Ciertamente, es beneficioso para el artista tener una buena formación cultural (cualquiera que sea el renglón del arte en que incursiona), puesto que ésta es bienvenida en cualquier persona, máxime en un artista, pues éste nace o crece con un don que debe ser desarrollado. Ese preciado don para el que está destinado debe ser cultivado. Pero, ¿cómo? Es un misterio. No obstante, en el caso del pintor ese don debe ser alimentado, entre otras cosas, por medio del dibujo diario o frecuente. Pero también la lectura de los grandes autores ayuda sobremanera a la maestría del arte y a desarrollar la amplitud de miras del artista, de la misma manera que la vida —la experiencia que ha vivido el artista, sus aciertos y desaciertos— enriquece el oficio de un modo incalculable. Así nace la cosmovisión del artista, la forma en que él mismo ve la vida, el mundo, todo lo que le rodea… Traemos esto a colación porque, por ejemplo, el artista plástico Raf Nepomuceno es, además de buen pintor, un joven con una sólida formación cultural. Es un gran amante de los libros y su biblioteca personal es inmensa. De manera que ese gran amor que él siente por los libros es parte de su cultura, de su modo de vida, de su arte.
Prueba de ello es una pieza artística que dio a conocer en 2022: acrílica en formato de extensión 53 × 61 cuyo título es Aguas del Caribe del hombre dominicano: Eterno retorno y los cuatro elementos. A simple vista, el título podría parecer extenso y hasta confuso. Sin embargo, es todo lo contrario: el título es breve y esclarecedor (incluso necesario), y para saberlo bastaría con analizar el cuadro y volver a leer el título. Es un título tan necesario a este cuadro como necesario fue que Augusto Monterroso titulara El dinosaurio de ese modo y no de otro; o como el título del Ulises de Joyce, o sobre todo como en los cuadros La joven de la perla de Vermeer y La mancha roja de Joan Miró que hacen alusión directa al punto focal de la obra. En todas estas piezas mencionadas —incluida la de Raf Nepomuceno, por supuesto— existe interconexión entre el título y su contenido. Es la intercomunicación o la intertextualidad título-contenido de una obra de arte. De este modo el material trabajado queda enriquecido sobremanera. El título sirve de pista a la salida de ese laberinto que constituye toda obra pictórica bien lograda. Dicho de otro modo: El título puede ser la pieza clave para armar el rompecabezas de una obra de arte.
Es por ello que a veces algunos pintores barajan mucho el título de una obra. Algunos incluso tardan años en titular un trabajo, e inclusive en materia de pintura hay trabajos que simplemente no tienen título. Es que para el pintor no es tan sencillo ajustar un título al contenido. En ocasiones el título puede limitar el contenido de un cuadro —siempre que no esté bien titulado— o también, como en el trabajo que ahora nos ocupa, lo puede enriquecer. Un mal título estanca el contenido de una obra de arte, pues el contenido es la materia del arte y, por ende, es de una diversidad vacilante y que puede ser vista desde diferentes interpretaciones. ¿Qué quiso decir Leonardo da Vinci en La Gioconda? ¿Qué quiere decir Shakespeare en Hamlet? ¿Están La Odisea y La Divina Comedia limitadas a una sola interpretación del lector? El arte (pintura, literatura, música y demás) no se circunscribe a una sola perspectiva de análisis; su naturaleza es deliberadamente ambigua, puede ser visto desde mil perspectivas diferentes. No se resiste a una sola interpretación. El arte nunca ha sido de contenido plano; es tan poderoso que incluso escapa a la intención del artista, por eso desde que éste publica una obra ya el contenido no le pertenece: es del público. Cada público lo interpreta a su modo. Incluso un diletante puede entender algo a años luz de lo que realmente quiso transmitir el artista. ¿Cuántas interpretaciones diferentes han suscitado, por ejemplo, El dinosaurio de Monterroso, El Castillo de Kafka y La virgen de las rocas de Leonardo da Vinci?
Esta pieza pictórica de Raf Nepomuceno nos remite a los cuatro elementos planteados por los griegos, sobre todo en la línea de los presocráticos que argumentaron que uno de los cuatro elementos —cada pensador con un elemento distinto—, era por sí solo la génesis de todas las cosas. Es decir, para Tales de Mileto el agua era el alfa y el omega de la vida; para Anaxímenes, era el aire; para Heráclito, el fuego; y para Jenófanes, el elemento tierra. De manera que, según estos sabios, caos y orden estaban indisolublemente ligados entre sí de forma cíclica, en un continuo equilibrio etéreo que de forma perenne se creaba por sí solo y simultáneamente se destruía una y otra vez hasta lo infinito dando paso así a lo que ha dado en llamarse eterno retorno. Esto lo vemos en el cuadro de Raf Nepomuceno, porque los contrarios (vida y muerte, guerra y paz, caos y orden, alfa y omega) están aquí unificados en la propuesta del artista. No en vano el cuadro está bañado en rojo, es decir en sangre; pero al mismo tiempo está revestido de agua, o sea, impregnado de vida.
