En cada época y en todos los países siempre ha habido y habrá personas conscientes de que no es lo mismo jugar a la literatura que asumir los riesgos implícitos en toda práctica consciente de la escritura literaria.

En ese sentido, si hay una idea que debe quedar clara es que Amelia Francasci no solamente fue una escritora auténtica, sino que su situación personal en el contexto particular de la transición cultural que vivió el país entre 1890 y 1924 solamente resulta comprensible si se tiene en cuenta la serie de campos de fuerza que constituían cada uno de los contextos que hacían de ella una mujer casada, culta, inteligente, sensible, creativa y dotada de una idea utópica –por lo anacrónica– de la nación dominicana, según la cual, las decisiones políticas eran una prolongación de la dimensión espiritual de las personas.

Y sobre todo, debe quedar muy claramente establecida en la mente del lector la idea de que, en Amelia Francasci, la escritura constituyó precisamente el elemento común entre todos esos contextos, de tal manera que su obra literaria, tantas veces acusada de “exótica”, de “sentimentalista” o simplemente de “romántica”, emanaba precisamente de la fusión de todos y cada uno de los aspectos que acabo de enumerar.

Todo parece indicar, en efecto, que desde 1880 y probablemente desde antes, lo único que podría otorgarle a cualquier proyecto literario que pareciera orientado a conectar el Hacer cultural dominicano con cualquier aspecto de la tradición europea es la existencia de vínculos ostensibles entre los agentes productores de ese tipo de proyectos y los sectores hegemónicos tradicionales (oligarquía agrícola-ganadera e Iglesia, exclusivamente).

Pero hay algo más. Entre nosotros, en efecto, ha sido y sigue siendo la persona del autor la que ha operado como garante de la validez de los discursos literarios más o menos eurófilos en la escena sociocultural.

Piénsese, si no, en la línea –delgada, pero existente– que uniría en un mismo corpus a autores tan disímiles y distantes como Tulio Manuel Cestero, Amelia Francasci, Vigil Díaz y Julio Vega Batlle, para solo citar algunos ejemplos, y se comprenderá que el problema aquí no es Europa, sino cualquier otra versión de Europa que no sea España. Dicho de otro modo, en el campo de la ideología, España ha sido y seguirá siendo por mucho tiempo la excusa nacional para cualquier proyecto literario de tipo eurófilo.

Los autores deben comprender esto a tiempo, so pena de convertirse en víctimas de su propio aura de inorganicidad y quedar irremediablemente obliterados por falta de credibilidad (lo cual no es, ni por asomo, lo mismo que falta de verosimilitud).

Y como si esto fuera poco, durante el período precitado, no solamente se recrudece en la República Dominicana el vigor de la serie de controles que conducirán posteriormente a forzar la alineación de los distintos sectores afines con el creciente auge intervencionista de los Estados Unidos en toda la región del Caribe, sino que al mismo tiempo, como resultado de la falta de instrucción pública, en el país se amortigua y se frena sintomáticamente a partir de entonces la influencia de los dos movimientos de ideas que propugnaban por la creación de un frente ideológico para oponerse a la ingente nordomanía, es decir el arielismo y su expresión literaria, al menos en su primera parte, o sea, el modernismo.

Esto último no deja de llamar la atención si se recuerda la extraña oposición al modernismo que interpusieron los poetas del postumismo, fundado, como se sabe, en 1921, es decir, cuando ya se había consolidado el poder militar y el control financiero de los EE.UU. sobre el país.

Como se ve, el “exotismo” de las novelas de Amelia Francasci suscita, por una parte, un problema simultáneamente literario e ideológico, en función de la representación que, en ambos casos, queda implícita.

Y claro, como este problema existirá mientras en el mundo siga habiendo personas que confundan el realismo semiológico y el realismo ideológico, nunca faltarán quienes se rasguen las vestiduras como nuevos fariseos ante la menor muestra de libertad imaginaria, algo que le sobraba a Amelia Francasci.

Ahora bien, esa es precisamente una de las razones por las que resulta indispensable tener en cuenta el contexto histórico-político en que escribió la Francasci para hacerse una idea de las implicaciones que tenía en 1894, es decir a 50 años de la Independencia nacional y a 29 de la Restauración, la publicación de una novela como Madre culpable.

En ese sentido, vale la pena señalar que, en 1894, hacía ya doce años que el arzobispo Meriño había abandonado la presidencia de la República luego de completar un período de gobierno de dos años, lo cual lo diferenció de todos sus predecesores, ya que todos aquellos que le habían antecedido en la presidencia del país después de la Restauración habían sido forzados a renunciar o habían sido derrocados.

