Un estereotipo sobre los gallegos ha recorrido América con desigual fortuna según las latitudes geográficas y… mentales, nutriendo el imaginario de varias generaciones de latinoamericanos. De ignorantes, tacaños, sumisos, entre otros calificativos, fueron tachados quienes, expulsados de Galicia por una economía agraria y arcaica, llegaron en el siglo XIX y en la primera mitad del XX a América, especialmente a Cuba, Argentina, Uruguay, cuyas capitales eran más cosmopolitas que cualquiera de las ciudades gallegas, y aun españolas.

Procedían de la zona rural y hablaban malamente el castellano pues su lengua materna era el gallego —este no era percibido como un idioma en esa época y por eso se ridiculizaba a sus hablantes—. Y se emplearon como trabajadores domésticos, camareros, recaderos, choferes, dependientes, etc., circunstancia esta que, según analizan los estudiosos del tema, los visibilizaba y exponía en los países receptores.

El estereotipo reflejaba en parte una realidad, la de los inmigrantes pobres de cualquier época y lugar. Si procedían del campo, por fuerza debían sentirse apabullados en una gran urbe (en muchos casos las ciudades receptoras constituían su primera experiencia urbana); si se deslomaban trabajando, debían constreñirse al máximo y estirar cada peso arañado, y si desempeñaban trabajos básicos era porque su escasa o nula instrucción no les permitía más (las habilidades necesarias para pescar o para arar la tierra en las aldeas de Galicia eran inservibles en una gran ciudad).

Una dominicana culta y viajada fue testigo del trato recibido por los gallegos por parte de los propios españoles de la tripulación nada más ponían el pie en la nave que los llevaría a América, un anticipo de lo que en muchos casos les esperaba al desembarcar. Se trata de Abigail Mejía (1895-1941), que en sus diarios de viaje[1] recoge su travesía trasatlántica en 1919. Se había embarcado en Barcelona el 25 de mayo en el vapor Cádiz, que después de recorrer la costa ibérica recaló en Galicia para recoger a los emigrantes.

Abigail Mejía (1895-1941
Abigail Mejía (1895-1941)

Mejía se formó en España, donde se graduó de maestra normal y colaboró con el periódico La Vanguardia. La escritora, periodista, fotógrafa y feminista se emociona al llegar a la Galicia que conoce a través de los ecos de sus escritores (una vez más se constata que la literatura acerca):

“Llegamos a ella con el alma preparada por tantos libros que nos pintaron a Galicia, la pa­tria de Rosalía de Castro y Curros Henríquez, como un país de ensueño y como tal la encontramos en la realidad sin sufrir la más ligera decepción, no sé si debido a que, compenetrados con nuestras ilusiones, bajo ese velo lo miramos todo verde y azul. […] Abundan las campesinas de trenza rubia, que pasan, modestitas, conduciendo una vaca o un asnillo cargado de botijas con aquel aire resignado y triste que tan divinamente pinta la Pardo Bazán […]”.

Pero enseguida se enfrenta a la dura realidad de la emigración:

“[…] así nos ocurrió que, contrapuesta a la impresión sumamente amable que la aristocrática y señoril ciudad [La Coruña] nos hiciera, nos esperaba en el vapor una visión desoladora y tristísima: la de la miseria humana que emigra en busca de pan y trabajo. Muchos son los sin fortuna que ascienden la escalerilla del barco; unos ochocientos según nos dice un oficial que los va contando. ¡Mísero rebaño humano! [….] Y, allá abajo, en el comedor, el desfile de los emigrantes, de la miseria y la suciedad, ante el oficial que parece un juez al in­terrogarles. No creerá él posible que esos ochocientos setenta y cuatro entes que llenan la proa del Cádiz y parte de la cubierta, por ambos lados, sean personas como nosotros. Hacinados, casi unos sobre los otros, comen así, allí duermen, arrojan si se marean, junto al otro que está cenando.”

Esos 874 emigrantes formaban parte del inmenso aluvión migratorio que llevó al continente americano a casi un millón de gallegos entre 1885 y 1930. La perla la encontramos cuando la escritora transcribe el diálogo entre un oficial de la tripulación y un emigrante (imitando el acento de este último). Para muchos viajeros de primera, la escena habría pasado desapercibida, pero a esta pasajera, sagaz y sensible, pocas cosas se le escapan.

“—¿Y tú, cuánto llevas?

—Siete durus…

—Bueno, Roschild, ya tienes para redimir tu alma.

—Ahora no tengo más que siete durus —responde el emi­grante— pero cuando vuelva a mi pueblu le aseguru que tendré para comprar mil veces la suya —lo dice con dignidad y aplomo.”

Esa lapidaria respuesta echa por tierra la generalización que sostiene el estereotipo. Ese no es un hombre sumiso, sino un rebelde. No es una persona obtusa, sino bien espabilada. Tampoco es el más desvalido de la aldea: el simple hecho de reunir dinero para comprar un pasaje ya marca una diferencia. Por no hablar de la determinación y el arrojo requeridos para emprender una aventura semejante. Ayer hacinados en barcos. Hoy arriesgando la vida en las frágiles yolas que se adentran en el Caribe, o en las precarias embarcaciones que cruzan el Mediterráneo.

Ayer se trató de los gallegos, mirados en unos países con más extrañeza que en otros, hasta el punto de alumbrar un subgénero humorístico en Argentina (por pasar de puntillas sobre el asunto). Y ni hablar de la discriminación sufrida décadas después en los países europeos cuando salieron hacia allí en estampida a partir de los años 60 del pasado siglo. Los que se desplazaron a Castilla en el siglo XIX como jornaleros estacionales habían vivido también todo tipo de penurias, y ya Rosalía de Castro se quejaba amargamente de ello en Cantares gallegos (1863): “Castellanos de Castilla, tratade ben ós galegos; cando van, van como rosas; cando vén, vén como negros”, versos con los que debió estar familiarizada Abigail Mejía.

Hoy son los latinos, los haitianos, los subsaharianos, los marroquíes, etc., etc. Muchos rioplateños y otros latinoamericanos que han mamado el estereotipo sobre los gallegos han terminado de camareros, dependientes, trabajadores domésticos, etc. en los bares, tiendas y hogares de Galicia, y a menudo han sido encasillados dentro del término despectivo de sudacas.

Ayer y hoy los inmigrantes pobres son mirados, en el mejor de los casos, por encima del hombro por los nativos de los países receptores, un proceder que se va degradando y envileciendo conforme se oscurece el color de la piel del extranjero. La historia da lecciones, pero solemos desoírlas, ignorando que en cualquier vuelta de tuerca cada uno de nosotros puede ser el otro.

[1] La sonrisa del paisaje, diarios de Abigail Mejía, Editora Nacional, Santo Domingo, 2019.