De repente, como suelen suceder estas cosas, se puso de moda ignorar que el Manifiesto del surrealismo —Manifeste du surréalisme— tuvo dos nacimientos.
En efecto, el primero de esos nacimientos fue aquella publicación de un texto que escribió el poeta francoalemán Yvan Goll con ese mismo título, el 1 de octubre de 1924, en el número 1 de la revista Surréalisme. De golpe, fue esta la publicación que determinó el “segundo nacimiento” de lo que el mundo conocería posteriormente como el “Primer Manifiesto del Surrealismo”, aunque su título correcto es precisamente Manifiesto del surrealismo.
Dicho texto es aquel que el líder indiscutible del surrealismo, el poeta francés André Breton, publicó el 15 de octubre de 1924, al cual, como si fuera poco, le seguiría un Segundo manifiesto del surrealismo (publicado en 1930, urgido por la decisión de Breton de afiliar su movimiento al Partido Comunista Francés (PCF) e incluso unos Prolegómenos a un tercer manifiesto del surrealismo o no, especie de panfleto de apenas una decena de páginas que Breton publicó en 1942, durante la Segunda Guerra Mundial.
A quienes durante décadas se han apoltronado convenientemente sobre la idea de que el surrealismo no fue más que un movimiento de personajes díscolos y de conducta dudosa, más o menos narcotizados por el culto a lo irracional y cultivadores más o menos afortunados del disparate ni siquiera les interesará que se les diga que este movimiento operó como una plataforma ideológica internacional que integró a varias de las mentes más brillantes de todo el mundo desde 1924 y hasta su progresiva disolución en el período en que se desarrolla la nueva mentalidad posmoderna.
Originalmente, el Manifiesto del surrealismo se publicó como introducción a los poemas del libro que el mismo Breton publicó bajo el título Poisson soluble (o sea, Pez soluble, título a partir del cual, décadas después, nuestro poeta nacional Pedro Mir terminaría construyendo el de “Crónicas de un pez soluble” con el que designó sus colaboraciones en la prestigiosa revista ¡Ahora! en las décadas 1970-1980).
Paradójicamente, a pesar de que la intención original de Breton era que los poemas de Poisson soluble funcionaran como ilustraciones de la teoría surrealista, fue el prólogo lo que terminó acaparando la atención de los lectores.
Para comprender este fenómeno, lo primero que se debe tener en cuenta es el hervidero de ideas que marcaron aquella época de entre-guerras, y muy particularmente las que desencadenaron los ímpetus revolucionarios de las ideas socialistas, comunistas y fascistas, en el campo de la política; el espiritismo y el misticismo de Allan Kardek y de los miembros de la Sociedad Teosófica que prosperaron en todo el Occidente durante el fin de siglo XIX y el principio del XX; el psicoanálisis de Freud y los estudios sobre la sexualidad humana del Dr. Magnus von Hirschfeld, quien fue uno de los precursores de la lucha por el reconocimiento de los derechos homosexuales y el iniciador del movimiento LGTB, etc.
Lo segundo que hay que considerar es que la prosa de Breton tenía todo lo que se necesitaba para causar febrilidad en la mentalidad de una época que acababa de ser sacudida por la más devastadora de las guerras que hasta entonces había conocido Occidente y que, no por casualidad pero sí por causalidad, había puesto el punto final a aquella época de fiestas irresponsables e interminables que se conoce como la “Belle époque” con la cual buscaba marcar su hegemonía la nueva burguesía europea, vertiginosamente enriquecida durante la época que se conoce como la Segunda Época Colonial (entre el último tercio del siglo XIX y primera mitad del siglo XX).
Muchos han destacado, en efecto, el poderoso influjo ético que ejercieron tanto la personalidad como el pensamiento de Breton sobre sus contemporáneos. Buena parte de dicho influjo se debió a tres factores que terminarían determinando la suerte del movimiento que él lidereaba: 1) su increíble capacidad para detectar el potencial creador de aquellos en quienes encontraba muestras de ser portadores de algún “mensaje único” que el surrealismo les ayudaría a revelar; 2) su apego irrestricto a los lineamientos éticos y estéticos del surrealismo, y 3) su ansia voraz y permanente de actualizar la ruptura respecto al orden social burgués, por cualquier vía disponible.
