La actual directiva de la Academia, intentando fundamentarse y escudarse con unos argumentos legalistas y supuestamente intelectuales-historiográficos ante una denuncia-reclamo que cuestiona el reclutamiento de uno de sus actuales miembros, ha terminado construyendo lo que a mi parecer es un razonamiento deleznable tanto en lo moral-ético como en lo conceptual, y adoptando una posición que en la práctica y en última instancia no tiene –a mi juicio– casi nada de imparcial, y desaprovechando una oportunidad de oro de ejercer un liderazgo ético e intelectual renovador y democratizador que la nación-pueblo dominicana, desgarrada por múltiples agravios e indignidades impunes arrastrados durante demasiado tiempo, necesita y merece urgentemente en este día y hora, y que la pondría en consonancia con lo que tal vez sea el mayor drama histórico interno de la sociedad dominicana contemporánea.
Mientras la sociedad dominicana continua sus esfuerzos por superar su pesada y dolorosa herencia de impunidad por la vía judicial y legal, la Academia de la Historia podría contribuir su propio aporte a esa superación, corrigiendo la tentación de la indiferencia civil y del inmovilismo ético, y promoviendo y dinamizando la aplicación de su misión principal (la búsqueda y construcción de la verdad histórica), a los mismos acontecimientos históricos de la historia reciente en los que tuvieron participación dominicanos miembros de la misma Academia que han estado con nosotros hasta hace muy poco y que dejaron testimonio sobre ellos, como Emilio Cordero Michel, y sobre todo dominicanos que todavía están vivos y entre nosotros y que por su participación central en los mismos, y por el rol de historiadores que la membresía otorgada por la Academia les atribuye, pueden y tienen la obligación de aportar a la sociedad dominicana testimonio de todo-todo lo que sepan sobre los hechos mismos, así como sobre los documentos, pertenencias, propiedades y otros vestigios históricos que puedan existir sobre los mismos, como parece ser el caso de Ramiro Matos González, según las propias afirmaciones de Emilio Cordero Michel mientras estuvo entre nosotros.
La directiva de la Academia de la Historia podría asimismo, basada en lo más valioso y democratizador que todavía le quede a su misión, y ejerciendo una iniciativa ética e institucionalmente creadora, innovadora y modernizadora en pro del conocimiento de hechos fundamentales para entender el devenir histórico contemporáneo dominicano, solicitar formalmente al Presidente de la República, como Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas por atribución constitucional, al Ministro de Defensa, y a la Junta de Jefes del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas, la iniciativa de depositar toda la documentación militar ya histórica (y que demostrablemente no tenga implicaciones de defensa y/o seguridad nacional) anterior a los últimos treinta años de funcionamiento de ese órgano fundamental del estado y la sociedad dominicanos, que por ser depositario del ejercicio del orden público interno es igualmente fundamental para entender la historia nacional desde su creación.
En ese proceso las autoridades castrenses y las historiadoras e historiadores españoles, con una gran experiencia histórica reciente en todo el asunto de la transferencia de la documentación gubernamental completa del régimen franquista al dominio público mediante la creación de archivos como el Centro Documental de la Memoria Histórica ubicado en Salamanca, y campañas de publicidad educativa específicamente dedicados a facilitar su conocimiento histórico, podrían aportar a la Academia de la Historia y al Estado dominicano una utilísima asesoría, se nos ocurre.
Como historiador-ciudadano que se considera depositario de una dignidad cívica que el actúa Estado dominicano respeta, creo pertinente plantear que los organismos armados del Estado, y sus miembros que se definen a sí mismos como estudiosos de la historia, no deberían limitarse a promover y difundir el conocimiento de la historia militar dominicana asociada a los llamados procesos independentistas remotos del siglo XIX, sino que deberían promover igualmente el estudio, la divulgación y el acceso a las fuentes históricas necesarias para entender su rol y conducta en los procesos históricos posteriores, porque de lo contrario no contribuirían como debieran a entender el presente dominicano, último objetivo educativo de una historiografía que se precie de servir para algo en cualquier sociedad, incluyendo los procesos de conflicto que de hecho muchas veces son centrales para ese entendimiento.
Esto es lo que individualmente se me ocurre plantear sobre la temática que ha puesto sobre el tapete públicamente la carta-llamado de la familia Tavárez Mirabal a la Academia Dominicana de la Historia, y sobre la respuesta a mi juicio culturalmente inútil y estéril (y yo diría que historiográficamente enclenque) que ha emitido inicialmente la directiva actual de esa organización cultural pública que es la Academia, y que de hecho es financiada en gran medida con los impuestos pagados indefectible y “religiosamente” por todos las dominicanas y los dominicanos, tanto los que se ubican en los grupos tradicionalmente vencedores y ejercedores de un poder de tradición grandemente autoritaria, como los vencidos aspirantes a un futuro cada vez más democrático que han sufrido y, obviamente continúan sufriendo los excesos de poder de los vencedores, y las consecuencias más degradantes e indignantes de ese exceso de poder, comenzando por las más moralmente terribles, que son la impunidad y el silencio.
Obviamente no tengo ninguna seguridad de que la directiva actual de la Academia Dominicana de la Historia vaya a acoger ninguna de las reflexiones aquí planteadas, ni de que necesariamente se vea a si misma como servidora igualitaria de los dos bandos de poder histórico de la sociedad dominicana a los que acabo de aludir mediante una esquematización muy utilizada por los historiadores del mundo para referirse a los grupos y clases de poder de los siglos pasados, pero me he sentido obligado a exteriorizar estos criterios tanto para la opinión pública como para los colegas compañeros de la Academia tanto nacionales como extranjeros, sean las y los que ya se han expresado al respecto como los que puedan estar todavía lidiando en sus mentes con este tema, complicado e incómodo, pero que no debemos rehuir de ninguna manera.
En los próximos días espero acopiar la energía y agilidad necesarias para poder verter lo fundamental de estos comentarios en forma de correspondencia menos extensa dirigida a la directiva y membresía de la Academia, y así alinearme formalmente con las y los colegas historiadoras e historiadores que ya han enviado sus misivas, pero ruego por el momento tolerancia y que se me permita compartir por esta vía inmediata, para las posibles interesadas e interesados, la versión “en bruto” de los mismos, que por su propia extensión y detalle, con suerte hasta podría hacer entender mejor lo que he querido decir.