Vivimos en una época en la que los nombres constituyen y, en muchos casos, sustituyen a la realidad.
Se trata de un fenómeno que vengo estudiando desde la segunda mitad de la década de 1990 al que he llamado la figuración, y muy particularmente en relación con una serie de producciones simultáneamente discursivas y culturales en las que los nombres funcionan como verdaderos vectores ideológicos.
Sobre ese particular, en este artículo quisiera abordar un ejemplo que me resulta incómodo, a fuerza de ser grosero, pero sobre todo pueril, a causa de su trivialidad. Me refiero al término “afrodominicano” que algunos fabulistas iluminados de esos que confunden la inteligencia con la imitación de todo lo que huela a estadounidense intentan hoy aclimatar a nuestra jerga local en franco desconocimiento de las implicaciones político-ideológicas que podría tener semejante bobería.
Como sé que este es un tema sumamente polémico, quisiera presentar aquí mis argumentos en contra del empleo de este palabro, precisamente porque sé que bastará que alguna ONG les pague a dos o tres “influencers” para que estos intenten “pegarlo” en los usos verbales de una colectividad cuyo nivel de reflexión se vuelve más melcochoso con cada día que pasa.
En efecto, bastaría con leer las crónicas y cartas que los administradores coloniales enviaban a la Corona a partir de la segunda mitad del siglo XVI (o sea, casi un siglo antes de que Francia ocupara la banda occidental de la isla Española), para percatarse de que muchos de esos documentos dejaban constancia de que la mayor parte de la población establecida en la Isla en aquella época era mulata y negra.
Esta situación no cambió, sino que más bien quedó definitivamente afianzada con el establecimiento de la colonia francesa de Saint-Domingue en la parte oeste de la Española. En consecuencia, el segmento étnico de la población que en nuestro territorio responde al fenotipo caucásico quedó configurado como minoritario y así permanecería in sæcula sæculorum.
… todo el mundo sabe que en el continente africano existe tanta variedad étnica como puede haberla en cualquier otro continente.
Salta a la vista, pues, la diferencia que opone tanto el caso haitiano como el dominicano, donde mulatos y negros hemos constituido históricamente la mayor parte de la población, a la situación en que se vive en los Estados Unidos de Norteamérica, donde el segmento étnico de origen africano ha sido y sigue siendo todavía hoy estadísticamente minoritario (la Wikipedia le otorga una proporción del 30% de la población actual, cifra que incluye a los “hispanos”).
Esta inclusión se debe a que el mismo término “afroamericano” constituye en sí mismo una metonimia por medio de la cual se pretende designar el todo (la supuesta ascendencia africana de una comunidad) a partir de una sola de sus partes (un determinado matiz de pigmentación), a pesar de que todo el mundo sabe que en el continente africano existe tanta variedad étnica como puede haberla en cualquier otro continente.
Esto es así debido a la conocida pregnancia que tiene en la mentalidad estadounidense la famosa “one-drop-rule”, según la cual, cualquier persona que tenga una sola gota de sangre negra es y debe ser considerada negra en los Estados Unidos de América. Y por supuesto, esto último no solamente convierte a nuestro famoso “negro detrás de la oreja” en una cómica caricatura, sino que, por la misma vía, vuelve ridículamente redundante cualquier intento de emplear términos como los de “afrodominicano”, “afrohaitiano”, “eurodominicano”, etc.
Por esa razón, antes de que se vuelva tendencia, vale la pena decir que el empleo del término “afrodominicano” constituye un dislate parecido a lo que sería cualquier intento de disfrazar la dominicanidad a partir de la etnia de cualquiera de nuestros “componentes” (indígena, español, francés, italiano, portugués, ruso, alemán, africano, sirio, libanés, chino, japonés, judío, etc.).
La razón es que eso que llamamos la dominicanidad no se ha construido históricamente siguiendo el modelo de las capas de la cebolla. Mal les pese a quienes quieren deformar la comprensión de nuestro devenir como pueblo, nuestra sociedad no ha tenido un “piso” negro aplastado por otro “piso” mulato y este, a su vez, aplastado por otro “piso” blanco. La mayoría de nuestras familias son, de hecho, “familias multicolores”, como señaló Arthur J. Burks en su libro.
En consecuencia, ante cada uno de los incontables episodios de calamidades, guerras, cataclismos e invasiones que hemos debido enfrentar, los dominicanos hemos tenido que luchar todos juntos y codo a codo, y esto nos ha inculcado una manera de relacionarnos que, si bien no es “original” (no hay nada en este planeta que lo sea), bien puede ser considerada como la más nuestra de nuestras producciones socioculturales.
