Si las relaciones entre la ética y la estética ocupan el primer rango de las preocupaciones de los autores acerca de sus propias obras a lo largo de toda la segunda mitad del siglo XIX es porque esa fue la consecuencia inmediata del modelo social y cultural que impuso la reina Victoria en Inglaterra entre 1837 y 1901, razón por la cual se conoce a este período como la época victoriana.
El hecho de que este período coincidiera con el proceso que llevó a Inglaterra a tomar la delantera en áreas como el desarrollo industrial y la ampliación de su dominio imperial tuvo un papel determinante sobre la rapidez con que el mismo fue aceptado y adoptado por la burguesía de los demás países del mundo.
Este fue el caso de la burguesía francesa a partir del golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851 dado en París, proceso que llevó al trono a Louis Napoleón sobre las ruinas del antiguo modelo republicano creado por la Revolución de 1789. Dicho modelo social consistió básicamente en un sistema enteramente construido sobre la base de valores como el extremismo moralista, los prejuicios étnicos y de clase, la disciplina y el culto al trabajo.
En ese sistema de valores, los hombres dominaban tanto la escena de la vida privada como la de los espacios públicos, mientras que las mujeres eran estrictamente relegadas al espacio doméstico con un estatus de sometimiento respecto al hombre y la obligación de cuidar a sus hijos y al hogar. El principal contenido ideológico que sustentó este cambio de mentalidad fue la filosofía positivista (Darwin, Bentham y Stuart Mill en Inglaterra; Comte, Guyau y Taine, en Francia; Spencer y Dühring en Alemania, etc.).
En literatura, en cambio, la época victoriana coincidió con el abandono de la subjetividad romántica y la adopción de los cánones de la vertiente literaria del realismo, corriente que alcanzó un notable desarrollo a partir de la década de 1830 y hasta el final del siglo XIX.
No es casualidad que varios de los grandes procesos que intentaron controlar la libertad de expresión de los escritores durante el siglo XIX hayan tenido a la moral como telón de fondo: desde los juicios incoados en Francia contra Charles Baudelaire por la publicación de Las flores del mal (1857), contra Gustave Flaubert por la publicación de Madame Bovary (también en 1857), hasta el que tuvo por centro el escándalo por homosexualidad que llevó a Oscar Wilde a cumplir dos años de prisión en 1895.
En el caso de España, sin embargo, la situación era muy distinta. Como lo sugirió Federico Álvarez en 1968: “En la península faltaban factores decisivos para fundamentar sólidamente el movimiento romántico […] Las fuerzas burguesas españolas no habían podido imponerse y ni siquiera habían logrado afirmar el desarrollo burgués mediante el compromiso con la aristocracia feudal”.
Este hecho, junto con el rancio espíritu conservador propio de la mentalidad hispánica, determinó que la reacción romántica no presentara en ese país, ni siquiera en Cataluña, las mismas manifestaciones que se hicieron notorias en las demás naciones del entorno europeo.
Esa fue la razón por la que, en la mayoría de nuestros países hispanoamericanos, el romanticismo solamente pudo desarrollarse de manera tardía, imperfecta e incompleta luego de sellarse definitivamente la consciencia nacional, lo cual, en el caso dominicano, ocurrió en 1875, según Pedro Henríquez Ureña, y prácticamente recién nacido, corrió a confundirse con el impulso modernista, que le hizo tomar otro rumbo, otras fuentes de inspiración y otros referentes.
Entre un proceso y otro, sin embargo, muchos otros autores, y en especial mujeres como la francesa Georges Sand (pseudónimo de Aurore Lucile Dupin, 1804-1876), la española Emilia Pardo Bazán (1851-1921), introductora del naturalismo en España y precursora de la defensa de los derechos de las mujeres y el feminismo en ese país, o la catalana Víctor Catalá (pseudónimo de Caterina Albert, 1869-1966), autora, entre muchas otras obras, de un monólogo titulado La infanticida con el cual obtuvo un premio en los Juegos Florales de Olot de 1898 aunque, debido a su tema y al lenguaje en que estaba escrito, suscitó un escándalo mayúsculo cuando se supo que detrás del pseudónimo masculino se escondía una mujer.
Se observará también que casi todas las versiones del realismo literario que se desarrollaron en Latinoamérica, desde el costumbrismo hasta el realismo social, pasando por el llamado realismo “telúrico”, el realismo “histórico” e incluso el “criollismo” guardan relación con los distintos formatos que asumió el realismo francés.
El hecho de que, en nuestro subcontinente, el proceso de aclimatación del realismo haya acompañado el tortuoso tránsito de la antigua condición colonial al surgimiento y posterior establecimiento de nuestras repúblicas independientes permite afirmar que, también entre nosotros, existe un fuerte vínculo que relaciona el surgimiento del realismo con el espíritu burgués.
