A través de los años he visto un puñado de películas que olvido con mucha facilidad y otras que, de alguna manera, cambian mi manera de ver las cosas alrededor. Ikiru, conocida con el título en español de Vivir, es una de esas que incluyo en este último grupo. La vi por primera vez hace más de una década y todavía, a día de hoy, sus imágenes permanecen vivas sobre mi memoria cada vez que rememoro a Takashi Shimura llorando solo en el columpio de un parque mientras cae la nieve en la noche más oscura. Lejos de la melancolía y del poder emocional que pudo evocar sobre mí, también me invitaba a razonar seriamente con su reflexión sobre la desilusión del burócrata esclavizado en la oficina, la desintegración de los vínculos familiares en la sociedad japonesa posguerra y los instantes valiosos de la vida que se desvanecen en el tiempo cuando uno menos se lo espera; de un hombre que se enfrenta a su mortalidad. No solo se trata de una de las obras cumbre de la filmografía de Akira Kurosawa, sino de un clásico del que nunca pensé que alguien tendría la osadía de realizar un remake. El reto, al parecer, lo ha asumido el director Oliver Hermanus.

De alguna manera, Hermanus consigue que el material de esta película, titulada simplemente Vivir, tenga un impulso dramático considerable que, por momentos, se acerca con fidelidad al nivel de lirismo y profundidad de la original, sin abandonar nunca el horizonte de su homenaje gracias a la estructura instalada en el núcleo del guion por la pluma del novelista y premio Nobel de Literatura, Kazuo Ishiguro; cuyos orígenes no solo provienen de la versión de Kurosawa, sino, además, de la novela "La muerte de Iván Ilich", de León Tolstoi. En pocas palabras, es un remake con identidad propia, que es bastante emotivo cuando interroga la felicidad perdida, el cansancio del hombre moderno y el valor de la vida como acto de trascendencia humana, que alcanza su mayor espacio de solvencia con una actuación formidable de Bill Nighy que, en unas cuantas escenas, me saca una lluvia de lágrimas cuando canta sentado en el columpio del parque.

En esta ocasión, la historia sitúa el radio de acción en Londres durante el período de reconstrucción en los años 50, en una jungla de asfalto poblada de bombín, paraguas y trajes de caballeros elegantes. El protagonista es Rodney Williams (Bill Nighy), un anciano reservado que ha estado durante años atado a la ética del deber como funcionario del gobierno, donde suele estar encerrado junto a los otros colaboradores trabajando cada día con expedientes de Obras Públicas en un gabinete adornado de montañas de papel que impide ver la luz del día. El catalizador comienza cuando el señor Williams visita el médico y recibe el terrible diagnóstico de que tiene cáncer terminal. La noticia coloca a Williams en lapso de pesadumbre que lo obliga a ocultar la enfermedad al hijo y a la nuera con los que no se lleva tan bien.

En términos estructurales, la narrativa ofrece pocos golpes de efecto más allá de mostrar el sufrimiento del señor Williams con cierta simplicidad lineal. Pero me resulta interesante porque a través de su dolor se examina la condición del hombre moderno entendida como la imposibilidad de hallar significado a una vida desperdiciada, entre otras cosas, por las responsabilidades impuestas por la esclavitud de cuello blanco, en una esfera burocrática que consume el tiempo valioso para ser feliz y transforma a los trabajadores adormecidos en piezas mecánicas de un engranaje; autómatas que no tienen ningún lugar a donde ir y están sometidos demoledoramente al rendimiento perpetuo de la administración a cambio de un salario que le garantice la subsistencia y una dignidad falsificada, siguiendo religiosamente los estatus del manual de los tiempos modernos que empieza con la rutina matutina del despertador.

En una segunda mitad, la evolución de Williams adquiere una metamorfosis significativa en la que, poco a poco, pierde la negatividad provocada por el miedo a la muerte y se aproxima a un proceso de regeneración inducido por la necesidad de trascender a través de un episodio de solidaridad. La acción, mostrada a través de múltiples escenas retrospectivas desde la óptica de los amigos que conversan en el vagón del tren tras la escena del funeral de este, no solo refleja que el compromiso de un burócrata radica en servir al pueblo en las buenas y en las malas, sino, también, la manera en que uno trasciende al dejar como testamento una obra que haga del mundo un lugar mejor. El parque simboliza la posibilidad de recobrar aquella prosperidad que se dilapida por la existencia rutinaria del empleo.

