Tú lo viste, Tomás, al comecañitas lo ahorcaron en la cárcel. Tú estabas allí cuando lo sacaron para la celda donde amaneció muerto. En el pueblo se regó por lo bajo que fue el sargento Diómedes quien lo mató, aunque todo el mundo decía que fue él quien se suicidó. A ti te hicieron preso porque hablaste mal de Trujillo. Supiste algo de la muerte del comecañitas, pero no dijiste nada.
Eso tú mismo me lo contaste después de la muerte del generalísimo. ¡Lo que te hicieron…! Para entonces te quedaste mudo. Nadie supo de los malos tratos que te dieron en la cárcel. ¡Qué pendejo eras, Tomás! Bueno, no se podía ser tan guapo. Y cuando encerraron al comecañitas en tu celda, se te enfriaron los genitales con ese frío de los Andes, quemante, vivo, hielo.
Ya tú habías oído hablar de ese hombre, que era un sanguinario, un enfermo sexual, un criminal peligroso. Dizque les chupaba la sangre a los muchachos para vendérselos al diablo. Y tú, allí, en ese rincón frío de la celda, lo viste llegar. Lo trajeron a empujones y patadas; el cabo Martínez le propinó un macanazo por la espalda que gritó como un niño. Lo empujaron, cayó cerca de ti, aturdido por los golpes. Pero, aun así, le tenías miedo; más bien, te llenabas de horror tenerlo a tu lado, ese hijo de mala madre que puso en vilo a todo el pueblo.
Nadie quería salir de su casa por temor a ser atrapado por aquel hombre que apareció una tarde en la villa proveniente —no sé de dónde diablos— a quebrar la paz de este pueblo. Tú mismo me lo dijiste, que encerraste a tu hija para que no te la violara y que Roberto le suspendió los paseos a Imperio, la que arrasaba todas las calles en busca de Vitico. Las mujeres amarraban las aldabas y les ponían trancas a las puertas para que él no osara abrirlas.
Esas noches las calles lucían solitarias. ¿Quién diablos se atrevía a caminar después de las ocho? Y, para qué te digo, no te acuerdas de que suspendimos las visitas al cabaret La Braza, donde nos aguardaban Diana y Mirka, esas dos mujerotas que nos robaban la existencia con sus amores. ¡Esas fueron unas noches duras, carajo! No me quiere recordar. Sabíamos que ya había aparecido un joven muerto, y seguido apareció el otro, precisamente en un pueblo donde nunca pasaba nada. Y lo vimos, ese hombre estaba revestido de infiernos.
En la cárcel, tú supiste que había desaparecido ese muchacho que luego apareció muerto. Las lenguas dijeron que antes de matarlo lo violó. Ese hombre era un mal nacido, si se lo hubieran puesto al pueblo, habría quedado hecho picadillo.
Yo supe que él lo invitó a comer cañas en los montes y a cazar rolones entre los bayahondales y guasábaras. Bueno, eso lo supe de Miguel, aunque Pedro José me contó otra vaina. Tú sabes que siempre se especula mucho en estos casos. De lo que sí estaba seguro era que ese muchacho, el comecañitas, lo mató porque él no podía caminar bien. Sus amigos dijeron que él sufría de una empedradura en uno de sus pies, que no le permitía correr.
Así fue que pudo agarrarlo ese desalmado, un muchacho tan joven y de tan buen tipo, que valía mil veces más que él. No me mires así, Tomás, no estoy exagerando, a mí me dura todavía la rabia, como si fuera hoy, porque casos como ese a uno no se les olvida. Se nos queda en la memoria para siempre.
No sé si lo supiste, pero la tarde del hecho todos los muchachos nos bañábamos en unos de los charcos buenos del río Vía. Allí nos lanzábamos de los pedregones y caíamos en clavados. Tirábamos jupatás, batíamos el agua y llenábamos la tarde de alegría. De pronto llegó Osvaldo con la triste noticia y corrimos a nuestras casas, desnudos, con las ropas entre las manos. Te confieso que me llené de miedo y deseo de llorar. Tú ya eras un joven y no compartías con mi grupo. Yo te veía cruzar lejos o discutir de beisbol debajo del laurel del parque, ese árbol grandote lleno de chichiguaos por las tardes, que los embarraban de cacá y de ustedes se ponían como el diablo de rabiosos. Yo traté de acercarme a los grupos, pero mamagüela me amenazaba con una barita de masambey que picaba mucho. Ella me decía que no me juntara con esos tigüeres de barrio porque algunos de ustedes, según decía, iban a amarrar burras detrás del estadio de beisbol y decían que salían calvados por las guasábaras.
