En este recuento que hago me transporto a mis viajes por los campos y la experiencia que tuve viendo el actuar de los campesinos. No estoy segura de que hayan desaparecido los objetos que menciono, pero lo que soy yo no los he vuelto a ver en su justo uso. Es muy posible que aún tengan vigencia, aunque lamento no tener de nuevo esta experiencia.
Recordando todas las cosas que han sido sustituidas con el paso del tiempo viene a mi mente “el higüero”. Creo que es una planta que ha desaparecido, por lo menos su fruto, pero para que no la olvidemos se le ha hecho honor nombrando a una comunidad en Santo Domingo Norte, en donde se encuentra el aeropuerto “Joaquín Balaguer”.
En el siglo pasado, y supongo que en los anteriores, el fruto de este árbol era muy bien valorado; se le sacaba la tripa, se ponía a secar el cueco, quedando así el calabazo.
Antes de llegar el plástico y por ende los galones, se utilizaba el calabazo para ir a buscar agua al río. Las mujeres de nuestros campos, con una gracia sin igual y con la cadencia y coquetería, lo cargaban en sus cabezas haciendo un soporte con un trapo en forma de caracol, llamado “babonuco”. Hacían gala de equilibrio al subir por los derricaderos, ya que los ríos casi siempre quedaban “allá abajo” y esas cuestas resbalosas solo podían subirla auxiliándose de algunas piedras que le servían de escalón.
Muchas veces, además del que llevaban en la cabeza, llevaban uno en el “cuadril”, (entre la cintura y la cadera).
Ver nuestras campesinas en esa actividad era similar a observar un cuadro costumbrista salido de la inspiración de uno de nuestros grandes pintores criollos.
El calabazo tenía otros usos no menos importantes: se partía por la mitad y salían dos “jigüeras”, las cuales eran usadas generalmente para limpiar el arroz que, al ser majado muchas veces en un pilón, también en desuso, salía con mucha paja. Con gran maestría las mujeres abanicaban la “jigüera” e iba saltando toda la basura, quedando el arroz completamente limpio.
Las “jigüeras” eran también usadas para hacer “suspiros” o merengue de clara de huevos. Era el mejor recipiente para tal menester, ahí crecían, crecían y crecían las claras hasta formar una nube de espuma blanca que al echarle el almíbar se convertía en la delicia, sobre todo de los niños.
Para mover la comida se hacían cucharones de este tan hermoso fruto. Se sacaban tajadas de la corteza como cuando partimos la lechosa. También con los calabacitos se hacían cucharones hondos para sacar los caldos.
Los “morros”, una variedad de higüeros más pequeña, eran los vasos que colgaban en unos clavos en un “seto” de la casa (llámese pared), muy cerca de la “tinaja”, y para sacar el agua se usaba un utensilio hecho de una lata de salsa de tomate vacía con dos hoyos para poder pasar un palo largo que servía como mango y se le hacían unos cortes, como una corona de rey, para que nadie osara pegarse del mismo y sopetear el agua, también hoy desaparecidos.
Las tinajas eran unas vasijas de barro que descansaban sobre una mesita de madera con un hoyo en el centro. Eran las encargadas de mantener el agua fresca como de nevera.
Con la variedad pequeña de higüeros también se hacían maracas, usadas para acompañar en los conjuntos típicos.
El pilón de madera era un objeto indispensable en las casas de los campos. Era hecho -creo- del tronco de un árbol y que se ahuecaba. En él se majaba el arroz, pero más que el arroz era usado para triturar el café cuyos granos, luego de secarlos eran tostados; después se majaban en el pilón que muchas veces lo hacía una sola persona, pero en otras ocasiones con mucha maestría era ejecutada dicha acción por dos personas y a veces hasta tres que hacían gala de sincronización.
El café ya tostado y majado se colaba en un colador de tela que descansaba en una base de madera. Se iba recibiendo el líquido en un jarro que para esto se necesitaba tener por lo menos dos, ya que el líquido se iba pasando por el colador hasta tres veces y que saliera con la consistencia deseada.
De madera también se hacían bateas, usadas en la cocina, para fregar, sacudir el arroz, lavar la ropa y bañarse.
Como me gustan tanto las cosas del campo, tengo mi colador de tela que me regaló mi gran amiga Doña Carmen Somoza, yo compré en el mercado el soporte. A propósito de esto, Doña Carmen sigue colando su café en un colador, ella no ha querido adoptar el uso de la greca y… ¡Qué café tan rico! Tengo una batea de madera que me regaló César Augusto, el compadre y mejor amigo de mi hijo Luis Antonio. La tinaja, tuve que sacrificarla para hacer el portal de mi nacimiento, la mesita donde iba, no sé que se hizo. Las “jigüeras” se me rompieron.
De mi uso diario tengo mi olla de barro traída desde Chile de un lugar llamado Pomaire. Mi tanque de leche regalo de doña María Florencio, algo también desaparecido, para mí, lo pinté y le hice una decoración, ese lo tengo como sombrillero. También tengo mi anafe de cemento por si me veo en la obligación de usarlo, si es que los precios del gas se van por las nubes, “a sigún” vemos.
De hecho, creo que soy una campesina frustrada, porque mi gran sueño es tener un gallinero para recoger huevos a diario, amarrar un puerco en una mata y llevarle cáscaras de plátano y todo lo que me reste de las comida que las estaré recolectando en un bidón de aceite vacío y esperar que mis vecinos del campo me guarden también sus sobras y desperdicios pa’ engordarlo.
No quiero tener letrina, para eso soy pueblita. Pero quiero tener una mata de mango bien grande con una buena sombra y que me permita recoger en una batea tan rico fruto, sentarme al atardecer y darme tremenda “jartura”.