La expresión de apego irrestricto, absoluto, expresado por la directiva de la Academia a la legalidad oficial vigente en República Dominicana le ha impedido siquiera mostrar, como ya han dicho varios historiadores e historiadoras que han expresado desacuerdo con la respuesta de quienes dirigen la Academia, el conveniente distanciamiento que la misma disciplina de estudio histórico ya ha construido internacionalmente respecto a lo que oficialmente en cada etapa histórica y sociedad quienes gobiernan y dominan imponen y santifican-mitifican como legalidad oficial, frente a prácticas de ilegalidad e ilegitimidad e injusticia que frecuentemente acompañan a esa legalidad oficial en muchas o todas las sociedades. Desde el punto de vista historiográfico, resulta ser una manera muy cívicamente dolorosa de adherirse a un tradicionalismo incuestionado, de no incorporarse a avances conceptuales críticos iluminadores y liberadores intelectualmente hablando.

 

Con esta postura de no tener nada que decir ni responder ante inquietudes esencialmente humanas, cívicas y morales sobre hechos tan fundamentales como la lucha antitrujillista de tantos dominicanas y dominicanos durante y después de caído el régimen “de Trujillo”, la directiva actual de la Academia, restringe su entendimiento de la misión,  capacidades y recursos de la institución al estudio, investigación, análisis y difusión de conocimiento sobre tiempos sociales remotos, renunciando y desconectándose de toda posibilidad de contribuir a un aspecto fundamental del conocimiento, comprensión y verificación del pasado nacional como es el pasado reciente, el pasado directamente vivido o cercanamente muy recordado por las generaciones que forman la sociedad dominicana viva de hoy mismo.

 

Evade de esta manera la directiva de la Academia una oportunidad para dinamizar de un modo que sería socialmente muy útil una aplicación al estudio de un pasado que, como el dominicano reciente, ayudaría como ninguna otra al conjunto de la sociedad dominicana a entender mucho mejor los porqués de la mayoría de las realidades que conforman la cotidianidad colectiva de las y los dominicanos, generando una experiencia cultural y educativa respecto a la historia como proceso del que los seres humanos somos literalmente los protagonistas principales, determinando con nuestras acciones del hoy lo que debería ser contenido del relato histórico que sobre nuestro presente se escriba dentro de diez, quince o veinticinco años cuando ya sea visto sin muchas vacilaciones como pasado por quienes estudien y escriban historia por entonces.

 

En medio de una cultura occidental en la que la llamada “historia reciente” se convierte más y más en una sub-disciplina historiográfica con el mismo empaque conceptual  y académico de cualquiera de las demás ya especializadas en el estudio de épocas mucho más distantes, la directiva de la Academia parece no concebir la posibilidad intelectual de que las estudiosas y estudiosos de la historia que integran sus filas, ni la Academia como colectivo más o menos profesional, tengan algo que aportar, decir o evaluar a la intelección rigurosa del pasado nacional más reciente del que las dominicanas y los dominicanos de hoy han sido protagonistas plenos o herederos históricos generacionales.

 

Me pregunto, por cierto, cómo se ve y/o verá este caso concreto de la Academia Dominicana de la Historia de parte de los “miembros correspondientes extranjeros” que sean parte de sociedades-naciones donde el tema de la violencia política históricamente reciente (que es, en última instancia, a lo que se refiere el reclamo de la familia Tavárez Mirabal en el contexto dominicano) ha sido objeto de un amplio y creciente tratamiento historiográfico que, sin estar exento de las polémicas y debates que son prácticamente consustanciales con la disciplina, ya ha ido dando sus frutos de profundización de conocimiento respecto a aspectos,  realidades,  acciones y responsabilidades históricas que grupos de connacionales o compatriotas con mucho poder, capacidad y experiencia de ejercicio de violencia política que pueda haber en nuestras sociedades no quisieran que sus conciudadanas y conciudadanos conocieran.  Después de todo, como en el caso denunciado por la familia Tavárez Mirabal, se trata de hechos históricos de los que algunos de sus protagonistas (tanto victimarios como víctimas) todavía viven, y es perfectamente entendible cualquier sentimiento de peligro y amenaza que puedan sentir quienes quieran intentar o aspirar a un trabajo de investigación histórica que destape e ilumine hechos que esos grupos de poder no quisieran que se ventilen públicamente con los instrumentos de evidencia y explicación que la ciencia histórica aporta.

 

Me pregunto particularmente cómo estarán percibiendo y reaccionando frente a esta situación los numerosos historiadoras e historiadores españoles que la Academia Dominicana de la Historia ha incorporado entre sus “miembros correspondientes extranjeros”, considerando la intensísima experiencia de reflexión, debate y examen de conciencia colectiva que de seguro han vivido individualmente cono parte de su “gremio” o profesión, tal y como se ha encarado todo el tema de la memoria histórica y la herencia de injuria, mordaza, ocultamiento y discriminación impuestos hasta hace muy poco por el bando “Nacional” de sus compatriotas que resultaron vencedores de la Guerra Civil de 1936 y apoyadores y cómplices del régimen de represión y humillación colectivos instaurado contra todos los que eran percibidos como vencidos.

