La cantidad de personas que fueron asesinadas se convirtió en un enigma para la Comision de la OEA que investigaba los crimenes. A todo lo largo de su Informe insisten en determinar el número de cadaveres localizados, para confrontarlo con el número de denuncias realizadas por los familiares que gestionaban el esclarecimiento de la desaparición de sus parientes; apreciaba la Comisión, que solo en las proximidades del puente Yuca la cantidad se acercaba a los 40 muertos.
Además, dejaban en claro que las víctimas no eran ejecutadas en los lugares en que fueron encontradas, ni eran “ultimados ni en la región ni en las fechas que se atribuyen”. Se puede deducir que los militares controlados por el Gobierno de Reconstrucion Nacional cometían sus acciones criminales en horas de la noche y posiblemente en campamentos militares enclavados en las afueras de la capital y en la zona oriental de la ciudad, en la que estaban ubicados varios cuarteles militares, siendo los más importantes el campamento de Transportación, en las proximidades del cementerio de la Máximo Gómez de la capital; el Polvorín proximo al río Isabela; la base aerea de San Isidro y el Centro de Enseñanza de las Fuerzas Armadas (CEFA), en la carretera Mella, tenidos como centros de operaciones de los principales opositores a los comandos constitucionalistas.
El modus operandi en los asesinatos aparece resumido en el Informe redactado por la Comision de la OEA, con las siguientes palabras: “las resultantes de diversas fuentes de información, se las puede concretar así: individuos de la policía, en ocasiones, o miembros del Ejército, en otras, procedían a aprehender civiles, haciéndoles objeto de inculpaciones diversas. Se les conducía con mayor control a un lugar de mando policial o militar. Luego eran trasladados en vehículos militares, en grupos más o menos numerosos. Debido a la confusión reinante, a desorganización o a motivos que se ignoran, su destino final no es conocido”:
“Informe de los criminólogos de la OEA (III)
“Resumiendo: aunque parecería plausible apreciar las víctimas en la región del puente Yuca en cerca 40, por la persistencia en señalar este cifra de parte de los informantes de la región, y por la semejanza de este número con el de personas desaparecidas denunciado, obsta a su admisión el hecho de no haberse encontrado no siquiera la mitad de los cadáveres, a pesar del esfuerzo empleado al efecto. Fuera de que entre los cadáveres identificados ninguno pertenece a la lista de los desaparecidos.
Finalmente, es preciso agregar que los 5 cadáveres exhumados en Mata Redonda, todos identificados, no fueron ultimados ni en la región ni en las fechas que se atribuyen a las ocurrencias trágicas del puente Yuca.
Un sargento y cinco soldados de la dotación militar que cuida la estancia Haras Nacionales fueron examinados por la Comisión.
El primero rehusó proporcionarnos información alguna, fuera de su nombre, sin previa autorización de sus superiores. Obtenida ésta, se limitó a manifestar que nada sabía de los hechos por conocimiento personal, ni tampoco por haberlo oído. No vio ningún cadáver, no presenció traslado de presos en vehículos, sea de noche o de día; y aunque en varias ocasiones escuchó disparos, no se sorprendió de ello, a causa de que siempre se oyen disparos. Insistió en que su misión se reducía a proteger el recinto y bienes de la estancia, y no le incumbía lo que fuera de ella aconteciera. Admitió, no obstante, que las guardias nocturnas en que el personal de su dotación se turnaba, alcanzaban a la circulación de vehículos por el camino que corre por el interior de la estancia, después de la hora de queda y por la noche; pero aclaró que se limitaba a revisar si se trasportaban armas en tales vehículos. Ningún vehículo sospechoso pasó ante su guardia o su personal. Tampoco se detuvo camión, jeep, ni land rover conduciendo presos o detenidos ante su puesto de guardia, ni hablaron militares a cargo de ellos con él o con los hombres a su mando anunciando que los ejecutarían para escarmiento. Rechazó con gran energía, como falsas, las afirmaciones hechas en sentido contrario a lo que no decía. Pero, ante nuestra insistencia, hubo de admitir que siendo él la única autoridad en el lugar, acudieron campesinos a pedirle permiso para enterrar, instrucciones a sus superiores en la capital, y éstas, recibidas por igual conducto, le ordenaban no mezclarse porque concernían a algo fuera del recinto de la estancia, cuyo cuidado le incumbía.
