“Aquí en los dos primeros días no vimos a nadie que viniera a ayudar. ¡Nadie! Yo sé que no es cosa de un día ni de dos, pero necesitamos ayuda”.
El agua llegó hasta los 3 metros en la casa de la madre de Aroa García, en Alfafar, a las puertas de Valencia.
Todos los muebles de la planta baja son ahora un amasijo embarrado que se acumula frente a la puerta de esta vivienda adosada, donde un grupo de vecinas y familiares saca con brío paletadas de fango. Un caballito de piedra es de las pocas cosas que se han salvado en el pequeño patio que precede a la casa.
Sobre la puerta, un nombre que refleja el sueño y el esfuerzo de toda una vida: “Villa Por Fin”.
Aroa habla con una rabia contenida por el abandono con el que siente que están siendo tratados los afectados por las riadas que han dejado ya al menos 207 muertos, pero su voz se quiebra al explicar el lema de la casa: “esta casa es el fruto de mucho trabajo, por fin lo habíamos conseguido”.
La mujer contempla con angustia a su madre, que sigue en la terraza del tejado donde se refugió la noche en la que el agua se llevó por delante al barrio entero. El perrillo de la anciana asoma la cabeza sin comprender el trajín que entra y sale de la casa.
“Está aún en shock, muy asustada, no quiere bajar, no entiende lo que ha pasado”, explica hundida hasta la mitad de la pantorrilla en el agua cenagosa que se acumula delante de la vivienda. Su calle ha dejado de tener salida: un muro de automóviles arrastrados por la riada, troncos de árboles, contenedores y muebles sella el paso.
“Solo nos han ayudado los voluntarios, hay tropecientos y estamos muy agradecidos, pero necesitamos ayuda profesional que empiece a desescombrar para que podamos salir adelante”, dice con impotencia ante la pila de electrodomésticos, sillones y enseres de toda una vida, ahora irreconocibles con la capa de barro que pinta todo lo que mide menos de dos metros en Alfafar.
La queja se repite en cada portal de los municipios más afectados por las lluvias torrenciales que sacudieron el sureste español el pasado 29 y 30 de octubre. Y también la sensación de que sin la ayuda de los voluntarios estarían perdidos.
Un lema, “solo el pueblo salva al pueblo”, se ha ido extendiendo por las redes sociales, y ahora es un murmullo entre muchos de los miles de voluntarios que pala o escoba al hombro, inundan desde hace un par de días las zonas más afectadas en una riada de solidaridad.
Puede verse en pequeños carteles improvisados pegados en algunas de las furgonetas que llegan al centro de Benetúser en esta mañana soleada, cargadas con botellas de agua, pañales o comida. En el pueblo hace falta de todo porque absolutamente todos los comercios están destruidos.
Salvador Orts, Miguel Alegre y Rosa Devesa han venido desde Denia con el coche a reventar. Traen botes de legumbres cocidas, 50 pares de zapatos que les ha donado una amiga, galletas y hasta compresas para la incontinencia que reparten a quien lo pueda necesitar.
“Todo comprado por nosotros o donado”, cuenta Salvador, que no entiende cómo puede ser que cinco días después del inicio de la tragedia “la ayuda haya tardado tanto en llegar y aún esté todo que parece un campo de batalla”.
En la calle de al lado, un destacamento de la Unidad Militar de Emergencias, la conocida como UME, ayuda a bombear agua del aparcamiento de un supermercado Consum. No saben cuántos vehículos pueden quedar en el sótano del establecimiento ni si pudiera haber dentro algún fallecido.
El día anterior se obró lo que parecía imposible a pocos metros de allí. Protección civil de Valencia logró encontrar con vida a una mujer que llevaba tres días atrapada en su automóvil con el cadáver de su cuñada.
Pero esos milagros no son frecuentes.
“Hay cientos de desaparecidos y a muchos no los vamos a encontrar porque se los habrá llevado la riada hasta el mar”, dice Salvador.
Bajando un poco, antes de llegar al barranco del Poio, cuya crecida anegó Alfafar, Benetúser, Paiporta y otras localidades del sur de Valencia, Zineb Habuul se asoma a la ventana de su casa en la planta baja de un edificio de tres alturas.
El agua llegó casi al techo de la vivienda, donde aún pueden verse unas molduras decoradas primorosamente en color lila, pero han conseguido sacar ya casi todo el lodo. “¿Ayuda? Excepto los voluntarios y amigos, aquí no ha venido nadie”, lamenta con indignación.
Solo le han quedado dos pequeñas fotografías de sus hijos, que muestra al borde de las lágrimas. “Acabábamos de comprar todos los muebles nuevos del cuarto de mi hija, estaban aún en cajas y ha ido todo a la basura. Lo hemos perdido todo”.
