El cuestionamiento hecho el 20 de diciembre de 2022 por los hermanos Minou y Manolo Tavárez Mirabal a la Academia Dominicana de la Historia por la elección interna como miembro de número de esa entidad en 2021 del ciudadano Ramiro Matos González, acusado judicialmente por conciudadanos particulares y por agrupaciones de haber cometido actos de asesinato y crímenes de guerra durante el pasado reciente dominicano, y la solicitud presentada a la Academia de que provea una explicación a la sociedad dominicana sobre esa decisión, ha abierto –para quienes lo quieran ver— lo que se puede calificar como un reto visceralmente definitorio para a Academia, a la vez que un momento moral, intelectual, cultural, ideológico y político de grandísima envergadura (de dimensión histórica, de hecho, cabría decir) para la nación dominicana como colectivo humano que persiste en identificarse como democrático en medio de mundo del primer cuarto del siglo XXI.
Ante ese cuestionamiento y ese reclamo, lamentablemente, a nuestro humilde entender, la actual directiva de la Academia ha incurrido en lo que podríamos definir como una estrechez gigantesca de miras para percibir las dimensiones del momento peculiarísimo creado por esos llamamientos, tanto para la Academia como para la sociedad dominicana, así como en una parálisis conceptual muy grande en términos intelectuales respecto a la labor historiográfica, y finalmente en una apatía e insensibilidad morales radicalmente lamentables, todo ello en un instante histórico donde la nación-país dominicana (como tantas del mundo, por no decir el mundo entero) se encuentra grandemente necesitada de esfuerzos por repensar las maneras tradicionales de entender, valorar y manejar la dignidad ciudadana y social, y donde las fórmulas tradicionales de normar el trabajo historiográfico como una actividad que se pueda mantener al margen de los conflictos sociales y humanos se han quedado vacías o grandemente irrelevantes.
De paso, con su respuesta formal inicial, a menos que tengan capacidad para reconsiderarla y enmendarla, los actuales directivos de la institución se retratan como individuos-ciudadanos para la posteridad de la nación y del mundo, porque aunque hablemos en todo este asunto sobre todo de la Academia como entidad, tanto su directiva como sus membresías “de número” y “correspondiente” están formadas por individuos-personas, y la respuesta que ha dado la directiva, por muchas alusiones que se hagan a reglamentos y definiciones oficiales institucionales, refleja la percepción de quienes la componen sobre todos los temas de la sociedad dominicana de los últimos sesenta años que la carta de la familia Tavárez Mirabal plantea directa e indirectamente, y sobre cómo esos temas son vistos por los miembros de esa directiva en cuanto material y experiencia humana pensable y estudiable desde el punto de vista de la historiografía.
Incluso me atrevería a decir que la interpelación de la familia Tavárez Mirabal a la directiva de la Academia (y por extensión, a toda su membresía), además de su propósito inmediato respecto a hechos históricos específicos y los personajes que intervinieron en ellos, resulta ser una de las muchas maneras en que se puede y debe reiterar una pregunta púbica, colectiva, ciudadana, sobre la misión del estudio histórico en una sociedad con el historial y las características presentes como las que alberga y presenta la sociedad-nación dominicana de hoy. El reclamo de los hijos de Manolo Tavárez y Minerva Mirabal, “al final del día”, nos interpela a todos los que somos estudiosos y estudiosas de la historia dominicana en particular y de la historia humana en general, y con la publicación de estas notas pretendo simplemente plantear el comienzo de un comentario y una toma de posición pública que a grandes rasgos creo tener claros en la cabeza y en mi conciencia moral, pero que posiblemente tenga que reelaborar y pulir en sus detalles a medida que pasen los días y las semanas, intentando contribuir los planteamientos más historiográficamente útiles y más cívicamente democráticos de los que sea capaz como parte del colectivo de los estudiosos de la historia dominicana que en este siglo XXI, a pesar del terrible abandono institucional en que la tienen las élites políticas y empresariales de la nación, nos empecinamos en seguir rescatando y vigorizando nuestra memoria histórica.
