Pero este retorno lo hace en una ecuación felliniana que me hace sospechar que sigue, con cierta autocomplacencia, ese cine que está de moda sobre cineastas que se refugian en personajes ficticios para reencontrarse consigo mismo y repasar los encontronazos de su carrera. Por esa razón, Iñárritu la edifica como una comedia dramática en clave surrealista que interroga los dilemas del realizador como artista en una sociedad mexicana irreconocible, pero cuyo núcleo, por lo regular, se cae por una ruta autoindulgente, fatigosa y vacía que toma para repetir alegorías visuales que permanecen en una superficie demasiado efectista, colocadas sin ningún propósito en particular más allá de describir las peripecias existenciales del protagonista que interpreta Daniel Giménez Cacho, durante casi tres horas interminables.

En el argumento, Giménez Cacho interpreta Silverio Gama, un reputado periodista y documentalista que retorna a México tras haberse mudado años atrás a la ciudad de Los Ángeles con su esposa, Lucía, y su hijo adolescente, Lorenzo; en donde promociona su última película, "Falsa crónica de un puñado de verdades", una obra de docuficción con elementos autobiográficos.

El arranque de este personaje me atrapa, en un principio, por la manera en que su recorrido se transforma en una pesadilla surrealista que, a través de una carga simbólica, revela, entre otras cosas, el conflicto conyugal y la angustia provocada por la muerte de su primer hijo en el hospital; las mentiras de los burócratas de saco y corbata; la hipocresía de los medios de comunicación al servicio del escrutinio; el episodio de júbilo en un salón de baile en el que se escucha "Let’s Dance" de Bowie; la condición de los inmigrantes que buscan el sueño americano detrás de la colina soleada; la culpa que suplanta las falsas reconciliaciones con su padre y su madre fallecidos; la pirámide de cadáveres de los asesinados o desaparecidos por el crimen organizado amontonados en el Zócalo en la noche más siniestra arreglada por Hernán Cortés.

Pero, por momentos, soy asaltado por la extraña sensación de que el viaje subjetivizado de este Silverio no va a ninguna parte en específico y se vuelve terriblemente redundante porque Iñárritu lo mantiene, casi siempre, en un horizonte demasiado transparente, en el que se examina los miedos y los sacrificios de un realizador que tomó la decisión de emigrar para seguir su propio camino, entendida también como la crisis de identidad de un hombre en estado de transición que está atrapado en una delgada línea apátrida y, dicho sea de paso, es consumido por los demonios de la desrealización que deconstruyen su universo interior.

La actuación de Giménez Cacho es, cuanto mucho, aceptable y funciona solo como una figura acartonada para ilustrar las experiencias de vida de ese cineasta encarcelado por los recuerdos fantasmagóricos y los sueños más oscuros. Iñárritu lo encuadra en una puesta en escena que, al menos, goza de una estética interesante que alcanza su vuelo fuerte, primero, en el diseño de producción que se eleva a través de los decorados y la proeza visual de la lente de Darius Khondji que magnifica el lado surrealista de los escenarios con el encuadre móvil y atmósferas que adornan cada plano general de una forma onírica; además de una banda sonora acertada que distribuye un leitmotiv que suena por mis oídos después que ruedan los créditos. Todo lo demás, sospecho, carece de un ritmo que sea consistente y, en términos generales, se convierte en un ejercicio anodino de egolatría pura disfrazado de sofisticación.

Ficha técnica

Título original: Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades

Año: 2022

Duración: 2 hr 39 min
País: México
Director: Alejandro González Iñárritu

Guion: Alejandro González Iñárritu, Nicolás Giacobone

Música: Bryce Dessner, Alejandro González Iñárritu
Fotografía: Darius Khondji
Reparto: Daniel Giménez Cacho, Griselda Siciliani, Íker Sánchez Solano
Calificación: 5/10