Muchos vecinos reconocen que los servicios de emergencia de las distintas unidades y administraciones, tanto militares como guardia civil, bomberos, policía o protección civil “se empiezan a ver más por aquí”, dice Zineb, “pero a las casas, si no hay fallecidos no han entrado”.
Zineb es vecina del colombiano Juan José Loaiza y la ucraniana Anna Filimonova, aunque en realidad solo lo fueron un día.
“Nos mudamos el lunes y el martes el agua se lo llevó todo”, reconoce el joven. Juan José y Anna preparan su boda, que tenían prevista para el próximo día 22. “¿Cancelarla? Noooo. Pero la celebración tendrá que esperar”, dice Anna.
Ambos agradecen la solidaridad de los vecinos y los voluntarios, “hace creer que hay humanidad y que vamos a salir de esta. Si hemos sobrevivido al covid y la guerra de Ucrania, también sobreviviremos a esto”, dice emocionada la mujer.
Un poco más arriba, en la avenida Real de Madrid, María Pons, Joana Pérez y Amparo Sorlí miran desde su portal en el 139 de la calle cómo una grúa desempotra una caravana del local de al lado de su edificio, que hasta el martes era la carnicería Hussain. Ahora es todo cañas y barro.
El portal tiene la misma línea que recorre todo el barrio, la que marca hasta dónde llegó el agua.
María cuenta que la noche del martes una señora estuvo horas aferrada a la reja del portal luchando contra las aguas que la arrastraban. La presión del agua no permitía abrir la puerta.
“Los vecinos estuvieron sujetándola como pudieron desde dentro para que no se soltara, amarrándola con lo que pillaron hasta que la corriente bajó y pudieron meterla en el edificio. La mujer, por suerte se salvó”, relata la anciana.
Justo al lado, en el bar Raíces, los empleados y el dueño se salvaron también por cuestión de minutos.
El argentino Nacho Britos había ido a recoger a su novia que trabajaba en el bar cuando el agua llegó de golpe. No lo pensó, agarró a la hija del dueño, de 7 años, que se había escondido del miedo detrás de la barra y anduvieron 20 o 30 metros por la calle con el agua a la cintura y “una fuerza terrible, arrastraba ya coches y de todo” hasta que alguien les abrió una puerta que los salvó.
“Fue entonces cuando me llegó la alerta de la Generalitat (la autoridad regional), cuando ya casi nos arrastra la corriente”, cuenta entre paletada y paletada de barro. Frente al bar se apilan frigoríficos, vajilla y cajas llenas de comida inidentificable.
A Roberto Ballester la alerta le pilló subido en una valla viendo como el torrente de barro arrastraba todo lo que encontraba a su paso. “Allí me pasé 4 horas”, cuenta.
La casa de Roberto está afectada, pero de su taller, donde fabricaba tambores artesanales, no queda nada.
La corriente arrastró tres vehículos de un aparcamiento trasero que acabaron tirando el muro del fondo del local, situado en un edificio de más de 150 años. Allí siguen los tres automóviles, testigos de una noche de terror.
Los restos de los tambores y las máquinas se apilan a las puertas del local en una montaña que supera los dos metros. Un bullicio de gente entra y sale con cubos cargados de bultos embarrados imposibles de identificar.
“No conozco a nadie de los que me están ayudando”, reconoce Roberto, “aparecieron por aquí preguntando si necesitaba que me echaran una mano y desde entonces no han parado”.
Son miembros de la iglesia Movimiento Misionero Mundial y su pastor, Ovidio Romero, cuenta que hoy tenían culto, pero han decidido cambiar la iglesia por las palas “porque ayudar a los demás es el mejor culto que podríamos tener”.
Un poco más adelante, una gran fotografía de un bebé recién nacido al que una Luna le hace de cuna, sorprende entre estanterías y mesas embarradas.
Frente a ella, Pedro Herráiz y Carolina Benavent comen unos bocadillos con amigos y vecinos en un descanso de la limpieza de su estudio de fotografía. No son una excepción: también lo han perdido todo. Pero posan para una foto con una sonrisa, bocadillo en ristre, y plante victorioso.
“¿Qué vamos a hacer? No sé, tenemos que sentarnos a pensar. Primero limpiar”, cuenta Pedro y se le quiebra la vos. Está especializado en fotografía infantil y de embarazo. Un grupo de fotógrafos españoles se han organizado para prestarle equipos y estudios y que puedan seguir trabajando.
No es por lo peor que han pasado Carolina y Pedro. A su hija con tres años le diagnosticaron una leucemia. Ahora “está perfecta” y ha cumplido ya 11.
“La resiliencia es tan importante en el ser humano… Vemos hasta dónde ha llegado el agua”, dice señalando la línea negra que marca todo el barrio, “a partir de ahora todo lo importante va a estar por encima de ese nivel”.
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