Con el paso de los años, he razonado lo suficiente como para darme cuenta de que el cine de Darren Aronofsky, con todos sus claroscuros poéticos, se empeña en mostrar los vicios de la condición humana sin ningún tipo de filtro y con el afán de ser provocativo desde su núcleo de montaje. Los personajes que exhibe son seres oscuros que están atrapados en la cárcel de la culpa, condenados al sufrimiento interior en un abismo psicológico que se esquematiza a través de la frustración y de la imposibilidad de escapar a la luz para redimirse por los pecados que autodestruyen. Esto está presente desde su ópera prima, Pi, en la que un matemático con delirios de persecución se obsesiona con hallar el valor del número. También en la chocante Réquiem por un sueño, en la que esboza la adicción a las drogas de un grupo peculiar de personajes. Y llega a un punto culminante, primero, en El luchador, donde examina la crisis personal de un luchador profesional cuyo tiempo de gloria pasó; y segundo, en la excepcional Cisne negro, en la que una bailarina de ballet empieza a perder el frágil sentido de la realidad a causa de los demonios internos. Casi todas parecen alineadas con los elementos esenciales del drama psicológico y me resultan atrapantes por la forma en que distribuyen la dosis adecuada de suspense.

 

Desafortunadamente, no logro encontrar ninguna de esas sensaciones en la cinta más reciente de Aronofsky de la que todo el mundo habla religiosamente. Lleva como título La ballena y, por lo visto, es una que me aburre casi al mismo nivel que la insulsa y abstrusa Madre!, estrenada ya hace un par de años y de la que no quiero recordar absolutamente nada. Su proposición tiene un preámbulo más o menos decente que es impulsado, en ocasiones, por una actuación orgánica de Brendan Fraser en su regreso, pero su médula psicológica queda encerrada en una rutina básica de conversaciones triviales y de patetismo burdo que le quita sustancia a los tópicos sobre la redención en clave de traumas personales, alcanzando una cuota torpe de sensiblería de manual de la que solo obtengo una indiferencia que tira mi empatía al zafacón.

 

En la superficie, Aronofsky muestra sin reparos la gordura del protagonista como un acto de penitencia entendida como la búsqueda de redención de un hombre insociable que se refugia en el vicio inagotable de la gula como un castigo autoimpuesto para paliar el desconsuelo de la culpabilidad causado, entre otras cosas, por la muerte de su amante homosexual (uno de sus estudiantes) y que, antes de la hora final de su vida, del suicidio planificado como escapatoria, solo desea reparar el nudo paternofilial con la hija que prefirió abandonar para seguir el camino del egoísmo como objeto de responsabilidad afectiva.
La estructura narrativa se edifica con cierto ritmo distribuyendo las escenas de disfuncionalidad familiar, pero por alguna razón Aronofsky reduce el aparato de acción a diálogos inanes que lucen demasiado rebuscados cuando los personajes se sientan a hablar de las mismas desdichas existenciales sin ningún grado de impulso detrás de sus descripciones patéticas, con unos golpes de efecto muy previsibles que siempre se instauran a partir de un pequeño episodio de miserabilidad del protagonista en el espacio de pretendida corriente claustrofóbica. De esa manera para mí no es tan difícil anticipar las escenas en que Charlie está sentado en el sofá comiendo comida chatarra hasta reventar como si se tratara de un anuncio publicitario sobre los excesos de la glotonería, mientras espera recibir la visita de la enfermera histérica, del repartidor pendenciero, del misionero inseguro, de la ex esposa irascible y de la hija con la que quiere reconectar desesperadamente. Todo me parece efectista, higienizado en su tesis moral, y constantemente se respira un ambiente artificial que, por lo regular, repite inútilmente los mismos conflictos para bosquejar en su conjunto lecturas sobre la soledad, los prejuicios religiosos y el deber paterno, que no van a ninguna parte que sea sustanciosa.
Lo único que me provoca una impresión significativa, al menos, es la interpretación de Fraser como Charlie. Si no me equivoco, es la mejor que he atestiguado de todo su currículo actoral y lo saca de ese ostracismo que tenía su carrera estancada en el redondel del olvido. Su registro expresivo siempre me resulta creíble cuando usa los gestos, la mirada triste, el desempeño físico y los movimientos lentos para ponerse bajo la piel de un profesor obeso, de cientos de kilos de peso, que sufre en silencio y manifiesta su rabia interna con el hábito de comer como un vicioso, aunque en su interior solo anhela ser honesto consigo mismo y rescatar el lazo paternal con su hija.
No sé qué tiempo tarda un cineasta en alcanzar su inanición creativa, pero ahora me convenzo cada vez más de que Aronofsky, con esta película, está atravesando esa etapa y me temo que no hay señal alguna de que se alimente a sí mismo con algo nuevo que no lo obligue a vomitar el reciclaje de viejas ideas. La historia del profesor gordo, que en el fondo solo refleja la fuerza de voluntad oculta para renacer después del colapso solo revela, por así decirlo, las debilidades inmediatas que tiene como cineasta. Se deja ver, desde luego, por la actuación central de Fraser que funciona, irónicamente, como un espejo de su propia trayectoria como actor. Pero todo lo otro se hunde por el sobrepeso de sentimentalismo barato y situaciones manidas de las que solo extraigo abulia que me impide empatizar por los personajes que veo. Es para mí ya, desde ahora, una de sus películas más vacuas.

Ficha técnica

Título original: The Whale

Año: 2022

Duración: 1 hr 57 min
País: Estados Unidos
Director: Darren Aronofsky

Guion: Samuel D. Hunter.

Música: Rob Simonsen
Fotografía: Matthew Libatique
Reparto: Brendan Fraser, Sadie Sink, Hong Chau, Ty Simpkins, Samantha Morton,
Calificación: 5/10