De hecho, sin tomar consciencia de la existencia de este vínculo, resultaría imposible hacerse una idea de la importancia que reviste la narrativa de Amelia Francasci para la historia de la literatura dominicana.
Es esta la verdadera causa de la equivocación que afecta a todos aquellos que se han limitado a señalar como un problema el “exotismo” e incluso el “romanticismo” de las novelas de Amelia Francasci, sin detenerse a observar que aquello que ven no es otra cosa que realismo semiológico.
Fueron los mismos contemporáneos de la Francasci los primeros en acusarla de ser una narradora “extranjerizante” y “poco nacionalista”, tal vez movidos a ello por el enorme éxito que obtuvo su primera novela Madre culpable tanto en el país como en el extranjero. No pocos le criticaron, en efecto, que haya ubicado la acción de su novela Madre culpable en Madrid, ciudad a la que ella nunca había visitado.
Ahora bien, lo verdaderamente curioso es que ninguno de sus detractores parece haberse percatado de que esa novela la escribió una mujer dominicana nacida en una familia de origen canario y de ascendencia judía sefardí que, según su propia declaración, había nacido en Puerto Rico en 1850, se había criado en Santo Domingo, se había educado en Curazao y que, para colmo, contaba ya 10 años de edad cuando el país fue anexado a España por Pedro Santana.
Nadie parece haber comprendido, en efecto, lo que hay en esas novelas de experiencia, en el sentido que Walter Benjamin le da a este término y en el sentido en que la misma autora lo afirmará enérgicamente en su plaquette de 1901 titulada Recuerdos e impresiones. Historia de una novela.
En pareja con esa condena por “exotismo” corre el intento de confinar a la Francasci en las filas del romanticismo… ¡en 1893!, es decir, el año en que se publicó Madre culpable.
En la actualidad, cuando el gusto literario ya no se arredra ante ningún tipo de anacronismo, es posible escribir sonetos y décimas y seguir por ahí tan pancho alardeando de “escritor”. Sin embargo, quienes quieran enterarse de cuál era el verdadero trasfondo de esa acusación de “romántica” a la Francasci solo tienen que leer lo que ella misma escribe acerca de ese tema en Monseñor Meriño íntimo, contradiciendo incluso lo que ella misma parece afirmar en otros lugares de ese mismo texto.
A los fines de esclarecer este aspecto, vale la pena señalar que no solamente la Francasci rechazó (no sin ambigüedad, cierto, pero sí de manera explícita) en varias ocasiones que su obra quedara etiquetada dentro del romanticismo, sino que incluso varios de los lectores más calificados de su época mostraron reservas a la hora de catalogar o no la novela Madre culpable en la órbita de influencia del romanticismo.
Uno de los más lúcidos fue el poeta Rafael Alfredo Deligne, quien en sus argumentos dio muestras de poseer un instrumental crítico mucho más eficiente que el de la simple opinión personal al señalarle a la Francasci que su novela no se apega del todo a los cánones estilísticos que permitían reconocer las obras propias del llamado “sentimentalismo” romántico, e incluso, consciente de que el naturalismo de Émile Zola era, en la época en que escribía, la tendencia más en boga en toda Europa, se permite sugerir la posibilidad de que la Francasci haya buscado disimular “su perfil de autora”, es decir, su estrategia, “a la manera de ciertos noveladores naturalistas”.
Una de las supersticiones literarias (cf. Paul Valéry) más difíciles de eliminar es la creencia de que todas las obras están destinadas a encajar en alguna de las “etiquetas” que supuestamente les preceden. Esta ha sido, por supuesto, una creencia común a todas las personas que, en cualquier época, han asumido y asumen la literatura desde una perspectiva “cultural”, como se diría hoy.
Contra esa superstición, se impone la necesidad de una nueva lectura de las obras de la Francasci. Para ello, claro está, haría falta primero reeditarla en condiciones óptimas. Hace unos meses, el Archivo General de la Nación reeditó su Monseñor Meriño íntimo. En 2015, por su parte, en un esfuerzo digno de encomio y con las inevitables limitaciones de toda empresa individual, aunque no por ello menos valiosa, Miguel D. Mena, director de Ediciones Cielonaranja, dio a la luz un tomo titulado Amelia Francasci. Obras: Francisca Martinoff (Drama íntimo). Recuerdos e impresiones. Historia de una novela (Santo Domingo-Berlín: Ediciones Cielonaranja).
Aunque importantes, esas publicaciones no bastan para permitir el redescubrimiento de la obra narrativa de Amelia Francasci.
Es de esperar, pues, que esos tres demonios que son la Desidia, la Negligencia y la Indiferencia, únicos encargados de custodiar hasta ahora el patrimonio literario dominicano, puedan, al menos en el caso de la Francasci, ser obligados a retroceder para permitir a las generaciones contemporáneas entrar en contacto con una de las escritoras dominicanas más auténticas e impresionantes del período de transición del siglo XIX al XX.