Esa integración de los elementos está bastante unificada en este trabajo pictórico. Y en ello radica el punto esencial del mensaje hermético que es la esencia del susodicho cuadro, porque aquí no es un solo elemento el que rige la génesis de la creación (del cosmos creado por el artista), pues es la unificación de los cuatro elementos lo que da razón de ser a este universo pintado por Raf Nepomuceno. De ahí que, por ejemplo, no sea casualidad que el título mismo del trabajo haga referencia a los cuatro elementos de la naturaleza. Tampoco es casualidad que esa unificación de los elementos nos recuerde a lo dicho por Aristóteles, el cual deja saber que Empédocles creía que en la unificación de los cuatro elementos estaba el verdadero origen de la vida, y que del equilibrio de los cuatro dependía el surgimiento de un quinto elemento: el éter, es decir, la quintaesencia de todo lo existente.
Es precisamente lo etéreo lo que predomina en el cosmos de este creador dominicano, por ello nada negativo pasaría si el subtítulo del cuadro fuese (es un decir): El quinto elemento de la naturaleza en las aguas del Mar Caribe. ¿Por qué? Porque es el universo caribeño representado por un quinto elemento apoyado en cuatro elementos, en cuatro columnas que sostienen el caos y el orden de lo creado; es el éter como dador de equilibrio circular entre el orden y el caos, entre la vida y la muerte. Ese quinto elemento no es otro que una etérea circularidad, es decir, el eterno retorno. Es el Destino (en mayúscula) lo que nos está vedado para hoy, mañana y siempre, pues presente, pasado y futuro se conjugan en una regresión eterna. De ahí que no sea extraño que en algunas culturas se asocie la conjugación de los cuatro elementos de la naturaleza y el eterno retorno con la metempsicosis o la transmigración de las almas.
Todo ello está revestido en la pintura de Raf Nepomuceno con un matiz de majestuoso contraste, en donde lo espiritual parece ser la esencia de lo plasmado en esa sórdida pesadilla convertida en arte. El agua es aquí lo que la música es para la obra de Kandinsky: un acorde cosmogónico impregnado de espiritualidad. Es que en este cuadro, que no sólo remite al arte abstracto, existe una presencia muy poderosa en todo él: la influencia directa o indirecta de Kandinsky. Esto enriquece el cuadro. Y es notoria la influencia de Kandinsky no por la gran energía espiritual que emana de la pintura de Raf Nepomuceno (como en el arte de Kandinsky), sino porque real y efectivamente la ejecución, el tramado y el elemento cromático de lo creado son homogéneos. No ocurre lo mismo si hacemos una crítica comparada entre este cuadro de Raf Nepomuceno y los cuadros de Xul Solar, pues aunque la energía espiritual y cosmogónica en el arte de Xul Solar es a todas luces evidente como en este cuadro, no se trata de influencias, sino de coincidencias, porque en el artista argentino lo espiritual también era el eje temático de su arte pictórico.
También en los colores del cuadro hay pistas de lo que nos comunica la pintura. Y si Kandinsky es el que más tiene que ver con este cuadro, entonces no sería erróneo darle importancia —como quería el propio Kandinsky— a los colores vertidos en el cuadro. Cada época —y cada escuela y academia— impone un significado a los colores. Pero el arte es libre y todo lo que con él se relaciona, de ahí que no hay razón para encasillar el significado de un color. Pero siendo Kandinsky el que más se siente en este cuadro, más incluso que Picasso, se puede decir que aquí, conforme a lo que según Kandinsky significaba el rojo en la pintura, en este cuadro el rojo es vida, energía, vitalidad, desafío, pero también destrucción y poder. Es la circulación del sistema nervioso del cosmos, o, más bien, la circulación de la sangre corriendo por todo ese cuerpo pictórico.
Aquí el rojo es lo que es el negro al King Oliver de Franz Kline. Y como en Interchange de Willem De Kooning, o como en Naranja, rojo y amarillo de Mark Rothko, en el cuadro de Raf Nepomuceno el color tiene una intención comunicativa, no como el cromatismo refulgente de los pintores fauvistas más célebres. Pero sí juega un papel preponderante en la pintura, como bien quería el referido Kandinsky. Pero hablar de influencias en el arte no es restar originalidad a un creador. Al contrario: las influencias son buenas, y más aún cuando vienen de los grandes artistas. Después de todo, este cuadro es, como ya dijimos antes, una pesadilla de Raf Nepomuceno, quien queda bien parado cuando hace una simbiosis de los cuatro elementos que conforman el eterno retorno que se describe en esa pesadilla que ha transcrito y que ha convertido en una formidable pieza de arte.
En el cuadro de Raf Nepomuceno: el agua parece predominar, pues es un elemento muy visible; de hecho, el signo del elemento del agua no sólo es visible en los ojos del pez que se visualiza claramente en el cuadro, sino que además es el pez mismo la representación de la vida en el cuadro. Por otro lado, las fauces o los colmillos de la destrucción parecen estar señalando las embestidas o los zarpazos que está dispuesto a propinar el demonio de la destrucción que está presente en el cuadro. El fuego constituye aquí el elemento del exterminio. Los dientes del demonio de la destrucción parecen amenazar desde arriba, y sin embargo también se puede entrever que están en un cuerpo destruido, en un ser descompuesto, pero aquí vida y muerte se conjugan y forman una indisoluble materia. Chorro de agua, río de sangre, el Mar Caribe con todas sus embestidas: ese es, pues, el meollo de este eterno retorno que, como un vaivén eterno, fluye una y otra vez por el cosmos de este cuadro. Este Mar Caribe del hombre dominicano no es otra cosa que el mundo en miniatura, pintado por la mano —o más bien la psique, porque aquí de algún modo todo es onírico— del artista Raf Nepomuceno.