Yo quiero ser llorando el hortelano
De la tierra que ocupas y estercolas
Compañero del alma tan temprano (Miguel Hernández)
La librería Cuesta y el vacío. No hay libros. Las conversaciones atropelladas de alguien muy querido tropiezan unas con otras. Se sienten perdidas. Alguien falta. Alguien decidió marcharse a otro lugar. Los pasos rápidos y acompasados del pingüino ya no caminan entre las góndolas.
Ya nadie saludará, dime José, tú te pielde que e lo tuyo. ¿Y cómo te va con fulano de tal?
Las gafas altas y los ojos fijos en mis reacciones. Yo solo atino a decir ¿Un cafecito, Conde? Caminamos entre las góndolas y las ofertas antes de las escaleras, las ignoramos. Mucha mecha inservible, me dices, mientras hojeas el libro 40 mil de Paulo Coelho ¿A ti te gusta Saramago? Algunos libros, Conde. Igual me pasa a mí, no todos los consagrados logran la perfección. La perfección no existe, Conde, ni en la geometría, menos en la literatura.
Subimos las escaleras. Las muchachas de la Cafetería nos interrogan con sus miradas. ¿Un cafecito, Conde? Como tú quieras, José, pero te toca pagar. No ando con efectivo. Olvida y tumba, le digo. Dos capuchinos, uno sin azúcar, gracias.
Y ahora suelto en banda a la memoria. Y te digo que es cierto, sí, no fui a tu entierro. No, no podía. Ya no aguanto las partidas. Me quedo con Cuesta sin libros que recomendar de tu parte. Leeré ese de Saramago, te lo prometo. Me faltará tu abrazo de medio lado y que me preguntes de nuevo: José, dimé, ¿estás bien?
Con esa ternura de padre que hace tiempo no veía a su hijo. Pero no pasa nada, Conde, no pasa nada. Ya nos vamos acostumbrando a esta sensación de finitud, de tempranos ocasos, de luces que se apagan poco a poco como en las películas de narcos dispuestos a matarse en el almacén de las “mercancías”.
El guión de la peli pone que se apaguen poco a poco las luces para darle las dosis de suspenso a los espectadores. Un disparate, Conde, no me hagas caso. Seguro si me lees dirías ¿y de qué tu tá hablando, mano?
La otra noche te hicimos un hermoso y emotivo memorial. Te recordaron con mucho amor, sapiencia y con la certeza de que no te has ido. Lágrimas, tomamos vino y comimos pastelitos y tu tío querido César Olmos declamó con su poderosa voz histriónica Elegía de Miguel Hernández. Te vimos caminar y preguntarle a todo el mundo ¿y esta vaina de ustedes aquí en el CDP?¡¡¡Tan pasao!!!
Esa noche me enteré de tu apodo: “El Gran Farsante” Me desayuno ahora, Conde. Eso me gustaba de ti, no me soltabas todo o yo estaba tan distraído o fuera de tu foco que nunca me enteré del apodo. Te reservabas. Como ahora reservo nuestras conversaciones. Ahora me voy, no sé más que escribir sobre ti. En estos días se ha dicho y se ha escrito mucho sobre ti, con más altura, que estas fragmentadas y fraternas letras que Acento me honra en reservar.
Vine a Cuesta a beberme contigo otro capuchino pero no estás. No pasa nada, ya nos veremos. Allá estarás mejor, seguro que sí.