 

El reclamo de la familia Tavárez Mirabal dentro de la sociedad dominicana a fin de cuentas es muy parecido al que desde la población-ciudadanía de los españoles represaliados y agredidos por el régimen nacional-católico dirigido por Francisco Franco, se ha esgrimido valiente y persistentemente por las españolas y los españoles “rojos” y sus hijos y nietos en  la España de hoy, en un esfuerzo que por definición no puede alterar la realidad de la experiencia de implacable represión vivida pero que sí puede por lo menos esclarecer la verdad de los hechos cometidos y buscar lo que todavía sea siquiera la parcial dignidad cívica recuperable por  lo menos con la identificación de los lugares donde el bando español de los vencedores enterró y abandonó los cadáveres de los compatriotas “rojos” a los que asesinaron como parte de su proyecto político y de su propio concepto, tremendamente autoritario, inquisitorial, fundamentalista y vengativo de supuesta y autoproclamada dignidad patriótica.  Uno quisiera esperar ante esta coyuntura de búsqueda de memoria histórica dominicana recuperada que implica la demanda de la familia Tavárez Mirabal, una respuesta de las y los colegas historiadores españoles que ayude o anime a la directiva de la Academia Dominicana de la Historia, y a los sectores más ideológicamente derechistas de su membresía,  a replantearse su sentido de las responsabilidades intelectuales-morales hacia la verdad histórica no solo remota sino también reciente y contemporánea, esa que conecta del modo más vívido cualquier sentido de utilidad y autenticidad humanas que se le pueda encontrar o reconocer al conocimiento del pasado.

 

El conflictivo proceso de adecuación de la memoria histórica a la verdad y a los criterios actuales de dignidad democrática que se viven en España hoy en día (piénsese en las iniciativas de desenterramiento por todo el territorio español de víctimas del poder tiránico triunfante anónimamente sepultadas durante más de ochenta años; en la extracción del cuerpo del tirano y ordenador de ejecuciones Francisco Franco del Valle de los Caídos; en la exhumación y retiro de los restos del general asesino Queipo de Llano de la iglesia del barrio de La Macarena donde han sido venerados seráfica y “patrióticamente” por los españoles derechistas hasta hace un par de meses) creo que podría servir muy mucho a la creación de un nuevo consenso sobre recuperación de la verdad respecto a traumas políticos mayúsculos parecidos vividos por ambas ciudadanías, la española y la dominicana, y que todavía, como atestigua dramáticamente la carta de la familia Tavárez Mirabal a la Academia Dominicana de la Historia, en el caso dominicano siguen sin resolverse y presentando situaciones que hieren y generan profundísimos sentimientos de indignidad e indignación en sectores amplios de la ciudadanía dominicana.

 

Para mí, sin embargo, desde un sentimiento de ciudadano cívicamente comprometido con el presente dominicano del que he ido siendo parte durante prácticamente toda mi vida hasta este presente de hoy mismo, y como investigador histórico especializado en el estudio de los comienzos coloniales de la dominicanidad que quisiera también entender historiográficamente cómo se ha ido formando este presente de ahora, lo más chocante e insostenible de la mencionada respuesta de la Academia de la Historia es no solamente su silencio gélido ante una preocupación por la impunidad histórica impuesta por los sectores del poder derechista dominicano, sino la valoración y defensa que hace de la membresía dada en la Academia a Ramiro Matos González tomando en cuenta el aporte que haya hecho a la historiografía militar dominicana de siglos pasados (esa que se hace a base de estudiar documentos archivísticos de cronología muy distante en el tiempo), y su simultánea tolerancia, por la vía del silencio sepulcral, de la negativa y renuencia activa, voluntaria y deliberada, que se le atribuye a Matos González respecto a contribuir al conocimiento cabal de procesos y hechos históricos dominicanos de época contemporánea en los que él mismo tuvo una participación y protagonismo personal central o muy decisorio, y respecto a los cuales él mismo por esa misma razón constituye una fuente histórica irreemplazable.

 

Y es que, en la manera que entiendo el trabajo y la misión de las historiadoras y los historiadores, o de aquellos que creo que puedan merecer ese título, y por tanto una membresía celebrada en una Academia de la Historia del país o sociedad que sea, un historiador es una persona que, como dedicación y como estrategia intelectual primaria y general, se dedica a aportar conocimiento sobre el pasado al que tiene acceso privilegiado (comparado con el  resto de la ciudadanía) mediante documentos, “fuentes orales” o experiencia vivida, y a cuyo conocimiento aporta interpretaciones construidas con el mayor rigor conceptual posible precisamente usando los datos de que disponga por la vía de los documentos o de la experiencia.

 

Esa misión, y la respetabilidad ganada con su ejercicio, entiendo que se pierden o eliminan de manera drástica y definitiva cuando el supuesto historiador haga lo contrario, es decir, ocultar y silenciar documentación o datos de los que tiene conocimiento por el acceso igualmente privilegiado que, respecto a los demás ciudadanos, haya tenido por la vía del trabajo archivístico, de la recolección del relato oral, y no digamos de la experiencia directamente vivida.  Desde este punto de vista, cualquier mérito de ética intelectual o historiográfica que pueda haber acumulado alguien con la confección de estudios de historia militar dominicana sobre un pasado más o menos remoto, queda vergonzantemente deshecho y deslegitimizado si el mismo autor se ha constituido en ocultador o falsificador o destructor deliberado o voluntario de documentos, fuentes o datos que por su significado informacional serían fundamentalmente necesarios para conocer y entender procesos históricos importantes que sean del interés público, máxime si su acceso a esas fuentes o datos han sido exclusivos.