Esta valoración del tema de la necesaria transparencia en el manejo de fuentes en el trabajo historiográfico que se espera de las historiadoras y los historiadores hoy en día, en mi caso no solo viene dada por la cita que se hace en la carta de la familia Tavárez Mirabal del testimonio dado por el historiador y protagonista Emilio Cordero Michel sobre los hechos cuestionados en la carta y alegados y descritos previamente en denuncia judicial formal, sino que viene alimentada también por lo que considero un acceso privilegiado de mi parte a un testimonio relacionado que me proveyó en conversación personal el mismo Cordero Michel durante una cena privada que en la que, gracias a la generosidad inmensa que me demostró el veterano y respetado historiador a poco de conocernos personalmente y proponerme para ser miembro correspondiente extranjero de la Academia (soy nacido en la diáspora dominicana de Estados Unidos).

En la mencionada conversación, en un tiempo relativamente limitado, intentamos Cordero Michel y quien escribe, por encima de experiencias biográficas y generacionales considerables, darnos a conocer mutuamente con unos niveles de franqueza que, mirados en retrospectiva, supongo que son considerablemente inusuales y que fueron posibles, me imagino, fundamentalmente por la enorme humanidad, sentido histórico y valentía intelectual de una persona como fue Emilio Cordero, que sin incurrir en ningún grado de pedantería ni de actitud de poder o importancia derivables de su condición –por entonces—de presidente de la Academia Dominicana de la Historia, se sentía cómodo sentándose a charlar en privado con un investigador más joven a quien a penas conocía a través de unos trabajos de investigación sobre los que me expresó un gran aprecio que, confieso, recuerdo como una fuente de satisfacción intelectual y moral que, con todas las cautelas de lugar, me animan de paso a vivir y a continuar examinando el pasado y comentar con los demás lo que encuentro y percibo sobre el mismo.

 

Cordero Michel en esa conversación, ante mi insistencia de que me hablara de su vida para yo poder entender mejor quién era el como historiador,  me contó entre otras cosas sobre su participación en la sublevación del 14 de Junio de 1963, incluyendo la experiencia de enorme desgaste físico que les supuso a los sublevados, y su enorme frustración ante el secuestro político que habían hecho los miembros de la cúspide militar apoyadores del golpe de estado antidemocrático de entonces de documentación que portaban los sublevados, entre otras cosas un diario de campaña que –si recuerdo bien el testimonio—había escrito el mismo Cordero y que él consideraba fundamental para la redacción de algo así como unas memorias históricas que por entonces quería escribir sobre aquellos hechos trascendentales en las luchas libertarias de los dominicanos que se oponen al trujillismo y creen en democracia, y que militares entre los que mencionó a Ramiro Matos González se arrogaban el derecho de mantener secuestradas, en un acto equivalente a un robo, impidiéndole a conciudadanos como él acceder a un reflejo de su propia conciencia en el momento de los hechos y a una fuente histórica fundamental para el proyecto historiográfico que albergaba de redactar un análisis histórico de los mismos, que en su caso sería un estudio  histórico de historia vivida.  Creo que me decía algo así como: “Anthony, tienen esos documentos ahí en la Secretaría de las Fuerzas Armadas y no los quieren soltar,” o algo así.  En sus comentarios creo que mencionó usurpaciones de otros bienes de los rebeldes, y también incluyó opiniones absolutamente acusatorias sobre Matos González, y creo que me contó más detalles críticos que ahora he olvidado, porque soy un historiador con una memoria natural pésima y porque aquella conversación me pareció tan dramática que no me atreví a intentar ni escribirla luego al regresar a mi hospedaje, alucinado por haber tenido acceso a lo que me parecía uno de los aspectos más nefastos e ignominiosos de la realidad social dominicana, comunicado por un paisano historiador sobre el que solamente he oído opiniones sobre su honestidad extrema, y hasta temeroso yo mismo de las implicaciones de un saber como ese en una sociedad como la dominicana, con tanta tradición de represión e implacabilidad política contra los difusores o portadores de verdades.

 

Tras la con versación con Cordero Michel la imagen de la jerarquía de las Fuerzas Armadas Dominicanas y del Estado dominicano como existían entonces, y de ambas entidades como me temo que puedan seguir existiendo (y que por mi experiencia generacional de juventud durante los años 60s y 70s iba asociada al terror y la arbitrariedad más incontestables),  se me había caído a un nivel no de suelo, sino francamente subterráneo, pensando en un Estado incapaz de respetar y reconocer ni en lo más mínimo la dignidad humana de quienes han sido activistas denodados en pro de las libertades civiles dominicanas, y me había dejado reflexionando durante días sobre la indignación que un individuo como Cordero Michel debía haber tenido que sufrir por el maltrato, ninguneo y menosprecio ejercidos contra él por décadas de parte de quienes se supone deberían ser el máximo ejemplo de honor ciudadano, además, por supuesto, de arrastrar en su memoria la constancia de haber sido testigo de los asesinatos despiadados de sus compañeros de lucha desarmados con los que arbitrariamente se  le puso fin a sus vidas después de aceptar y creer en una promesa oficial de respeto a sus vidas por parte de los vencedores en un contexto de clarísimo enfrentamiento bélico, vencedores que continuarían de por vida ejerciendo el dominio y control del estado dominicano.