En 1885, había sido consagrado Arzobispo Metropolitano de Santo Domingo y en esa calidad, conservaba una parte de su liderazgo, aunque bastante mermado, es cierto, por las nefastas consecuencias que tuvieron los repetidos turnos presidenciales de su antiguo Ministro de Interior y Policía: Ulises Heureaux.

Es, pues, un Meriño que hacía vida pública como pastor de los creyentes el que se convertirá, no solamente en confesor y amigo de la Francasci, como ya se ha dicho, sino también en su lector ad hoc, su corrector y su objetor de consciencia durante el prolongado lapso que le tomó a la autora entregar a la imprenta una primera versión de esta novela que ya había aparecido publicada por entregas, en forma de folletín, en las páginas de El Eco de la Opinión, el periódico que dirigía el amigo común de Meriño y de la Francasci, Francisco Gregorio Billini.

Por lo demás, durante toda la década de 1890, continuaron prevaleciendo en el país las mismas condiciones creadas durante los ocho años de gobierno de Lilís: escasez de dinero, crisis financiera, presiones sobre la balanza de pagos, conspiraciones, golpes de Estado… Incluso desde el punto de vista ideológico, como se ha dicho, la situación continuará imperturbable hasta los primeros años de la década de 1910. Según lo que ella misma confiesa en Monseñor Meriño íntimo, el año de 1901 encontrará a la Francasci fraguando planes que encajan en la lógica del liberalismo.

Al reflexionar acerca de este momento de su vida, la Francasci no olvida señalar que: “Estuve a la moda, sin dejarme ver sino del que me buscaba en mis habitaciones”. Fue sin duda este retraimiento respecto a la realidad exterior la causa de que no se percatara de que su idea de convencer a su amigo el novelista Pierre Loti de que se entrevistara con el millonario y filántropo estadounidense Mr. Andrew Carnegie con el propósito que le recomendara invertir en su proyecto de recuperar las finanzas del país era una soberana tontería, como seguramente lo comprendió Loti, ya que este último no vaciló en “partir inmediatamente para las aguas del Japón, con el buque de su comando, para estacionarse allí por largo tiempo”.

Dicho esto, resulta necesario recordar que, entre todas las cosas que no es el libro que la Francasci intituló Monseñor Meriño íntimo, el primer lugar le corresponde a la supuesta condición de biografía del padre Meriño que muchos le imputan erróneamente, y el segundo a la de “su correspondencia epistolar con el Padre Meriño” que le atribuye de una manera no menos errónea Rufino Martínez.

La intención de este libro se encuentra exactamente a caballo entre dos proyectos frustrados de la autora de Francisca Martinoff: el de un “diario” de su relación con su amigo el sacerdote y ex presidente de la República y el de aquel libro “de contenido nacional” que, según ella afirma, este último le pidió varias veces que escribiera y cuya escritura ella emprendió en distintas ocasiones, aunque infructuosamente.

En varios lugares de su libro Monseñor de Meriño íntimo, la Francasci habla acerca del mismo como si se tratara de un libro de “memorias” suyas y no de “la única biografía completa y documentada […] de Monseñor Meriño”, como lo afirmó Manuel Arturo Peña Batlle en el Listín Diario del 10 de mayo de 1925, muy probablemente sin haber leído ese libro, ya que este apareció publicado en 1926.

En su prosa, la autora se muestra consciente de que deberá incurrir en contradicciones flagrantes y otros tantos cambios de tópico, y esto únicamente vendrá a confirmar lo primero que comprende cualquier lector de este libro: que su redacción se fue haciendo a retazos y en largos intervalos producto de las precarias condiciones de salud y económicas que afectaron a la Francasci en la última etapa de su vida. De hecho, su prosa, que parece avanzar dando rodeos e incluso contradiciéndose, puede lucir descuidada a quien no esté acostumbrado al estilo intimista.

Leído con los ojos de nuestra época, el resultado de esta empresa de escritura es un libro en el que una aguda sensibilidad como la de la Francasci parece articularse indisolublemente con la admiración que siente por la persona de Meriño, pero también con el deseo intenso de posicionar su propia imagen como autora sobre la escena de su época, y de rescatarla a como diera lugar del oprobioso charco de menoscabo en el que sus detractores la arrojaron a partir de la muerte de su marido en 1901, a la cual le siguió la de su más ilustre protector, Meriño, en 1906.

A partir de ese año se inicia la lenta y prolongada decadencia personal, social y política de Amelia Francasci y con ella, la entrada de su obra, o por lo menos de sus novelas, en esa silenciosa versión del purgatorio que es la indiferencia colectiva.