Esos tres aspectos están latentes en la prosa del Manifiesto del surrealismo y aún hoy, a 100 años de su publicación y a 58 años de la muerte de Breton, poseen la capacidad de reactivarse por medio de la lectura y conectarse con las fuerzas que rigen los centros creativos de las personas.
El mensaje único, en primer lugar, aparece teorizado de varias maneras en el Manifiesto. La primera es la que se relaciona con los sueños. Para Breton, el ser humano (“el hombre”, en su terminología) es un “soñador sin remedio”. Llega incluso a preguntarse si es posible “emplear también el sueño para resolver los problemas fundamentales de la vida” y se interesa en saber “cuándo llegará la hora de los filósofos durmientes”.
Lo que Breton persigue a través de esta recuperación del sueño no es otra cosa que una exaltación de la libertad. Su verdadero propósito, qué duda cabe, era proclamar la necesidad de trascender la serie completa de trabas que impone la vida social, a saber: 1) las de la lógica racional, caracterizada por una serie de oposiciones antinómicas que imposibilitan el acceso a la comprensión de la actividad creativa; 2) las del orden de la moral, cuyo único propósito es el de interrumpir la libertad humana levantando auténticos muros entre las personas; 3) las convenciones sociales que impuso la moral victoriana y la educación burguesa.
Tanto los sueños como la teoría del automatismo desempeñarían en esta primera etapa del surrealismo un importante papel como “cebo” para atraer la curiosidad de unas sociedades que se hallaban sensibilizadas por las intensas campañas de divulgación de las nuevas ideas a través de la prensa y la radio de la época. Y en efecto, es así como Breton define el surrealismo en el Manifiesto, es decir como: “Automatismo psíquico puro por cuyo medio se intenta expresar verbalmente, por escrito o de cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento. Es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral”.
Tal vez no se requiera de mucha imaginación para comprender que, leído por sociedades que habían visto desfilar toda clase de médiums, espiritistas, faquires, videntes y teósofos, aquel “automatismo psíquico puro” se conectaba de manera inmediata con las sesiones espiritistas que habían popularizado la Ouija como una especie de “tecnología” para comunicarse con los espíritus. Sin embargo, la exaltación del sueño y de los estados inconscientes perseguía otro propósito, el cual no era otro que la desmotivación de los jóvenes respecto al mundo de las obligaciones laborales del sistema que había impuesto la burguesía, concebido como una estafa desde la época de esa gran revuelta de tipo anarquista que fue la Comuna de París.
Por diversas razones, la fidelidad de Breton a las ideas anti sistémicas es tal vez uno de los aspectos peor comprendidos de su personalidad. Lo cierto es que se aferraba con tal firmeza a sus convicciones, equivocadas o no, que raras veces vaciló en expulsar de las filas del movimiento a quienes consideraba que habían dejado de responder a su criterio. Para muchos, esto se debió a que padecía de un autoritarismo patológico. Visto a la distancia, sin embargo, parece claro que lo que a Breton le interesaba era sobre todo la preservación del sentido original de la empresa surrealista, incluso si, en el camino, ese sentido pareciera perder su ruta como ocurrió durante los diez años (de 1925 a 1935) que duró su coqueteo con la idea de fusionar su movimiento al Partido Comunista Francés.
En lo que respecta al tercer aspecto del funcionamiento del Manifiesto del surrealismo, es decir, la búsqueda permanente de actualizar la ruptura con el conjunto de convenciones sociales y morales predominantes en las sociedades occidentales, vale la pena destacar que se trató de un ingrediente común a todas las agrupaciones de la vanguardia artístico-literaria europea como los simbolistas, los expresionistas, los hidrópatas, los hirsutos, los cubistas, los futuristas rusos e italianos, los dadaístas, etc. Su común denominador eran las ideas que preconizaron los filósofos y pensadores de la anarquismo, desde los franceses como Pierre-Joseph Proudhon, Sébastien Faure o Joseph Déjacque, alemanes como Max Stirner o rusos como Piotr Kropotkin o Mijaíl Bakunin.
En efecto, en el texto del Manifiesto del surrealismo se encuentran las huellas que dejó en la mentalidad de la época el anarco-individualismo europeo que desarrollaron numerosos pensadores que buscaban alcanzar un equilibrio entre la teoría y la práctica política.
Es fundamentalmente esto último lo que suelen perder de vista muchos de aquellos que hoy conmemoran el primer centenario de la publicación del Manifiesto del surrealismo