Todos mentimos cuando decimos tener conciencia de la  muerte y  su impostergable visita.  Mentimos porque siempre asumimos ese sombrío devenir como ajeno.  Solo nos lacera su respiración cuando roza el hombro, y su guadaña hiere la carne cercana del afecto más hondo. Aún así, frente a esa verdad,  queremos todavía la axiología de una vida imperecedera, y negamos con el corazón la pérdida.

Los psicólogos dicen que el duelo comienza con la negación.  Creo que mientras más amamos al ser que inicia viaje, más larga es la falsedad de  aceptar su partida. Adentro fantaseamos que nada como eso  ha sucedido, hasta que, lentamente, su ausencia nos convence de la finitud de todos. Debemur morti nos nostraque. Entonces duele, secamente, sin remedio.

Habría tanto que decir. Pero se pierden las pericias del lenguaje, nos abandona el don de la palabra,  los pensamientos van más aprisa que el habla.  Entonces descubrimos la grandeza de un hombre con la muerte; aunque hay  otros cuyas estaturas no esperan a la parca,  y sus vidas ejemplares son reconocidas por la sociedad que recibió su saber generoso. Conocí a uno con esa talla pre-muerte que se elevará  al panteón de  magnos: Federico Henríquez Grateraux.

Podría  decir que sus ideas sobre historia y microhistoria iban a contracorriente de discursos historicistas de cierta élite que en el país  se ha equilibrado de izquierda a derecha, pendulando en un espacio cómodo para pensar nuestro pasado, escribiendo de un  modo que no resulte urticante para los  pos trujillistas,  ni para los defensores de la blanquidad  ni para los nuevos satanizadores de la identidad mulata  y de lo nacional.  Mientras, allí estaba Federico,  arriesgando  su tesis  birracial

Podría decir   que su  estirpe de los  Henríquez, prestigiosa familia de unánime prosapia,  nunca fue blasón que  enarbolara para recibir reconocimientos; nunca levantó  discurso elitista  ni reclamó escudos de nobleza. Era él, y sus circunstancias las construyó con su hacer intelectual que transitaba del periodismo a la ensayística, y de allí a la ficción.

Don Federico era cercano, afable, transparente; de un trato exquisito y  conversaciones largas e inteligentes que, sin embargo no apabullaban con sapiencias alambicadas   ni  poses eruditas. Uno se sentía ante la presencia del maestro tangible, amigo sabio, padre insigne que la genética dotó de menos pigmentos y más generosidad.

Podría decir que amaba el conocimiento pero no lo atesoraba para sí, siempre iba  buscando a quien darlo a manos llenas.  Nunca puso barreras ni prejuicios.  Solo se sentaba a hablar de su visión del mundo con todo el que buscaba alguna veta y topaba con sus valores.

Podría hablar de su novelastra, pero toda crítica sería  estéril en momentos en que perdemos  sus largas pláticas, su esplendidez intelectual, su singular mirada a lo que hoy llamamos Estudios Culturales; mirada integradora de nuestra realidad, con esa multidisciplina que ya él había explorado: Negros de mentira, blancos de verdad, Peña Batlle y la dominicanidad,  Un  ciclón en una botella, notas para una teoría de la sociedad.

Podría recodar el simpar programa que realizó con Enerio Rodríguez Arias sobre epistemología.  Una verdadera ruptura, casi un atrevimiento,  en medio de esta estulticia asumir la aventura de un programa de ciencia para pocos videntes saturados de trivialidad mediática.

Podría decir tanto sobre el intelectual, periodista, escritor. Pero solo me salen cosas del corazón,  los pensamientos van más rápidos que las palabras. Solo tengo recuerdos de reciente melancolía,  memorias de nuestro viaje a Puerto Plata, del diálogo entre amigos en el café la mariposa, la cena, su cansancio del viaje largo que disimulaba, sin embargo,  para no “aguar la fiesta”.

Y al regreso a Santo Domingo nos sorprendió una de esas lluvias imprevistas del caribe, y frente a su casa saltó charcos como un niño.  Asombrado dije al chofer: ojala llegar a los ochenta con tanta lucidez y energía. Me llamó ese mismo día, como un padre tierno, para saber si había llegado bien a mi casa. Sí, gracias por preguntar don Federico.

Permítame, maestro, Federico Henríquez Grateraux, recordarlo así siempre, en toda su estatura, su amor a lo nuestro, su filantropía epistémica.  Voy a almacenar sus palabras de aliento como la mejor poesía. Gracias por todo lo que me entregó sin egoísmos.

Hasta pronto, maestro.