 

Finalmente debo decir que la anécdota de este testimonio de un dominicano que se enfrentó como lo creyó su obligación contra quienes se empecinaron en imponer un orden político que aplastaba sueños, intentos y esfuerzos de libertad y dignidad colectivos, tenía otro componente que también me obliga a una tensa reflexión crítica retrospectiva.  Cordero Michel me hizo estos planteamientos testimoniales como un intento de advertencia cuando, como parte inicial de nuestra conversación –creo recordar—le explicaba como había ido ejecutando yo, desde mi espacio de supervivencia en la diáspora dominicana de Nueva York, mis muy solitarios afanes por conocer del modo más fehaciente posible a nuestros antepasados coloniales del siglo XVI, en especial a un clan familiar de colonizadores europeos y sus trabajadores esclavizados africanos  que habían vivido en la zona de Azua de Compostela durante ese siglo.

 

La advertencia de Cordero Michel no fue por mi tema de investigación sino por escuchar mi testimonio biográfico-intelectual de que mi segunda visita investigativa a Azua en busca de aquellos antepasados del Quinientos (después de una primera hecha años antes en voladora y motoconcho) había sido acompañado por no otro que el general retirado Ramiro Matos González, quien al enterarse en su momento por datos proveidos desde la Academia Dominicana de la Historia de que andaba un investigador radicado en Nueva York inquiriendo sobre los comienzos coloniales dominicanos en Azua, había logrado conseguir mi teléfono y tenido la generosidad de llamarme en persona y ofrecerme transporte y compañía personal hasta Azua para los fines dichos, una invitación que acepté en su momento y que valoro como gesto humano y por el acceso que me facilitó a otro azuano longevo, y para mí muy memorable, que resultó llamarse Eddie Noboa,  que compartía la pasión por el pasado de su región, y que se saltó nuestra inicial extrañeza mutua con la misma desconcertante transparencia –ahora que lo pienso—que Cordero Michel, y que me proveyó unos datos de historia oral salidos de sus propios recuerdos de infancia que por entonces, tras más de una decena de años pasados en Nueva York leyendo en documentos  sobre esos ancestros azuanos de los que casi nadie sabía nada, parecían confirmar desde aquel presente local azuano la continuidad, para mi fascinante, de un legado histórico de casi quinientos años.  Y

 

La conversación e intercambio de testimonios con Cordero Michel,  por lo tanto, me había forzado a autocolocarme, allá por el año 2009 o 2010, en una tesitura moral (y simultáneamente  intelectual, historiográfica, en el sentido más vivencial de la palabra) de inesperada disyuntiva, una de esas en las que la vida (o el proceso histórico vivido, si quisiéramos llamarlo así) con su propia conflictividad te desencaja tus dinámicas habituales y te fuerza a percibir y darte cuenta de los conflictos y a buscar tu propia respuesta ética ante los mismos, o por lo menos a intentarlo.

 

En este caso, ante las conversaciones y contactos con Ramiro Matos González y luego con Emilio Cordero Michel, una secuencia de antípodas casi absolutamente inimaginable (si no fuera porque ambas a fin de cuentas fueron precipitadas, cada cual a su manera, por mi propia manía historiográfica) opté simplemente por aceptar en silencio que me había visto expuesto a dos dominicanos que representaban, cada uno a su manera, las dos grandes fuerzas en liza en la sociedad dominicana contemporánea, la de los vencedores y la de los vencidos, que ha sido también la de los liberacionistas y la de los retrógrados, ya presente al menos desde las confrontaciones entre trinitarios y santanistas, y que continúa hoy.  Pero quedaba claro que, en lo concerniente a mis preferencias, se decantaban claramente por el bando de los libertarios tradicionalmente derrotados y desplazados del poder retrógrado dominicano.

 

Esta es la experiencia y el punto de vista con los que intervengo, como historiador y casi de modo estrictamente individual, y dejando de lado, en la medida en que tal cosa sea posible, mis propias convicciones y militancias políticas muy claramente definidas hoy por hoy, en el debate sobre la respuesta, a mi modo de ver inadecuada, insensible y drásticamente incoherente con que la directiva de la Academia Dominicana de la Historia ha respondido al reclamo de la familia Tavárez Mirabal, que con su demanda representa el derecho de miles y miles de dominicanas y dominicanos agredidos y vejados durante décadas por el abuso, la arbitrariedad y el sectarismo de unos poderes autoritarios (con vocación y convicción de autoritarismo) que no han vacilado en ejercer la violencia más despiadada por imponer su noción de dominicanidad visceralmente excluyente y grupal.