Fue juzgado por su manera de vivir.
Por cometer actos impropios:
por diseminar su simiente vieja,
cansada, simiente que no brota, contra naturam.
J.M. Coetzee
Escena de anatomía de una caída.

En 1976, el exmagnate del petróleo Thomas Cullen Davis fue acusado de asesinar a una niña de 12 años y llevado a juicio. Todo el caso parecía sólido, a pesar de que se basaba mayormente en el testimonio de su exesposa Priscilla Davis, la madre de la víctima. Para condicionar la percepción del jurado, el abogado defensor Richard Haynes desacreditó las palabras de Priscilla apelando a su estilo de vida, que tendía a los excesos y el escándalo.

Pronto, el asesinato dejó de ser el foco de atención, y quienes seguían el caso condenaron públicamente a Priscila y sus extravagancias. Eventualmente, Cullen Davis, a quien también se le atribuía el asesinato del novio de Priscila, quedó absuelto de todo cargo.

Más allá de la influencia del dinero y el poder del imputado en este caso, llama la atención cómo una acusación de esta magnitud pasa a segundo plano no solo por un recurso de sensacionalismo, sino por lo que representa Priscila, una mujer ajena a las convenciones sociales de su época.

¿Cómo la imagen y el inventario privado de una mujer pueden influir en un juicio? Este fenómeno fue recientemente reproducido en la película francesa Anatomy of a Fall (Anatomía de una caída) (2023). De la mano de Justine Triet, el filme ganador de la Palma de Oro constituye un impecable drama judicial y suspense en torno al uso del argumento ad hominem para responsabilizar a una persona de una imputación.

Recordemos que el cadáver de Samuel (Samuel Theis) es encontrado por su hijo Daniel (Milo Machado Graner), debajo de una ventana. El asunto parecía sencillo: no parecía exigir mayores pesquisas tras las resoluciones que sugerían un posible suicidio o accidente. Pero, tras unas inconsistencias e indagar en su vida íntima, las autoridades determinan formalizar una acusación contra su esposa Sandra (Sandra Hüller) y llevar el caso a juicio.

Sandra, quien es asesorada y respaldada legalmente por su amigo Vincent (Swann Arlaud), es expuesta en todas sus facetas. La fiscalía (presidida por un incisivo Antoine Reinartz) pone de relieve su matrimonio con Samuel y los intersticios de una vida en común con fricciones y cuentas soterradas. Poco a poco, la opinión de expertos y las evidencias forenses serán relegados por los principios morales de la acusada, generando un clima hostil en torno a su figura. Se incurre así a lo que en lógica se denomina un argumento o falacia ad hominem, en el que, según recoge Graciela Fernández en Argumentación y lenguaje jurídico (2017), se pretende descalificar el discurso o defensa de un interlocutor por sus rasgos personales (p. 68).

En literatura, este cambio de enfoque recuerda al juicio del protagonista de la novela El extranjero, de Albert Camus. El fiscal de turno arremete contra Meursault por lo que inspira su persona en materia social, más allá de las acusaciones oficiales, y por ello considera oportuna la pena máxima sobre él: “nunca tanto como hoy he sentido este penoso deber compensado, equilibrado, iluminado por la conciencia de un imperioso y sagrado mandamiento y por el horror que siento delante del rostro de un hombre en el que no leo más que monstruosidades” (Camus, 1973, 177-178).

Al igual que Meursault, Sandra no encaja dentro de los estereotipos hegemónicos de su sociedad, que exige de ella roles atribuidos a su género. Sandra, con porte de desenfado, masculino, independiente, representa una antítesis de la esposa abnegada e invisible. Con respecto a esto, resulta curioso cómo se utiliza la imposición del francés, idioma que Sandra maneja con dificultad, para el desarrollo del juicio, colocándola en una posición de incertidumbre que refuerza su vulnerabilidad frente a la imputación de asesinato. Los argumentos en pro y contra de su culpabilidad no solo mantienen en vilo al espectador, sino que lo hacen partícipe de un diálogo inteligente que pone en tela de juicio su capacidad de ponderar los hechos disponibles con la mayor objetividad.

Es preciso destacar la muy acertada caracterización de Daniel, el hijo no vidente de la pareja, quien deviene en una suerte de metáfora de la justicia (ajena de partidos, pendiente de la verdad) y quien descubre junto al espectador incidencias desgarradoras, entredichos incómodos, una lucha de poder que ardía entre bastidores; Daniel, ora con ojos muertos entre la multitud, ora tocando un piano desde las sombras, marca el tempo de la trama en busca de una resolución definitiva.

En sus más de dos horas de metraje, Anatomía de una caída despliega su narrativa con arte y comedimiento, sirviéndose de una atmósfera cercana y semioscura para guiarnos por los vericuetos de una familia en crisis. El filme se vale de un elenco de gran solvencia para dar factura de una historia convincente sobre el matrimonio y sus luchas secretas, los roles de género y su pertinencia en la sociedad de hoy. Una película que, a fin de cuentas, exige una lectura activa de su espectador para poner en jaque todo lo aparente, tratar de llenar los espacios en blanco, mantener una postura firme frente a los claroscuros de sus protagonistas. Basta detenerse en la portada de la película, la fotografía del cadáver que yace tendido en un inmaculado paisaje de nieve, para entender, en plano simbólico, cómo los matices de la muerte se sobreponen, después de todo, frente al sentido monocromático de los prejuicios y las especulaciones.