Los soldados, que en su mayor número, como el sargento, están en funciones desde antes de la guerra civil, negaron casi todos saber algo de lo ocurrido, siquiera por conversación con los pobladores. No vieron vehículos transportando presos; no oyeron descargas nocturnos que los ultimaron en las proximidades; ni escucharon que los vehículos regresaban hacia la dirección de Santo Domingo; no supieron que muchos de esos cadáveres fueron enterrados. Se mantuvieron en estas negativas porfiadamente, a pesar de nuestras representaciones acerca de su inverosimilitud manifiesta, puesto que admitían que fuera del servicio, circulan libremente, hablan con gente de la región, visitan Villa Mella, y no parece posible o razonable que jamás ninguno escuchara comentario o rumor de alguna especie sobre lo que durante dos semanas estuvo ocurriendo en la región, ni siquiera sintiendo el nauseabundo olor de la putrefacción cadavérica. Sus dichos fueron tan idénticos unos con otros, las palabras empleadas las mismas, las negaciones tan similares, que parecían el resultado de instrucciones precisas recibidas, al punto de parecer sus testimonios como calcados.
Uno solo de ello, llegado allí el 1 de junio, reconoció que ya se habían producido los hechos con anterioridad, y que oyó hablar de ellos, sin precisión alguna, en comentarios de la gente puede dar detalles al respecto. Basta lo dicho, sin embargo, para revelar la inexactitud de lo afirmado por los demás soldados y su jefe.
Este testimonio fue obtenido hallándose ausente el sargento, varios días después de que lo hicieron los cuatro que fueron interrogados uno después del otro.
La comisión lamenta no poder acoger como fidedignas las informaciones que le dio el sargento, tanto porque las juzga inverosímiles frente a los acaecimientos que no puede haber dejado de conocer, siquiera de oídas, como porque dada su jerarquía militar en la estancia, que él mismo admite al señalar que los pobladores se presentaron a solicitarle permiso para enterrar algunos cadáveres, y este pedido que lo movió a pedir instrucciones a sus superiores, frente al estado de guerra civil predominante, no resulta compatible con su pasividad ante tales hechos, de que ha debido informar a sus jefes. Por lo demás, la guardia o control nocturno de circulación de vehículos, tiene que haberlo habilitado para enterarse del movimiento repetido de deshoras en la región; los disparos o descargas nocturnos debe haberlos escuchado, y su atención haberse despertado para procurar explicárselos en alguna forma compatible con su función militar en la estancia; sobre todo si después quedaban algunos muertos, de que los pobladores le informaban al pedirle permiso para enterrarlos.
Tantos sus declaraciones, como la del personal de su dotación, resultan ser, por consiguiente, insinceras, contrarias a la verdad y entorpecedoras de la misión encomendada a esta comisión, que ellos debieron secundar.
Contrasta con las reseñadas en el número anterior, la información espontánea prestada por el cabo de la Fuerza Interamericana de Paz Eduardo Ruiz, para dar a conocer lo que escuchó decir a un muchacho y a su padre, en el sentido de que cuando al anochecer regresaban por las cercanías del puente Yuca, vieron uno o varios jeeps de San Isidro pertenecientes a la Fuerzas Aérea; junto a él, y escucharon varios disparos, por lo que se ocultaron. Cuando ya de noche, siguieron su camino, vieron cadáveres: cerca del puente algunos jóvenes; en el agua, una persona de 35 a 40 años de edad.
Para los firmantes no resulta extraño que el clima prevaleciente reseñado en el No. 12, y al cual se refieren porque corresponde a una neurosis colectiva, parezca contradecirlo la serie de informaciones fragmentarias emanadas de los mismos a quienes afectaría. Es que semejantes estados no son absolutos ni permanentes; tienen grados, momentos de relajación y de tensión, y cuando el hombre cree que puede hacer confianza sin arriesgarse, habla e informa veladamente, sobre todo si piensa que no podrá atribuírsele lo que dice.
Sintetizadas las resultantes de diversas fuentes de información, se las puede concretar así: individuos de la policía, en ocasiones, o miembros del Ejército, en otras, procedían a aprehender civiles, haciéndoles objeto de inculpaciones diversas. Se les conducía con mayor control a un lugar de mando policial o militar. Luego eran trasladados en vehículos militares, en grupos más o menos numerosos. Debido a la confusión reinante, a desorganización o a motivos que se ignoran, su destino final no es conocido. Pero en épocas próximas a las crisis —la inicial de fines de abril; la que siguió a violaciones de tregua, a fines de mayo y principios de junio— recrudecía la pasión política y se efectuaban «operaciones de limpieza» de adversarios, reales o presuntos. Sistemáticamente eran conducidos en dirección a la cárcel de La Victoria desde la capital, en traslados nocturnos anteriores a la medianoche, que no completaban su presunto itinerario.