Precedido por el ejemplo democratizadoramente oxigenador y sanador de las otras y otros colegas miembros de la Academia que ya se han expresado sobre este asunto, es lo mínimo que creo que debo hacer ante el agravio y el cuestionamiento expresados por la familia Tavárez Mirabal y que son sentidos por muchas otras personas y familias dominicanas de los sectores vencidos y agredidos y represaliados en distintos grados que –de modo parecido a lo ocurrido en Latinoamérica y España (por mencionar las sociedades idiomáticamente más cercanas)– ha generado la turbulencia política dominicana de por lo menos los últimos cien años. Por la misma razón les pido a quienes quieran leer estos comentarios una dosis abundante de tolerancia con las tosquedades estilísticas que puedan encontrar en mi expresión y que me acompañen en centrar la atención sobre los aspectos fundamentales de un tema de cultura histórico-política absolutamente urgente y ante el que no debemos actuar sin ningún exceso de lentitudes, porque cada día que pasa sin nuestra respuesta perpetúa una impunidad y unos abusos históricamente estancados que continúan enfermando la dignidad que todas y todos queremos para la democracia de nuestra sociedad.
Sin querer o queriendo, y no sé si acaso también por no tener la perspicacia y la sensibilidad que considero necesarias y absolutamente convenientes en estos momentos en esa y en todas las entidades culturales dominicanas, la respuesta de la Academia al reclamo de la familia Tavárez Mirabal (y de las personas y organizaciones que han expresado solidaridad con su reclamo, incluyendo un número de historiadores e historiadoras miembros de la misma Academia, tanto dominicanos como extranjeros), centrándose simple y exclusivamente en el estatus judicial/legal de las acusaciones presentadas contra Ramiro Matos González en medio de un ambiente institucional tan cuestionado como el dominicano actual, y argumentando sencillamente que al momento de ser electo miembro de la entidad no había recibido ninguna condena por tribunal oficial, ha hecho sufrir a la Academia de una pequeñez institucional y de una falta de protagonismo proactivo cívico-cultural público que se quedan a años luz de lo que necesitan urgentemente tanto la sociedad como la democracia dominicana a las que la Academia proclama tener la misión de servir.
Por un lado, justificada como un intento de imparcialidad ante confrontaciones políticas dominicanas, la escuetísima y lapidaria respuesta de la Academia hace patética una indiferencia pasmosa de su directiva ante los intereses y derechos colectivos de los sectores sociopolíticos tradicionalmente más agredidos, oprimidos y lesionados de la sociedad dominicana del último siglo, limitándose a amparar una supuesta inocencia de uno de los miembros de la Academia basándose exclusivamente en una ausencia de enjuiciamiento y condena judiciales, y ejerciendo un silencio y una índolencia desconcertantes ante una experiencia histórica dominicana donde el sufrimiento de la tiranía, la represión, la tortura, el asesinato, la vejación y la discriminación sistemáticas por diversos gobiernos contra amplios sectores de la población-ciudadanía no necesita ni siquiera demostración porque están presentes en la conciencia y la memoria históricas de muchísimos dominicanos y dominicanas de las mismas generaciones a las que pertenecen tanto la directiva como la membresía en general de la Academia.
Ante una sociedad nacional como la dominicana de hoy, tan claramente dividida (al menos desde la desintegración del régimen trujillista como existió al mando de El Tirano) entre fuerzas democratizadoras más o menos liberales y progresistas, por un lado, y fuerzas claramente autoritaristas y defensoras de un “orden” político-social tremendamente represor de derechos, libertades y diversidades, por el otro, esta directiva de la Academia Dominicana de la Historia responde esencialmente que no hay nada que pueda hacer por tratar temas que, aparte de sus aspectos judiciales, de hecho son de grandísimo interés tanto cívico como histórico-intelectual, y sobre todo moral, para el recuerdo y el sentimiento sobre el pasado de décadas recientes vividas por muchísimos dominicanas y dominicanos.
Para intentar quedar bien en su defensa de los méritos que se atribuyen al miembro Matos González, la directiva actual de la Academia ha decidido simplemente pagar el precio histórico de ignorar (y por lo tanto, ningunear) tanto la dignidad como la indignación sentida, vivida y sufrida por la familia Tavárez Mirabal y, con ellos, por todos las dominicanas y dominicanos que han visto pasar la agresión de los regímenes trujillistas y postrujillistas dominicanos contra ellos sin ninguna consecuencia. Ni siquiera la cita de un testimonio judicial contundente de un historiador-personaje tan respetado por su compromiso con la lucha militante (y arriesgada) por la democracia contemporánea dominicana, como fue Emilio Cordero Michel (expresidente de la misma Academia, maestro de historiadores, y autor de una obra historiográfica de gran aliento interpretativo prodemocrático e intelectual) ha valido o ha servido a esta directiva de la Academia para construir una respuesta siquiera más políticamente balanceada ni más receptiva y acogedora de la legitimidad de la experiencia de oprobio y victimización familiar y colectiva presentada por la familia Tavárez Mirabal y los otros miles de familias dominicanas que muy probablemente se sienten representadas e identificadas con su reclamo.