Título original: Rifkin’s Festival. Año: 2020. Género: Drama. País: USA. Dirección: Woody Allen. Guion:  Woody Allen. Elenco: Wallace Shawn, Gina Gershon, Elena Anaya, Louis Garrel, Christoph Waltz, Sergi López. Duración: 1 hora 32 minutos.

Entre alegremente pesimista y descaradamente autocomplaciente, el director neoyorkino Woody Allen llega a su película número 49 de su carrera, quizás sin perder el ánimo por el cine y tratando de hablar de lo que siempre le ha gustado: del amor, el cine, la vida y los temores existenciales.

Así de temático ha sido su filmografía que ha dejado muchas huellas entre los cinéfilos por no ocultar las angustias de la que todos padecemos y queremos ocultar, y en la cual él lo desliza sutilmente entre sus películas.

“Rifkin’s Festival”, la película inaugural del Festival de San Sebastián del 2020, se muestra como un filme de repaso de gustos y aficiones del octogenario realizador que lo hace de una manera natural y un tanto afectiva que puede rozar hasta lo perezoso de una historia que acaba cuando termina.

A manera de confesión la primera escena de la película inicia con Mort Rifkin (Wallace Shawn), un profesor de cine y, además, un escritor empeñado en redactar la obra maestra que nunca será capaz de lograr. Él se encuentra en un despacho hablando sobre su reciente experiencia en el Festival de Cine de San Sebastián.

Como relata Mort, allí empezó a sospechar que su mujer Sue (Gina Gershon) estaba teniendo un affaire con un joven y aclamado director de cine francés Philippe (Louis Garrel). Pero, a la vez, él se encapricha de una atractiva doctora española, Jo Rojas (Elena Anaya) que le trata en una consulta, y la que le confiesa su tortuoso matrimonio con su esposo (Sergi López), quien realiza una de las escenas más cómicas de esta historia.

Sin complicar mucho la trama Allen transita por un camino seguro incitando a un público a reírse de las ocurrencias cinéfilas que introduce a manera de homenaje o guiño cinéfilo al repetir escenas clásicas de varios de los maestros del cine europeo como Truffaut, Godard, Fellini, Bergman o Buñuel.

De esta manera se mofa de su propio personaje central (su alter ego) cuando, entre sueños y alucinaciones, lo introduce en esas pequeñas escenas que el público sabrá las referencias cinematográficas a la cual se refiere el director.

Allen recurre a imitar esa iluminación neoyorkina, aunque no esté en su lugar preferido, y para eso se agencia del trabajo del gran cinematógrafo Vittorio Storaro (El último emperador, 1987) quien pinta esta costa cantábrica de una singular paleta otoñal.

No se le puede pedir mucho a este realizador que siempre tendrá sus compinches incondicionales sentados en cada butaca donde se exhiba una de sus nuevas películas. Al fin, es una película de Woody Allen y ya eso basta.