Corría detrás de los  pececitos transparentes y plateados  navegando libres  sin heces fecales  a la vista  en la orilla de la antigua Boca Chica, bordeado su litoral  por los faroles sostenidos por las últimas  columnas dóricas del trujillato turístico.  Boca Chica, el primer All Inclusive para el asesino de Ramfis y su familia.

Y yo, a  los hiperactivos navegantes no los podía alcanzar. Se desplazaban en sus rieles de arena blanca como trencitos eléctricos y vibrantes No hablaban entre sí  y se escondían  de los demás. Ocultos por las algas y la noche que ya caía  sobre el mar.

Tan similares en el escape como los  cangrejitos rojos que cruzaban Las Américas a las seis de la tarde. El spot light de los  crustáceos para  las familias pudientes  que regresaban en sus vehículos y de las guaguas de dos pisos colgando sus llantas  de camión por las ventanas y, dentro,  el griterío etílico a millón.

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Todos de regreso a la  capital  desde las playas de  Guayacanes y Juan Dolio cuando  éstas eran   salvajes y boscosas,  con sus ocasos de sol al revés, sus pesados silencios al mediodía  y sus majestuosas  aves negras cruzando suaves   hacia ningún lugar. Nada tenía un fin y un camino  a seguir.  Era la playa,  y ya, nada más. La naturaleza marina mostrando su propia esencia sin artificios de música alta y borrachos revolcándose en la arena con la media botella de ron detrás del traje de baño,  entre las  nalgas y los testículos.

Al pasar de las inevitables edades humanas, conocí la playa de Palenque  ubicada en la provincia de San Cristóbal, de arena oscura, casetas de madera como estantes para la elaboración de comidas  y una   soledad honda.

Siempre Palenque  me pareció uno  de esos balnearios  de la  costa caribeña colombiana sin turistas y solo nativos al frente de sus chabolas tejiendo enseres para la pesca.  De esos lugares tan propios en sí mismo como los que relata el Gabo o Pilar Quintana, aunque la   Quintana  recrea  escenarios del Pacífico en su novela  Los Abismos.

En los años de las hormonas encendidas y las ganas de consumir bonche y aventuras absurdas sin nada por delante que perder y con el privilegio que da la juventud de  superar las dificultades con tan solo pedir a los dioses que aguanten el chucho,  la vida me llevó a Las Terrenas y Cabarete, al norte de la Isla.

José Arias.

En  aquellas irrepetibles décadas de los 80s y 90s, anduve por los arrabales de Las Terrenas, tan bohemia y tan marihuana  tabaco y ron,  con   caminos de tierra y lodo  que cuando llovía la vida se complicaba  y era cuando éramos más felices y libres.  Sin luz eléctrica permanente  en sus hotelitos.  Con el desaparecido Hotel  Papagayo, centro de operaciones de la movida,  aquel que era de madera multicolor y sus  cuadritos colgados en sus habitaciones parecían ser obra de niños: una palmerita de tronco marrón y tres ramas verdes, al fondo dos azules  ondulaciones  a  manera de mar y un sol yema de huevo a la izquierda iluminando  tímido la habitación.

Y cruzando dos pasos ,  nos topábamos con la pizzería  y su horno de leña, nos fiaban hasta el otro día sino teníamos  efectivos suficientes. La atendía una simpática italiana cuyo trago de ron y cigarrillo estaban soldados a su mano derecha

Casi llegando a Portillo estaban las casitas  de Tía Tania,  metidas en el monte, la alternativa  para los más indefensos de recursos. Te bañabas en el patio con un jarrito y jabón de cuaba. Las gallinas te picaban casi los pies y el firulay  te  ladraba  el  ripio creyendo que lo que te colgaba  era una morcilla traída de la capital.

En la  noche, la jiperia llegaba con su champú cannábico en la  cabeza a la  discoteca Nuevo Mundo con el claro objetivo de clavar en alguna cama, monte  o playa  a las gringas,  ansiosas por consumir hasta los finales de madrugada la  cultura de refrigerio que oferta el Caribe Deliciosamente Fálico y Divertido, y así, conocer lo que se llama venirse en  una de las antiguas colonias de los imperios.

Amadas y , a veces,  desfalcadas  por  “sus novios” oriundos  de   Las Galeras, el Limón y otras comunidades de la provincia de Samaná. Como todas las transacciones, todo  tiene su final. Ya lo dijo el príncipe salsero de Ponce, Héctor Lavoe.

Queda Cabarete en Puerto Plata, donde ahora estoy hasta ahora estuve de vacaciones.   Cabarete es una combinación nativo-cosmopolita de  lugareños, visitantes y residentes extranjeros conviviendo   de manera armónica, y sin mayores inconvenientes. Capital del Surf Profundo y con una gran variedad de restaurantes para escoger y  hasta gringos que hablan con la i (Merche Papaterra dice que el español cibaeño es otro idioma, tan auténtico y nacional como el catalán)

Hasta aquí llegó con estas aguas de la memoria. Me faltan las playas del sur. Será en otra entrega. Ahora voy a tomar un mojito bien cargado en uno de estos bares. Elegí el de Silvana, la bielorrusa, muy simpática matizada su generosida con un opaco mal genio eslavo. ¡Feliz Domingo!