Son dos personas idénticas que viajan de forma paralela. Son como de cincuenta años de edad. Tienen el mismo tamaño, la misma forma de caminar; las mismas canas en el pelo, las mismas sonrisas. Los cuerpos, en sentido general, tenían pasmosamente las mismas medidas. Les asaltaban los mismos temores; las razones se les multiplicaban en el cerebro con las mismas imágenes y las emociones eran como dos gotas de agua. Nada era diferente.
Uno iba por este lado y Otro por allá. El camino se abría en un tiempo frío. Uno miró a Otro y Otro volteó la cara como si estuvieran mirando a otro multiplicado a su lado. Nunca pudieron cruzarse las miradas, por más que lo intentaba Uno, Otro se escapaba buscando de otro. Uno se cansó y Otro se cansó también. Uno decidió no insistir más, sus razones les decían que Otro no era solo un reflejo. Pero de vez en cuando negaba sus propias conclusiones. Uno pensó que Otro era Él y solo la idea lo atormentó sacudiéndolo.
Reflexionó, reflexionaron. El mundo se abría gigante delante de ellos. Asistían a la revelación de una nueva época donde el automatismo se manifestaba hasta en el movimiento de las hojas. Los árboles asumían la nueva conciencia cuántica del planeta. No solo Uno y Otro se duplicaron en ese momento. Todo tenía su par. Los perros ladran de este lado y del otro lado ladran perros iguales. Si alguno miraba a un gato, el otro también lo hacía.
Uno y Otro siguieron el camino lleno de certezas e incertidumbres. Uno encontró a su mujer y le dio un amoroso beso en los labios. Y Otro también besó la suya, igualmente amoroso.
Todo salía perfecto hasta el momento. La mujer de Uno, la llamada Una, era de esas trigueñas del Caribe, con ojos radiantes y pelo de alboroto. La de Otro, la llamada Otra, también. No eran las típicas imágenes devueltas por el espejo. Esas son reflejadas y más frías. No eran esas las imágenes de las parejas. Esa realidad no era la misma, pero casi igual. Esas poseían estructuras moleculares idénticas. Pero imperceptibles, las unas con las otras.
Todo sigue igual. Las parejas siguen por el camino perfectamente rectilíneo. Ahora ambas se agarran de las manos. Sus miradas, bien fijas, en un horizonte dibujado, trabajado por los mejores artesanos imaginados. Se escucha el ladrido de los perros, de un lado y del otro. A Uno le asaltan los ladridos de los perros de Juan Rulfo en “No oyes ladrar los perros”, a Otro lo mismo: “Peor para ti, Ignacio”, dijeron los dos al mismo tiempo. Sin embargo, tanto Una como Otra, llevaban el pensamiento ocupado en su embarazo y sintieron las pataditas del bebé en su vientre.
Llegaron al poblado y el reloj del campanario anunciaba la misa. Ya eran las siete de la mañana. Uno y Una llenos de fe fueron a parar al primer asiento de la iglesia de Nuestra Señora. Al otro lado Otro y Otra hacían lo mismo y les llegó el tiempo en que el cura le sirvió la hostia. La Una le pareció insípida, a Otro se le derruyó en la lengua y entró en una especie de catarsis mística. Ya Uno levitaba cerca del púlpito. Mientras hacía rato Otra volaba con la misma naturalidad con que lo hacía Una en ese instante.
Eso fue un instante. Porque en otro instante Una era una niña que jugaba plácida en el jardín de Augustine, una alemana fugitiva del régimen nazi. Uno a esa hora se encontraba en el puerto esperando a su padre, un Guardia Civil español antifranquista, que fue salvado por el dictador Trujillo dándole asilo político.
Uno era un niño de diez años que vino antes con su madre, la señora Migueles, experta en finos bordados.
Al otro lado, en un puerto diferente, Otro, un niño de diez años, también esperaba a su padre, un Guardia Civil que regresaba de España. En cambio, Otra ya salía del jardín después de mofarse de Augustine.
Al amanecer, un viejito andaba solitario por el camino rectilíneo. Sus manos le temblaban por los años consumidos. La soledad le rondaba. Las huellas del último adiós de Una lo trajeron al recuerdo. Ellos fueron amantes que se tomaban de la mano y daban vueltas en la villa olímpica todos los martes a eso de las seis de la tarde, como ahora. Sin embargo, la villa no había sido construida cuando decidieron mirar el lugar donde supuestamente las palomas arribaban para pasar la noche. Ni ellos eran los dos viejecitos de antes. Volvieron a ser una pareja de jóvenes amantes que inventaban las mil maneras para estar juntos.
Uno y Otro contaban con dieciséis años. A Una y Otra les faltaban cinco días para cumplir los quince. Entraron a una cafetería atendida por unos mexicanos y pidieron café con leche.
Todo lo que le pasaba a Uno le pasaba a Otro. Todo lo que le pasaba a Una le pasaba a Otra. Sus vidas eran paralelas. Uno en ningún momento conoció a Otro ni Una conoció a Otra. Aun así tenían la certeza de que existían en algún rincón del universo.
Sus vidas cambiarían si algo pasaba, pero nada. Un día, cuando Uno era viejito, andaba solitario por un camino rectilíneo, una mariposita se le entró en el oído izquierdo y le empezó a aletear. Se rascó con un dedo la oreja, al tiempo que cerraba los ojos, tropezaba y caía de bruces sobre la acera. Otro no sintió ese aleteo de mariposas y siguió por el camino rectilíneo, agarrado de la mano de Otra, diciéndole unas palabras de amor.
Domingo 11 de agosto de 2024
En acento: Publicación No. 114
Virgilio López Azuán en Acento.com.do