Lo normal sería hablar de un animal entre dos orillas, una figura que se va diluyendo, transformando, que deja de ser un concepto para asumirse como metáfora múltiple.

“Pepe” no es solamente un hipopótamo. Es un ser trasplantado, una nueva aparición de lo divino en selvas colombianas, una palabra nueva que se va diluyendo desde lo disruptivo de su cuerpo, la fragilidad de su cuerpo, porque con tanta grandeza cuánta tranquilidad emite.

Lo correcto sería contar como trazar una línea. Todo empezaría con la vuelta a la infancia que sería esa ansia de animales exóticos. Luego vendrían los primeros días de eso que también es un ser, con nacimiento, mediaciones, historia. Luego el viaje, el Atlántico que nos une como puente cruel, porque si antes fue el esclavismo de miles de seres trasplantados con toda la violencia, ahora es el último eslabón de esa historia. Sí, porque Pepe es el último esclavo colonial, la primera víctima de su género en estas tierras del Nuevo Mundo.

Lector asiduo de las teorías sobre colonialismo y su trágico post, con Nelson Carlos volvemos a repasar la biblioteca de estas verdades que te laceran. Volvemos al “orientalismo” de Edward Said, a las pieles negras de Frantz Fanon, a los pliegues deleuze-guattarianos, a la poética de la relación de quien ya sabes, sí, de Édouard Glissant. También podríamos volver a tantos nombre amados, de que de sólo mencionarlos te sumergen en amplias galerías de donde no querrás salir: de Chris Marker a los estudios de Hannah Barbera.

Nelson Carlos de los Santos Arias es un ave extraña. Es el único caso de un hombre-orquesta en nuestro país: cámara, edición, guion, música. El resultado es un trabajo de verdadero relojero. “Pepe” es tan novedosa que hasta a un miembro -español por lo demás- del mismísimo jurado de la Berlinale, le ha producido insomnio, porque sí, porque es demasiado “rompedora” -dicho en buen dominicano- con el consabido “cine contemporáneo”.

Más que laberíntica, “Pepe” es un amplio texto que se regodea en una propuesta rizomática. Sus “mónadas”, sus instantes, sus microhistorias, son compactas, a veces unas más alejadas que otras, pero todas en el anillo de Saturno de un hipopótamo que va mutando. Pepe te simula lo mejor de tu infancia, porque también fue un muñequito. Pepe te sitúa en lo extraño, lo mítico, los orígenes de la misma humanidad. Pepe es fiero, tierno, un ser fijo en la nomenclatura de los ríos, pero también Pepe es terrícola, te va retando, porque cuidado con tocarle sus espacios vitales, porque entonces es fierra, fuerza incontrolada, devoradora.

A diferencia de esas legiones que no dejan de mirarse el ombligo en esa “dominicanidad” de confeti y “pásame un bien fría”, Nelson Carlos está pendiente de las grandes narraciones, como un Pessoa que además no descuida el más mínimo detalle del paisaje al que enfrenta. Y “Pepe” es una película hiper colombiana, una profunda reflexión sobre temas vitales como la violencia, lo exótico, la territorialización, el encuentro hacia una nuevo mundo, la convivencia con un ser nuevo, desbordado, la ampliación de las palabras, porque si antes habían peces, árboles, aguas tranquilas, ahora esas aguas ya no lo serán tanto por la nueva palabra que se aloja en esas esferas acuáticas.

“Pepe” es un opus. Estamos ante una metáfora transnacional, una palabra nueva que de repente se va arborificando. En tanto ser, Pepe genera espacios, actitudes, rutas, costumbres, ilusiones, convivencia. También la naturaleza se reacomoda por este nuevo habitante. También en sociedad la violencia constituye un nuevo “otro”, porque si antes el dilema era el guerrillero, el levantado, el paramilitar, el traficantes, el indígena, ahora también ser el animal, será Pepe.

Digamos que con Pepe algunos principios de los regímenes primerizos de lo colonial vuelven a esas comunidades. Si en aquellos tiempos colombinos del siglo XVI la novedad fueron los mismos españoles, sus armas, sus caballos, sus reses y cerdos, sus cruces y sus bíblicas, con este hipopótamo se cierra La Colonia. Recuerden que estamos a entre finales de los Ochenta y durante los Noventa, que Pablo Escobar y su Hacienda Magdalena, que el Narcotráfico también es una fuerza territorializadora con la imposición de sus gustos, sus propuestas de vida, que también hay una propuesta de espacio, del habitar y del construir.

En resumen, estamos ante una miríada de situaciones que se vertebran a partir de la figura del hipopótamo Pepe. De ahí que el recurso al 16 milímetros, al VHS, a la noticia, a los códigos guerreros, al blanco y negro, a una colombinidad necesariamente garciamarquiana y hasta juan-rulfiana sean más que evidentes, necesarias.

Si  bien parte de un contexto y unas mediaciones que bien podríamos llamar históricas, el desenvolvimiento de “Pepe” trasciende  lo meramente local para convertirse en una amplia reflexión sobre el saber. Lo visible sería un ser trasplantado, un “otro” trágico, convertido en moneda de entretenimiento, una manera de afirmarse en el medio mediante la capacidad de generar “exoticismo”, de disponer de lo “nunca visto” que poco después, accidentado, se enfrenta un final trágico.

Pepe se va moviendo de Namibia a las selvas del Magdalena. Ser más de agua que de tierra, ahí convoca: a pescadores, a un jeep que va desplazando al lado del río, como fuerzas paralelas, entre campesinos, soldados, obreros, historias de amor, de reinados de belleza. Nelson Carlos se mueve entre el perfeccionismo de un Stanley Kubrik en el montaje de la imagen y unos personajes que más cuasi real-maravillosos no podían ser.

Algo que no entiende cierta crítica alemana, por ejemplo la de Carsten Bayer (https://www.rbb-online.de/rbbkultur/themen/film/rezensionen/2024/02/pepe.html), es la del valor hermenéutico de diálogos que no necesitan de un punto final para redondear una idea. En este caso: lo que llama “digresión”, como los diálogos de Candelario y su mujer, forman parte de esas mediaciones con las que Pepe estará al fondo, imantando cada cosa.

“Pepe” es una película dura de dirigir para el sentido común contemporáneo del cine. Es un gran mesa de degustación oriental, enfrentada a la comida única occidental. En lugar de una línea, líneas discontinuas. En lugar de un color, todos los colores posibles. En lugar de un idioma, registros múltiples, porque cada lengua es un tono, un espacio, un reto para los saberes del público, un viaje que requiere intensidad, atención, concentración, porque no te podrás comer todas las rositas de maíz que adquiriste antes de entrar a la proyección.

Única, mágica, rizomáticas, estamos ante un opus que da y exige lo más hermoso y duro de nuestra última vida colonial. Namibia y Colombia y Pepe y el Atlántico dejan de ser lugares y espacios para transformarse en metáforas de estos seres que somos y que tratamos de ser postmodernos.