Yo, capitán es una película en la que el director italiano Matteo Garrone retorna a su poética de mayoría de edad, mostrada ya anteriormente en la espléndida Pinocho, con la finalidad de suplantar aquella fantasía para situarse en el contexto de una realidad social, sobre la base de un texto que esquematiza la condición humana desde la óptica de la inmigración que, desde hace algunos años, sacude al continente europeo. Observo que comparte similitudes narrativas con otras películas tradicionales sobre inmigración, pero está un poco por encima en su descripción gráfica de las miserias que golpea a los inmigrantes, sin caer nunca en esa denuncia política que romantiza la brújula moral del relato para satisfacer las retinas de las castas burocráticas que ven los resultados como una oportunidad para hablar de los derechos humanos.
La fuerza dramática de su núcleo radica en la forma honesta en que Garrone, asistido por una estética sobria, evoca con realismo crudo y desgarrador el largo viaje a la incertidumbre migratoria, como si fuera un infierno dantesco de emigrantes que cruzan las fronteras del mal en busca de una esperanza imaginada, donde se abstiene a subrayar las respuestas acomodaticias de su discurso sociopolítico para acentuar el lado humano de la tragedia. Su trama, basada en una idea original de Garrone recogida a partir de las anécdotas de inmigrantes africanos, se sitúa primero en Senegal y muestra la existencia de Seydou, un adolescente que abandona a su familia en un barrio pobre de la ciudad de Dakar y huye junto a su primo Moussa, con el fin de llegar a Italia para hallar una vida mejor que le permita ayudar a su madre y sus hermanas, dejando atrás los recuerdos y los rituales autóctonos de la cultura senegalesa.
En términos generales, la narrativa de Garrone, estructurada con cierto realismo mágico y la aventura de carretera en pareja, no se refugia en las trampas sermoneadoras que habitan las ficciones sobre inmigración desde la perspectiva política eurocéntrica, sino que, por el contrario, opta por exponer la vulnerabilidad y el sentido de supervivencia de los emigrantes africanos que arriesgan la vida a diario cruzando las dunas arenosas del Sahara.
La odisea encuentra su punto de intensidad en la dialéctica situacional que se edifica desde las escenas en que los dos jóvenes senegaleses, en un intento por escapar de la zona de la pobreza, transitan por escenarios peligrosos que poco a poco destruyen su ingenuidad y el sueño perdido de alcanzar el paraíso europeo. La motivación de los personajes es transparente, auténtica y tiene, a mi parecer, un registro poético que se eleva entre la mirada esperanzadora y las desgracias ajenas, donde se describe la migración como el producto de un engaño inducido de la globalización en lugar del corolario de un conflicto sociopolítico de una sociedad segregada.
La circularidad del viaje los coloca en situaciones apretadas que sustituyen, en cada país que visitan, la ilusión por la crueldad más inmediata, mostrado con mayor amplitud en las escenas sobre la solicitud de pasaporte falso en alguna localidad de Malí, el hacinamiento en una camioneta abarrotada de ilegales, la larga caminata por el desierto, la detención en los centros administrados por paramilitares que trafican seres humanos como si fueran mercancía, la esclavitud del trabajo forzado en la mansión de un jeque árabe, la necesidad de buscar empleo en la construcción en la ciudad de Trípoli para apaciguar el hambre y los gastos médicos con el dinero ganado, el viaje en barco por el mar Mediterráneo hacia ninguna parte.
Aunque los episodios trágicos del chico suelen estar dotados de una superficie predecible (si se entiende que escapa fácilmente de los infortunios), la narración mantiene un realismo que nunca pierde su grado de naturalidad al construir su comentario de mayoría de edad, entendido como la pérdida de la inocencia de un inmigrante que recurre a la imaginación como vía de escape y se estaciona temprano en las responsabilidades de la adultez tras experimentar en carne propia el horror que hay detrás del nomadismo migratorio. El tono se equilibra, además, con una actuación francamente memorable de Seydou Sarr. Cuando él está en pantalla sucede un milagro que añade autenticidad a lo narrado cuando utiliza la mirada y los gestos de su cara para comunicar las fragilidades de un joven generoso que lucha por sobrevivir en un entorno hostil que lacera su dignidad a través de la violencia, la inhumanidad, la injusticia y las barreras lingüísticas.
La presencia de Seydou es transfigurada en una puesta en escena en la que Garrone captura el periplo de la inmigración con panorámicas de enorme belleza compositiva y, además, con una música empática que amplifica el golpe emocional en los momentos culminantes. La escena final, en la que Seydou llora de satisfacción en primer plano luego de la travesía por el océano hacia las costas desconocidas (en una metáfora clara sobre la conquista de sus miedos intrínsecos), en un barco en el que se escuchan los gritos del dolor, es una cosa muy conmovedora que no voy a olvidar en muchos años.
Ficha técnica
Título original: Io capitano
Año: 2023
Duración: 2 hr. 01 min.
País: Italia
Director: Matteo Garrone
Guion: Massimo Ceccherini, Matteo Garrone, Massimo Gaudioso, Andrea Tagliaferri
Música: Andrea Farri
Fotografía: Paolo Carnera
Reparto: Seydou Sarr, Moustapha Fall, Bamar Kane, Hichem Yacoubi
Calificación: 8/10