Estamos a final de mayo y llueve con cierta regularidad, no tanto como uno desearía, producto de una vaguada fugaz.  El planeta a la deriva. Padece un calentamiento global que lo trae de vuelta y media.

Tras una sequía espantosa sin fecha de caducidad, los aguaceros de los últimos días equivalen a un parche vistoso en la camisa rota  que más nos gusta, un vaso de agua fría degustado con placer en la carretera que va de Oviedo y Pedernales, un amor recién llegado del aeropuerto y recibido con alegría con una Bohemia mediana ceniza y vestida de novia  en la mano derecha.

Estas lluvias,  y más que nada las de ayer sábado, me trajeron a la memoria aquellos  aguaceros de la infancia y  de las primeras juventudes, (ya vamos por la quinta, jejejej)

Ahora los niños manejan tablets con Inteligencia Artificial incluida   y eligen sus futuras  preferencias sexuales tan normal como elegir el color de un pantalón para ir al cumpleaños de turno.  Por lo menos  esa aberración intenta  pasar en lo paise más avanzados.

Mis años de infancia  pertenecen a la prehistoria. Nada que ver con esta locura que vivimos donde todo tiene un matiz de último minuto, de ayer para hoy.

Esta rápida y furiosa liquidez. Desechables y efervescentes son las horas de nuestro diario vivir.

Nada que ver con esta violencia normalizada. Una  alegoría vil, permanente y atosigante de letras y músicas alabando lo peor de los instintos humanos.

Te lo meto y te lo saco y te lo vuelvo a meter. Po po po ya te asesiné.   Un verdadero horror.  

Lluvia sobre la ciudad capital dominicana,

De vuelta me sumerjo en los antiguos aguaceros de mayo o esta crónica seguirá por caminos insospechados, tristes y vacíos.

Aquellos aguaceros duraban dos y tres días. No eran macondianos sino caribeños con toda la furia posible de estas islas colocadas en el mismo trayecto de los huracanes.

El chorro de agua taladrando nuestras cabecitas. Nosotros,casi desnudos saboreando una  semilla de mango o la acidez manchosa de un cajuil. No hay cosa más rica en la vida que chupar una semilla de mango bien chorriao a mitad de un aguacero

Se trataba del placer de recibir en nuestros cuerpos la frescura y el olor a naturaleza viva , no contaminada. No plásticos ni vasos foam, solo agua y basura orgánica desde los techos: algún frágil esqueleto de un sapo ahogado, musgos y hojas de árboles, una  que otra cucaracha que a nadie escandalizaba. Más agua y frescor . Risas más risas. Alegría de vivir.

¿Se acuerdan de las competencias de las minis tablas de surfing en las cunetas? Seguro que no. Con un cuchillo y muchísima paciencia hacíamos del plástico minis tablas de surfing, ovaladas y multicolores. Eran nuestros “barquitos” . La colocábamos  para competir en la cuneta con mayor caudal. Desde un punto de partida -una tablita delante y las minis detrás- empezábamos la carrera.

Todos ubicados estratégicamente  en la acera o al borde de la calle motivando  a nuestros “barquitos”. Ahí va tipo tanque a correr fanáticos llegando a la  meta casi en la  curvita en la Paraguay.  La voz del querido Simón Alfonso Pemberton era nuestra referencia mediática  para impulsar a nuestras naves y ganar.

Siempre las lluvias dejaban  grandes charcos en los patios o en los jardines de los  más privilegiados, de aquellos que vivían en casas de cemento con jardines y patios sembrados de arboles frutales.

Hago una pausa aquí para señalar que el escenario de esta crónica es el viejo Villa Consuelo de finales de los 60 con casitas de madera, cero vehículos  y nada que ver con el villa con de ahora.

En esos charcos de patios y jardines,  sin importar lo que yacía en el fondo o si sus aguas no eran tan claras ni aptas para el baño, pasamos horas entre zambullidas y clavados. Algunos se lanzaban desde cualquier verja o balcón hacia el vacío.  Nadie  se rompió  una pierna o un brazo. Algún magullón sin que la fiesta en la piscina de lodo se interrumpiera.

Creo que esta generación de cristal nunca sabrá las delicias de bañarse en la calle   con  el fragor de aguaceros acompañados de truenos y relámpagos y  sin hacer caso a las advertencias de nuestros padres muchacho te va a dar una pulmonía. 

Al final como en los cuentos de Gabo Márquez, las lluvias eran verdaderos estropicios, la humedad duraba días entre nuestras  vidas, el olor a tierra mojada se colaba entre nuestros cuadernos y la tierra brotaba tan fértil y precoz en cada rincón.

En el próximo aguacero, deje el celular y lo que esté haciendo y disfrute lo que todavía queda de natural y auténtico.

 

 José Arias en Acento.com.do