La recuperación moral del protagonista tiene una apariencia que se puede confundir en un principio con una manta artificial, pero siempre eleva el espesor dramático con una interpretación de Bill Nighy que, si no me equivoco, es más brillante ha entregado de todo currículo como actor. Su registro expresivo me cautiva en todas las escenas en que captura la soledad, el pesimismo, la cortesía, la introversión, la honradez, la terquedad, la culpa, la impotencia de la vejez, de un caballero refinado y comedido que trata de escapar de la práctica anodina e involuntaria de despertarse todas las mañanas para acudir al empleo que le robó el júbilo en los años de su juventud; como si fuera un individuo que ya no tiene nada que perder y destina sus últimas horas a orientar a sus camaradas para que no cometan el mismo error antes de que el reloj se detenga. Su desasosiego se vuelve tridimensional con la voz, la mirada y el lenguaje corporal; llegando a un nivel máximo de emotividad en la escena climática del columpio del parque en la que se mese como un niño mientras canta y reflexiona sin arrepentimientos sobre lo que ha logrado durante su vida terrenal. Y desarrolla una química gratificante al lado de Aimee Lou Wood, quien a modo discreto se convierte en una especie de apoyo que pone a Williams a mirarse en el espejo de la autoaceptación y del respeto mutuo.

Hermanus encuadra todo lo que veo en una puesta en escena que goza de algunos mecanismos estéticos que añaden varias capas de dimensión dramática al calvario intrínseco que experimenta el viejo convertido en héroe póstumo. Por el lado visual, se sirve de una auténtica reproducción de la época en la que se destacan los decorados y el diseño de vestuario magnífico de Sandy Powell, pero, también de un espléndido trabajo fotográfico de Jamie Ramsay para ilustrar con una atmósfera luminosa las idiosincrasias culturales británicas a través de las calles habitadas por caballeros en saco y sombreros, los vagones de los trenes, los autobuses rojos, los distritos con luces de neón, los espacios asfixiantes de las oficinas; en donde los planos ambiguos funcionan frecuentemente a través del sobreencuadre para amplificar la psicología y los estados de ánimo de Williams (en muchas escenas es encuadrado casi fuera del campo para comunicar la lejanía y la inminente partida hacia el más allá). Por la parte sonora, posee diálogos de carácter poético y una banda sonora de Emilie Levienaise-Farrouch que conquista mi sentido del oído con una partitura de piano y violín, cuyo grado prominente de sensibilidad se halla presente en las escenas más tristes.

La película me ha devuelto la esperanza por ese tipo de drama lacrimógeno de la vieja escuela, en el que el destino de un solo personaje es más que suficiente para tocarme el corazón y apelar a mis sensibilidades. Aquí el asunto me resulta infinitamente conmovedor por la forma en que se cuestiona la moralidad de un ciudadano ilustre después de la hora más gloriosa de Gran Bretaña que renuncia a sus ilusiones burocratizadas para sembrar, como herencia, las raíces de un árbol de empatía que sea los suficientemente grande como para cubrir con las sombras a los desafortunados que necesitan refugio de libertad. Ese es, por así decirlo, lo que metaforiza el serbal de las letras de la canción (The Rowan Tree) que Nighy canta en la escena final: la protección, la vitalidad y el coraje necesario para no caer en ese abismo ilusorio que oscurece el semblante de conexión con la familia y el resto de la sociedad. Y pocas cosas se salen de su ritmo establecido. Me parece una de las mejores de la cosecha de 2022, un remake de grosor existencial que pasa la prueba y crece como una planta bajo el sol.

 

 

Ficha técnica

Título original: Living

Año: 2022

Duración: 1 hr 42 min
País: Reino Unido
Director: Oliver Hermanus

Guion: Kazuo Ishiguro,

Música: Emilie Levienaise-Farrouch
Fotografía: Jamie Ramsay
Reparto: Bill Nighy, Aimee Lou Wood, Tom Burke, Alex Sharp, Adrian Rawlins
Calificación: 8/10