Esa vieja tenía un genio que mejor no hablar.
Tomás, me has contado varias veces que recuerdan los ojos de fuego del comecañitas cuando lo lanzaron a los pies, que esa imagen no la puedes borrar, que el miedo estranguló las fuerzas; y no era para menos, con lo que decían en el pueblo.
La vieja Dominica se dio gusto contando la historia. Lo que no contó fue que se encerró en la habitación, en esa donde ella tenía los santos, y no salí hasta que supe del entierro de ese señor. Ella encendió velas a los santos que estaban en la mesita del rincón. Allí, iluminados, se destacaban las imágenes de San Miguel, Santa Rita, Santa Marta, y en primer plano, la cruz de madera. También, un vaso con flores de cayena y una serie de santos que no guardo sus nombres.
Allí se pasó los días, bebiendo vino y fumando tabaco. Le puso seguros a la puerta, las aldabas, las amarraba con alambres y se sentía la mujer menos protegida del mundo, hasta que oyó el ruido de la gente tirada a la calle comentando la muerte del comecañitas, y fue entonces que abrió sus puertas y se abalanzaba al vocerío.
Hasta esa mujer, la vieja Dominica, que la tenían por bruja, flaqueó. Solo después de ir al escondite, informaba de mil rumores, inventó las más increíbles historias de cobardía y horror. No quiero recordar la forma en que descubrió cómo mataron a ese muchacho, como esa mujer era capaz de describir el giro de la navaja en el cuello tierno, la forma en que lo arrastró por el monte y otros horrores.
Esos fueron días duros para el pueblo. Tú seguías preso, y mal preso. Yo no sé cómo no te mataron. Sí, Tomás, yo escuchaba a mis padres hablar de ti, que temían por tu vida. Por eso ellos sugirieron a tus padres que te mandara para Santo Domingo donde tu tía Dolores… Ahora que la recuerdo, la grosera, la que todos decíamos que se parecía a una araña cacata, la pesada esa. Ella se las lucía dándonos fuetazos por los pies cuando no queríamos hacer los mandados, y qué vainas las mías, para qué diablos hablo de Dolores. Te diré que casos como los del comecañitas no deben volver a pasar. De él se cuenta que lanzó siete monedas al aire y que por cada moneda iba a cometer un asesinato.
Ese hombre era misterioso. Tomás, tú lo sabes, daba grima. Coincidió que cada vez que hizo sus fechorías en la villa caía un aguacero, cosa extraña porque en este pueblo solo llovía candela de sol. No exagero, Tomás, no me mires así. Tú sabes que se pasan meses y no cae ni una sola gota de lluvia. Lo que más atemorizó a uno fue eso de que el comecañitas era vampiro, a sus víctimas las degollabas y dizque les crispaba la sangre. No les dejaba ni una sola gota ¡Y qué hombre del diablo era eso! En los velatorios, la gente se acercaba a los ataúdes para ver si en cuello de las víctimas tenían huellas de colmillos.
Nadie nunca vio nada, pero todos aseguraban que ese hombre era vampiro. La vieja Dominica dice que en una de sus pesadillas le vio los colmillos como los de Drácula y que estaban ensangrentados. Esa vieja hablaba demás, pero mucha gente le hizo coro, siguieron repitiendo la visión como una verdad segura.
Esa vieja fue candela pura, hasta que una mañana cayó muerta como una palomita. Unos dicen que le dio un patatús, otros que le salió el fantasma del criminal. En fin, la vieja murió y el cielo se nubló y comenzó a llover como nunca. Yo no sé quién diablos, pero alguien dijo que Dominica tenía fuerza para arrancar los aguaceros. ¡Creo que fuiste quien me lo dijo, Tomás! Esa vaina fue a ti a quien se la escuché. ¿O no? Okey, Tomás. Si no fue a ti, no hay problemas, olvídalo, olvídalo.
(Texto escrito en el mes de noviembre 1986 e incluido en el libro La niña y otros recuerdos (2000).
Domingo 29 de septiembre 2024
Publicación en Acento No. 121
Virgilio López Azuán en Acento.com.do