Así llegó una vez un automóvil con seis presos, una mujer entre ellos, a Mata Redonda, donde se les hizo descender y se les fusiló en medio de llantos y gritos. Uno de los seis presos logró salvarse y escapó. Obtuvimos su nombre y conversamos con él. Los cadáveres permanecieron insepultos, para escarmiento de otros. El alcalde señor Carbone dispuso que los enterraran. La prensa enterada del suceso atroz, lo silenció, cubrió el horror de la tragedia, hasta que empezaron a investigarse crímenes, tumbas, de donde se extrajeron los cadáveres de las víctimas.
Más repetida fue la selección del puente Yuca, como sitio ejecuciones nocturnas sucesivas. Llegaron hasta allá diversos vehículos con presos, algunos con los brazos y las manos amarrados a la espalda. Los bajaron y los fusilaron con varias descargas de fusiles o de ametralladoras, algunas de cuyas cápsulas vacías se recogieron del lugar. También se dispararon armas cortas, algunas de cuyas cápsulas se encontraron igualmente. Luego de cumplir su tarea feroz, los vehículos y los asesinos regresaban en dirección a la capital. Los cadáveres quedaban en el lugar o los arrastraban el río. Existen fotografías de una improvisada sepultación. Los vecinos escucharon llegar los vehículos descargarlos; órdenes de mando dadas en voz baja; ruidos de disparos; cómo los coches regresaban en dirección a Santo Domingo. Algunos sostienen que en ocasiones se anunció la ejecución y se ordenó que no se sepultara a las víctimas. Todas fueron civiles. Las armas largas provienen de soldados. Las cortas oficiales.
Por último, un suceso local, en Monte Plata, pasada la hora de queda, hace víctima a un sacerdote, reconocidamente querido y de espíritu generoso y justiciero, que protesta de arrestos en masa en su prédica desde el púlpito, y en sus gestiones ante la autoridad central, las cuales culminan con la liberación de algunos presos y el traslado del oficial de policía responsable de las detenciones en masas. Este sacerdote extranjero es ultimado en circunstancias sospechosas y equívoca; que no llegan a disimular que podría tratarse de otra ejecución sumaria en un camino público. Sus asesinos reciben, a su vez, muerte inmediata en el lugar mismo del crimen. El sacerdote ostenta heridas a lo menos de dos armas diferentes; evidencias de fuerte presión en el cuello y una contusión profunda de golpe en la región toráxico. Su ropa, perforada por los disparos, acusa al examen con luz ultra-violeta impregnación de pólvora, lo que indica que algunos de ellos fueron hechos desde corta distancia.
Los otros dos cadáveres sólo muestran heridas producidas por quien dice haber disparado luego de no haberse obedecido sus intimaciones.
El resultado de las verificaciones, exámenes, testimonios y demás elementos agrupados por la comisión corresponde al cuadro general recién trazado.
Aunque debemos admitir la insuficiencia de las informaciones orales recogidas; su falta de precisión y hasta las contradicciones que contienen, no podemos prescindir de ellas de modo absoluto. En primer lugar, porque condujeron al hallazgo de numerosas víctimas en lugares perfectamente determinados. En segundo lugar, porque en las proximidades hallamos vestigio de armas, ropas y restos, presumiblemente de los ejecutores y sus víctimas. Y, además, por la evidencia real y moral que arranca de publicaciones de prensa y de una persona que habría sobrevivido a la primera matanza nocturna en despoblado.
Mencionamos, por lo sugestiva, la aparición en las proximidades del puente Yuca, de un automóvil de alquiler como desbarrancado, y su ulterior desaparición inexplicable. Ese automóvil habría estado ahí cuando numerosas personas visitaron y recorrieron el lugar luego de las trágicas revelaciones; si bien los primeros informantes de los hechos y los pobladores de la región aseguraron que no se encontraba cuando descubrieron y enterraron los cadáveres. En seguida, tan misteriosamente como surgió su presencia, desapareció de ahí. Uno de nosotros, al regresar de una visita a la prisión de La Victoria en unión del presidente de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y sus ayudantes, el 19 de junio, les escuchó sorprenderse por no verlo ya allí, ni en otra parte inmediata.
(Fuente: Periódico Patria, Año I, No. 68, jueves 22 de julio de 1965, p. 2)