreo ideológico de quienes nos rodean, a lo que dejamos a medias creyendo que lo encontraríamos igual, a la gente… Quizás sea eso lo que hace un cuento “mejor” que otro, de lo que está compuesta la materia de la buena literatura.

No puedo concluir sin resaltar el recurso que también señalara el escritor Edwin Castillo en otra apreciación de esta obra: el del “final abierto”, utilizado en algunos de los cuentos, tales como “Ratas” y “Desde que empecé”. No es nuevo, pero no es cosa de todos los días hallarse con un uso tan acertado del mismo, dejarle esa tarea al lector, no darle la vaina en cucharita. En fin, que estas bestezuelas han llenado con creces mis expectativas y abren un sendero aún más amplio en cuanto a qué esperar de Kianny N. Antigua en el futuro.

Solo queda darle las gracias a la autora por su oficio. Lecturas como esta continúan con la tradición del buen cuento dominicano.

Edgar Smith

Febrero, 2022