De hecho, si algo parecía habernos quedado claro a lo largo de 500 años de colonización intensiva y sucesiva era que todos aquellos a quienes no les había convenido la idea de una convivencia pacífica entre las etnias que pueblan el estrecho territorio insular dominicano habían encontrado siempre la manera de largarse de aquí para otra parte con sus prejuicios a cuestas.
Quienes hasta ahora habían permanecido en la Isla, independientemente de sus orígenes étnicos y culturales, habían sido personas decididas a colaborar con nosotros en el esfuerzo por conquistar los frutos del trabajo, cualesquiera que estos pudiesen ser.
De hecho, hasta la segunda mitad del siglo XX, y más precisamente, hasta el fin de la Guerra de abril de 1965, nuestras contradicciones sociales —que eran ciertamente muchas y muy violentas— habían sido las mismas que siempre han caracterizado a todo aquello que es real, pues solo en las cabezas de los ilusos o de los zombis cabría la idea de una relación idílica entre los seres humanos de cualquier condición.
Al paso que vamos, sin embargo, todo parece indicar que, en el siglo XXI, seremos colonizados nuevamente por la estulticia de nuestros propios compatriotas, estimulada y alimentada con los oscuros esteroides de una falta de lectura y de comprensión de nuestra historia. En esta ocasión, los nuevos caballos de Troya son las múltiples versiones de las ideologías “identitarias” como la que pretende fundamentar el empleo del término “afrodominicano”.
Divide et impera (“Divide y vencerás”), decía aquella frase de dudoso origen atribuida por muchos al dictador y emperador romano Julio César y por otros a Maquiavelo. La pertinencia de esta frase en este contexto solamente podrán captarla aquellos que puedan comprender que el verdadero objetivo de quienes emplean el término “afrodominicano” es la introducción de un sesgo que, por razones históricas, había permanecido obliterado en el discurso sociopolítico local.
El sesgo al que me refiero es el que establece una relación entre la etnia y un espurio imaginario de la condición de clase que hasta hacía poco era ajeno a nuestra manera de practicar las relaciones sociales, algo a lo que apunta precisamente el sentido profundamente irónico con que una parte no durmiente de nuestra juventud emplea hoy el término afro-popi.
Hasta hace relativamente poco, en efecto, la práctica político-ideológica dominicana se había cuidado de no confundir la reivindicación étnica con un discurso político. Esto es algo que incluso los mismos detractores de José Francisco Peña Gómez le supieron reconocer en su momento, o sea, que él nunca se parapetó detrás de su condición étnica para enarbolar un discurso de reivindicación. Antes al contrario, desde el punto de vista étnico, el suyo fue un discurso de unidad, y sólo excepcionalmente de división.
De hecho, entre nosotros han sido históricamente raros los discursos de reivindicación étnico-racial parecidos a los que exhiben “con orgullo” (según la Wikipedia) los miembros de las comunidades afroamericanas en los Estados Unidos. Es por eso que solamente cabe lamentar que quienes gustan de “poner nombres” a los distintos aspectos de la realidad social y cultural para luego intentar convertirlos en etiquetas identitarias no se tomen primero el trabajo de reflexionar acerca de la especificidad histórica de aquello que nombran.
En una época en la que incluso los filósofos dan por descontada la existencia de la verdad, subyugados por el auge del relativismo, el empirocriticismo, el pragmatismo y otros tantos “abrelatas” cerebrales, hace falta muy poco esfuerzo para acabar concibiendo como verdad prácticamente a cualquier cosa, por la sencilla razón de que, allí donde nada es verdad, todo es verdad.
Siendo así las cosas, resulta posible imaginar que, poco a poco, si tenemos suerte, los filósofos occidentales acabarán imponiendo el vaciamiento definitivo del pensamiento y reemplazándolo (¡yupi!) por la idea oriental de la shuniáta, término que a menudo se traduce como "vacuidad", "vaciedad" o "vacío" y que no es otra cosa que el concepto budista de la Nada.
Cuando esto suceda, el yaniqueque, las hojaldres, el frío-frío y el dulce de guayaba se habrán convertido en los sustitutos epistemológicos de la idea de lo dominicano, el himno nacional será una pieza bailable cuyo ritmo y letra se cambiará cada semana a petición de un público ávido de novedades, la lengua oficial de nuestro país será un esperanto angloafricano cuyos gramáticos y académicos serán los dembowseros, y a todo el mundo le dará igual ser llamado “íberodominicano”, “etruscobanilejo”, “berébermocano” o “celtahigüeyano”, pues en ese momento, la única, total, absoluta y más definitiva verdad de todas las verdades verdaderas será que na é na.