A los poetas los entierra la Sanidad. Eso me expresaba con toda la mala leche, y la sorna mejor condimentada del mundo, el periodista José Antonio Torres. Tenía razón, yo le decía, mientras ocultaba una mueca y hacía un registro mental de todos los poetas conocidos y por conocer que habían dedicado su vida al verso, quienes al través del tiempo se consagraron a buscar magia en la palabra para que una posteridad, los recogiera en antología, o quizás agrietada tarja. Evocaba yo al Departamento de Sanidad como a un conjunto de empleados municipales, vestidos de blanco y bocas y narices tapadas, asaltando la guarida del poeta pobre, y tomando, sin ningún respeto por el cuerpo, lo que era ya cadáver. La sanidad haciendo de las suyas, en pleno ejercicio de sus necrológicas funciones.
En términos generales están “descalabrados” la mayoría de poetas que conozco, llegan (llegamos) al final de sus vidas con el sobresalto de quien siente sacudir el esqueleto, y hasta las tuercas de la carreta, cuando va camino al patíbulo. La seguridad social, que bufa y nos saca la lengua, es cuestión de banqueros, burócratas bien conectados, o diputados que se pensionan con sueldos estratosféricos, no de poetas malditos y de quienes se dedican a colocar frases bellas de forma horizontal. Una aterradora manía que conoció el dipsómano Allan Poe, en cuya rama de vida se posó siempre un triste cuervo. Si con algo comulga la poesía es con la pobreza. La estrechez económica es la hostia del poeta.
Este introito a razón de que vi un comunicado firmado por más de 500 escritores (506 para ser específico) pidiendo el presidente que intervenga para poder salvarle o alargarle (en el más feliz de los casos) la vida al poeta Ramón Saba. Un patético pedido, sin duda, y que le agrega más al drama del que padece y vive la enfermedad entre dolor y silencio.
En otros tiempos con más de 500 escritores, poetas y artistas, más que un comunicado, una revolución, y no estética, se hacía o se intentaba, o al menos escaramuza. Pero, estos son otros tiempos y los tiempos de hoy mandan a plegarse al pedido al sultán de turno del Palacio Nacional o implorar que la firma del más poderoso determine alargar el periodo de existencia en este ominoso valle de lágrimas.
El cuerpo del poeta está marcado por la mortalidad, aunque para lo que trabaje denodadamente sea para la inmortalidad, esa soñada y elusiva dama. Hoy le toca a Ramón Saba. Mañana estará tocándonos a cualquiera de nosotros que una enfermedad de alto costo se arrime y toque los goznes de nuestro tugurio.
Solo los poetas que han sido ministros, diputados, o que bajo la sombrilla de la política o la diplomacia se han cobijado, de las penurias y estrecheces económicas, se salvarán de dramas posibles. Morirán, pero entre sábanas blancas, atendidos por eficientes enfermeras, y con todo el papeleo de las funerarias y los aprestos para el entierro, ya arreglados.
La mayor maldición no es la poesía, sino la pobreza. No hay poetas malditos, sino la maldita miseria. Saba está hoy atravesado por un comunicado que debería abogar por una seguridad pública para todos, incluyendo la de él. Johann Holderlin se preguntó una vez ¿para qué sirven los poetas en tiempos de mezquindad? El amigo Saba no podrá responderle.
El desamparo social no es de uno, es de todos. El desamparo de Saba no es para comunicados y otros aderezos sociales. Replica el drama que viven muchos dominicanos que nunca han abierto un libro y desconocen quien es Neruda.
No puede uno ni morirse en silencio, es el último ruido al que nos somete el feroz capitalismo; hay que arrodillarse para prolongar la agonía neoliberal de los huesos, hay que pedir públicamente para robar unos días más a la muerte, para saborear una vida en el trópico que es acre, que es cruel, y que cada día es más insoportable. Saba lo padece en carne propia. Es una pena. Es una pena.