En este mundo, lo más parecido al Creador, a quien la teología atribuye la virtud de la omnipotencia, es una mujer hermosa. Ella, envuelta en la vorágine de su belleza, es capaz de obrar milagros cotidianos y doblegar a su voluntad la mayoría de las dificultades. Hay que decir que si, además de bella, la mujer es inteligente, muy probablemente la realidad consistirá, las más de las veces, en la medida de sus deseos. ¿Acaso exagero o me equivoco?
En mi pobre aparato filosófico, la fuente de los sufrimientos nace del error humano y del azar; a saber, el hombre sufre porque toma malas decisiones o sufre porque es golpeado por adversidades que escapan a su control. Dicho esto, es evidente que si la mujer, además de hermosa, posee las luces de la inteligencia, con poco esfuerzo podrá cerrarle el paso a la primera de aquellas dos causas de la infelicidad. Por su parte, para hacerla sufrir, al azar no le quedarán más instrumentos que la enfermedad o la muerte.
Tomemos por ejemplo la cuestión de la infidelidad que históricamente se le imputa al hombre; sin pretender absolverlo de culpas, dicho vicio tiene su origen en la misma mujer, es decir, en el influjo irresistible de sus encantos o en la inseguridad que embarga al hombre al descubrirse incapaz de dominarla.
Por otro lado, bastaría considerar que la soledad, en el caso de las mujeres bellas, es simplemente una opción y no un mal del espíritu. Incluso en sus peores momentos, la mujer bella estará sola, tan solo si quiere. Y es que una mujer hermosa, además de serlo, aprendió a comportarse y actuar como si todo le fuera debido, y ello porque desde niña lo recibió y obtuvo todo, por consiguiente, sus actos de mujer adulta no son más que una reproducción maquinal de sus costumbres más prístinas. Sin olvidar tampoco que las mujeres, aún las feas, se conducen con la certeza de ser indispensables y de poseer las llaves de la vida, y tal conciencia las coloca, a menudo, por encima del bien y del mal. Saberse dueñas del mayor placer y de los vasos que custodian y hacen florecer las semillas de la especie, les ha otorgado un sentido de primacía natural en el reino de este mundo. La primera mujer que intuyó esto, fundó el oficio de la prostitución. Luego, el poder desmesurado que arrebataron al convertirse en rameras, contrario a la opinión general, fue una demostración inequívoca de la superioridad femenil. En ese momento supremo, la mujer se encaramó en el pináculo de la Historia y dijo: “Soy capaz de negociar el placer más sagrado e incluso fingirlo”, y desde entonces puso al hombre a sus pies. No en vano, leemos que en el Paraíso, sólo Eva dialogaba con la serpiente.
En cuanto a mí, la belleza de una mujer por sí sola no basta, yo me rindo a la mujer bella solo si es sensible al arte. Si su mirada se demora demasiado en su propia imagen y no sabe distinguir lo bello, es decir, lo permanente, entonces el amor no será posible. En cambio, una mujer bella, capaz de apreciar el arte, es una fuerza invencible ante la cual, tarde o temprano, podría ceder. Para bien o para mal, nunca he podido (ni creo que podré) establecer relaciones genuinas con ninguna mujer que no ame alguna forma de arte verdadero. Mi espíritu rechaza de antemano ese agujero existencial donde, incluso, a mis ojos, la más vistosa belleza naufraga.
No hace mucho y a pesar de mi creciente impasibilidad, hube de hacer las cuentas (tal vez aún me lamo las heridas) con esa criatura todopoderosa que es para mí una buena artista clásica. Sucedió durante una velada musical, organizada por la Delegación Permanente de Italia, donde se celebraría a algunos de los compositores italianos más representativos y cuyas obras ejercieron una notable influencia en la escena artística parisina. Recuerdo todavía su salida al escenario, calzada de tacones y vestida de camisa y pantalón negro satinado, color que a su vez, acentuaba aún más los tenues matices de su belleza balcánica: su tersa piel y su moño blondo casi retrocedían a la luz de sus ojazos esmeralda. No niego que disfruté bastante del programa del concierto, gracias a la selección de las piezas de Vivaldi, Puccini, Nino Rota y Ennio Morricone, pero sin duda menos que verla a ella rodeando con sus torneados brazos y pulsando cadenciosamente las cuerdas del contrabajo.
Terminado el concierto, siguió la recepción donde, entre copas y tentempiés, se dio la ocasión de conocer a la orquesta. Disimulando mi interés y valiéndome de mi afición por la ópera italiana, trabé fácilmente conversación con la jovencísima chica que hizo de primer violín; al rato, estaba yo brindando con algunos de los instrumentistas y mostrándoles extractos de mis vídeos donde cantaba el aria “E lucevan le stelle” de la ópera Tosca. Poco después y de la manera más despreocupada posible, me encontré conversando a pierna suelta con la diosa eslava; no perdí la ocasión de señalarle detalles históricos sobre algunas de las composiciones de Vivaldi y Puccini, y de recomendarle las grandes películas que los geniales Rota y Morricone habían musicalizado. Al despedirnos, como buena contrabajista que era, me preguntó si podía sugerirle algunos bares de jazz en París y, por suerte, pude darle la información de uno, que además era muy concurrido. Luego de la despedida, para felicidad mía, me dijo que esperaba asistiera a su segundo concierto la noche siguiente.
Ante la sorpresa de su invitación, me fingí impasible y supe que era el momento ideal para intercambiar los números. Cuando abandonaba el lugar, noté, sin embargo, que me seguía la mirada cálida de la joven primer violín, con quien no hablé más aquella noche. Sobre los memorables momentos vividos con la preciosa contrabajista la noche siguiente, no diré nada, aunque más que la perfección de su alabastrino cuerpo, lo que no pude olvidar fue la borrasca de emociones que suscitó en mi espíritu y cuyo viento tempestuoso casi me desarraiga. Después de su partida, apenas intercambiamos algunos mensajes de texto para luego disiparnos definitivamente en la niebla densa de la indiferencia. Pasadas algunas semanas, recordé la mirada dulce que me había dirigido aquella noche la graciosa primer violín y, por algunos momentos, tuve la certeza que con ella, de haber seguido conversando, seguramente todavía hoy mantendría la comunicación. No volví a pensar en todo esto hasta que esta mañana desperté y, mientras sorbía mi habitual café con leche, caí en la cuenta que, la noche anterior, había soñado a la diosa eslava que probablemente me había hecho perder el amor de una talentosa violinista. La odié por un breve instante y por otro más breve aún, me sentí misógino. Luego me senté a escribir y, mientras tecleaba estos párrafos, tuve la certeza de haber sido dichoso, pues, el amor ya antes lo conocí, pero no se parecía a aquellas emociones tremendas que experimenté junto a la hermosa contrabajista y que me hicieron sentir, aquella madrugada de invierno, que estaba listo para todo y que era inmortal.